Cuánto tiempo estamos dispuestos a invertir sentados en la oscuridad? Lo más común es que las obras duren una o dos horas, ese es un tiempo razonable para el cual está preparado el corazón de cualquier espectador. ¿Pero qué sucede con las obras que están fuera de ese margen? Las que duran dos horas y media, por ejemplo, ya significan una inversión de tiempo extraordinaria a pesar de que solamente superan por treinta minutos el espectro de la normalidad. Esos treinta minutos, sin embargo, nos obligan a tomar aire antes de entrar a la sala. Una obra de tres horas significa una reelaboración completa en la rutina del espectador. Hay que conseguir quién le dé de cenar a los gatos, quién duerma a los niños, comer bien, tomar café y llevar un dulce en el bolsillo por si las dudas, además de que se hace indispensable entrar al baño entre la primera y la segunda llamada y mentalizarse para que no vuelvan a llegar las ganas hasta el intermedio (o hasta el final, si es de esas obras que encima de largas, son posesivas). Es una cantidad de tiempo importante porque en tres horas se pueden hacer muchas cosas: ir de la Ciudad de México a Querétaro, preparar alrededor de cincuenta paquetes de palomitas en el microondas, o la clásica: ver Titanic .
Lo deseable es que ir al teatro a ver una obra de 180 minutos resulte más gratificante que llorar por Leonardo DiCaprio, viajar a provincia o hacerse de una cantidad obscena de palomitas. Pero no siempre se puede. Si de por sí las obras de 60 minutos corren el riesgo de salir mal (así como corre el riesgo cualquier cosa que hagamos los humanos, que nadie se ofenda), parece que triplicando esa cifra se triplican también las probabilidades de que aquello sea un desastre. O quizá es una ilusión derivada de la inversión de tiempo, donde esta puede ser directamente proporcional al pesar y al desasosiego. Porque hay que reconocerlo: una mala obra de una hora no nos quita nada, pero una mala obra de tres nos arruina la vida. Nos lleva meses recuperar ese tiempo perdido. Es una ilusión injusta, si se quiere, pero una ilusión que existe.
¿Qué necesita una obra para merecer una duración de tres horas? Por lo general estaremos frente a una historia basada en la anécdota, con personajes de amplias trayectorias y conflictos intrincados que requieren largos planteamientos y largos desarrollos. Y esto nos lleva a la aparente certeza de que una obra de estas características por fuerza fue escrita en un siglo diferente al nuestro. Esto no quiere decir que los dramaturgos contemporáneos no están interesados en obras de tan largo aliento, pero si bien no son duraciones extintas, sí son tan difíciles de ver como las vaquitas marinas. En este sentido, es probable que el gran enemigo de las obras con duración de un Titanic sea el mito de que en esta era tecnológica tan propensa a la inmediatez, es un despropósito pedirle a los cerebros de homo sapiens que se concentren una octava parte de su día en una misma cosa. Y es que dicen que ya no aguantamos nada; por eso la ola de obras de 15 minutos, que cuando surgieron parecían ser la solución obvia y la salvación del teatro, pero que con el paso del tiempo se volvieron una opción más en la cartelera.
No se trata solamente de una cuestión de tiempo. Me atrevo a decir que lo que necesita una obra para durar tres horas es lo mismo que otra necesita para durar 15 minutos. Una mezcla de historia, contenido, actuaciones, lógica, frescura, ritmo, emoción, sorpresa, seducción… Algo de todo eso nos hechiza y estamos dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias con esa realidad que se nos presenta y que por mucho que se parezca a la nuestra, no lo es. Seguramente los hacedores de teatro estudian eso hasta el cansancio y podrán darle nombres más sofisticados a mi burda enumeración. Lo que sí sé, porque se nota, es que lograr ese “algo” no es tan fácil y tampoco todos pueden lograrlo en la misma medida, ni han de pretenderlo. Ese “algo” se parece mucho a la magia y encontrarlo en una obra no significa que al reproducir sus trucos se obtenga el mismo resultado.
Cada obra saca su magia de mangas diferentes. Pero antes de seguir por este camino de pensamiento esotérico y llegar a la conclusión de que todo éxito teatral depende de la relación entre la Luna y Urano, quiero abordar un asunto recurrente en las obras de tres horas. Lo llamo «Teatro Enciclopédico»
Augusto Blanco