Es cierto: a los críticos nos encantan las categorías. Contrario a lo que se piensa, lejos de limitar al objeto de estudio, la clasificación multiplica su posibilidad de comprensión, especialmente porque no existe ninguna objeción válida que nos impida nombrar todas las categorías que se nos ocurran para entender algún fenómeno. Así pues, puedo permitirme “dividir” las obras de teatro entre las que son depresivas o emocionalmente potentes y dirigen al espectador a profundizar en sí mismos y transitar sensaciones complejas, y aquellas más sencillas, cuya única intención es levantar el ánimo del público, obras del tipo de superación personal, obras antidepresivas, obras de «si se puede», “teatro prozac”.
El teatro antidepresivo sería aquel que mediante su trama contagia a los espectadores de buen ánimo, aconsejándolo de seguir adelante en tanto que le asegura un mañana mejor. A este tipo pertenece “Todos los peces de la Tierra”, obra escrita por Bárbara Perrín y dirigida por Alejandro Ricaño. La narraturgia relata la historia de “Marina” una niña que pierde definitivamente a su madre y posteriormente a su padre. Solo que en el segundo caso se trata de una misteriosa desaparición que obliga a la niña a ir en su búsqueda de ser necesario hasta el fondo del mar.
Durante su viaje simultáneo hacia el fondo del mar y al interior de sí misma, Marina, interpretada por Gina Martí, es acompañada por su voz interior, conciencia o recuerdo de infancia (podemos interpretarla de distintas maneras), encarnada por Adriana Montes de Oca (con una actuación destacable). Este personaje anima a Marina en las distintas etapas de su trayectoria, recordándole a cada momento la importancia de superar sus problemas y dejar atrás todo aquello que la atormenta y lastima.
La historia familiar de Marina le provoca un vacío difícil de llenar, obstaculizando cualquier logro que se proponga. La niña se volverá mujer una vez que transite tres universos distintos que convocan tres distintos lenguajes y universos semánticos.[1] Mediante la palabra, el espectador es provocado a imaginar un paisaje de flores, un mundo configurado por los movimientos de karate y finalmente el mar y todas sus criaturas maravillosas. Es así como ella ha comprendido el mundo y como puede explicarlo. Desde pequeña su padre le dijo que era una sirena y ella quiso creerle. Y quiso seguirlo hasta el fin del mundo aunque estuvieron demasiado tiempo separados. Lo que ella amaba era la idea de su padre. Amaba su ausencia y presencia. Al final aprende a quererse más a ella misma y a buscar su libertad.
En la obra destaca también el vestuario creado por Mauricio Ascencio, que contiene a su vez el paisaje marino y el vegetal que se invocan en la historia. “Todos los peces…” es una palmadita en la espalda y un empujoncito para todos aquellos que se sienten perdidos o que han caído y no tienen ganas de levantarse.
[1] No estoy segura de que esto sea un acierto en tanto que estos tres universos se muestran de manera parcial y no consiguen generar metáfora o sentido por la velocidad en la que pasan. Demasiado deprisa para que podamos disfrutarlos.