A veces es necesario detenerse a mirar el paisaje. En el amor, en la vida y en el teatro (sinónimos todos) hace falta ejercitar la paciencia para gozar a plenitud. Contraria al espíritu de los tiempos que exige una aceleración desmedida a favor de la hiperproductividad que promete la satisfacción de las necesidades de un mundo acelerado, esta actitud vital que aconseja la calma construye una concepción del mundo en la que es posible la reflexión tranquila de lo que sucede alrededor y dentro de nosotros mismos.
Por supuesto, esta filosofía no se adecua con facilidad –o no lo hace, de plano- ni a los circuitos de producción escénica cuando lo único que buscan es el incremento voraz de la oferta para aumentar la demanda del público y acaso engrandecer la ilusión de ganancia, ni mucho menos al ritmo de los medios de comunicación. Las notas o columnas semanales son poco leídas y pronto olvidadas.
La producción en serie terminó por fin por implantarse en todos los ámbitos de la vida, la repetición y la homogeneización de productos fue seguida consecuentemente por la creencia de que absolutamente todo en este mundo es reemplazable. Los vínculos familiares, amistosos y amorosos se han desvanecido. Se piensa que todas las personas son sustituibles, que se puede disponer de ellas a voluntad como se hace con los programas de televisión. Basta con apretar un botón para cambiar de canal, con no volver a responder una llamada y con salirse de una sala de teatro si la obra no cumple con las expectativas con las que llegamos a ella, zapping, swinging. Obediencia absoluta a la idea de que en el mundo todo cambia y de que cualquier certeza y constancia amenaza a la “diversión”.
La visión poligámica y el ritmo acelerado que niega los beneficios de los sentimientos, el pensamiento, la investigación y las producciones de largo aliento provocan que el teatro vaya en contra de su propia naturaleza mientras que intenta sobrevivir acortando su formato o restándose calidad en atención de que todos los integrantes del circuito teatral aumenten sus cifras y con esto, se piense, se eleve también su prestigio. En la posmodernidad impera la importancia de las cantidades. Número de críticas y libros escritos a vuelapluma, de obras dirigidas, actuadas, vistas. Ya no se obedece a la necesidad de creación que debe ser un impulso espontáneo producto de un instinto creativo del artista, sino a un ritmo empresarial sumergido absolutamente en el mundo del consumo.
La velocidad con la que circulan las publicaciones actuales (especialmente los periódicos y noticieros virtuales) enfatiza la dilución inmediata de los acontecimientos. En consecuencia parece ser que el teatro ha terminado por rendirse a este manejo de los tiempos, a la tiranía de las breves temporadas. Una obra tras otra. Que el tiempo alcance para llenar el espacio de las butacas pero no para pensar los montajes. Teatros llenos y espacios de pensamiento vacíos. Que se diga que tenemos una de las carteleras más grande del mundo pero que se produzcan demasiado pocas obras relevantes y todavía menos investigaciones sobre la escena.
¿Cómo es posible crear consciencia desde la prisa y el arrebato? Dentro del fenómeno teatral que nos preocupamos por entender, lamentamos sobre todo la reducida funcionalidad del crítico, ya que en tanto se le obligue a analizar una obra tras otra, este será incapaz de tomar la distancia necesaria para preocuparse por comprenderlas a profundidad. Siguiendo este ritmo acelerado, el crítico, si bien ejercitará su pensamiento en las salas de teatro (como haría de cualquier forma), muchas veces no podrá desarrollar sus ideas del todo al salir de ellas debido a la prontitud con que los medios esperan su “comentario”.
La solución al problema apunta (del mismo modo que lo hace con lo que respecta a las producciones teatrales) al circuito independiente. El “off” soporta y fomenta la calma, la paciencia, el tomarse el tiempo para hacer las cosas. Al no tener que rendir cuentas al mercado ni al público masivo, ni al trabajo bajo presión al que se someten cada vez con menor resistencia el mundo editorial y la academia, la libertad y el amor imperan. Lejos de la propaganda, exentos de la obligación de recomendar en agradecimiento de las cortesías y de la obligación de cumplir con un restringido número de caracteres, la crítica del “off” es libre para analizar las puestas en escena dependiendo de la naturaleza y exigencia de las mismas. La crítica off se toma el tiempo para reparar en la complejidad de los montajes, en desentrañar el mecanismo escénico y reflexionar la pertinencia de los mensajes (entre muchas otras cosas), mientras que la reseña únicamente –no tendría por qué pretender hacer otra cosa- se ocupa de la descripción de los montajes y de encontrar el mejor motivo para invitar a la gente a que vaya a verlos.
En los espacios alternativos de divulgación, el compromiso con la sinceridad se incrementa sin patrocinios, el ejercicio del pensamiento puede tardar el tiempo que sea necesario, se puede acumular experiencia sin necesidad de dar cuenta de ello a los cuatro vientos. Se puede pensar el teatro después de disfrutar su meditación, una vez que ha hecho verdadero efecto más allá del impacto inmediato.
El off teatral (espectáculos, críticas) asegura de algún modo la continuidad de las producciones e investigaciones porque no depende de la rentabilidad, no pretende competir con las grandes instituciones culturales o comerciales, imposibilita la renuncia como acto simbólico, favoreciendo a la resistencia como signo inmutable de la cualidad inquebrantable de los hacedores que son capaces de montar y de escribir contra viento y marea. El off es la trinchera de la cual pueden sostenerse por amor al ritual más honesto de todos. Hacer off es luchar contra corriente, es detenerse a mirar el paisaje.