Desde el siglo XIX los legalistas estadounidenses debatieron sobre el derecho de la privacidad del individuo. John Stuart Mill encabezaría defensa de la libertad personal por encima de la injerencia del Estado que, sostenido en los principios puritanos que aconsejaban la vigilancia y el castigo de todo aquello considerado incorrecto o inmoral. El pensamiento de Mill, reflejado en su texto Sobre la libertad combatiría a los legalistas morales y sería una pieza fundamental para la abolición de las leyes anti obscenidad que perseguían, entre otras cosas, la posesión de material pornográfico ocurrida hasta la década de los setenta, cuando por fin se consideró que la compra y uso del porno en el ámbito doméstico era un asunto íntimo en el que la intromisión gubernamental no tenía cabida.
Todo parece indicar que los persecutores del vicio han encontrado, un siglo después, a los medios digitales como sus mejores aliados en lo que respecta a la inspección de la información de la vida privada. A través de las pantallas no hay nada parecido a la “información confidencial”, al contrario, los usuarios de teléfonos inteligentes, computadoras con tecnología de punta y navegantes de todo tipo de páginas de interacción social, entregamos cualquier cantidad de información personal para uso gubernamental sin darnos cuenta. Nadie en estos tiempos parece capaz de leer en su totalidad los “términos y condiciones” de muchas aplicaciones y dispositivos en los que literalmente firmamos un permiso para que todo lo que contengan nuestros celulares o computadores sea expuesto y resguardado en un banco de datos infinito a los que además del Estado otro tipo de usuarios y compañías sospechosas tengan acceso.
El debate sobre la libertad y el derecho a la privacidad fue puesto sobre la mesa nuevamente con el caso Edward Snowden, el ex consultor tecnológico, informante y antiguo empleado de la CIA y la NSA que reveló los secretos del espionaje por parte del gobierno contra su propio pueblo. Por cierto que Snowden puede ser considerado como una vertiente extrema del pensamiento de Stuart Mill.
Inspirados en el caso Snowden, James Graham y Josie Rourke concibieron una obra de teatro documental, que, tras probar su éxito en Londres y Nueva York, llega a México en una versión adaptada por María Renee Prudencio bajo la dirección de Francisco Franco y la producción de Tina Galindo y Claudio Carrera, con las actuaciones estelares de Diego Luna y Luis Gerardo Méndez en el papel protagónico.
La súper producción de Ocesa ofrece un montaje dominado por la espectacularidad visual de las proyecciones en las que evidentemente no se han escatimado recursos al momento de incorporar nuevas tecnologías a la escena, con lo cual reafirmo la hipótesis que lancé en otra reflexión que cuestionaba el vínculo entre los recursos económicos y las poéticas teatrales que intentan referir o hacer uso de los medios virtuales.[1] En conclusión sí hace falta una gran inversión para conseguir incorporar estos lenguajes, especialmente de forma contundente.
La impresionante escenografía se transforma durante cada una de las escenas del “viaje” del protagonista que va desde la superficialidad del mundo a través de la pantalla hasta el interior de sí mismo. En este punto cabe decir que el personaje en términos dramáticos es bastante sencillo, poco profundo y sin mayores complejidades. Sin embargo, para su interpretación hace falta un dominio de público y carisma con las que Luis Gerardo Méndez (quien interpretó el papel del “escritor” en la función que vi) cuenta. Mismas habilidades que también distinguen al resto de los actores de la puesta: Alejandro Calva, Ana Karina Guevara, Luis Miguel Lombana, María Penella, Antonio Vega, Amanda Farah, Antón Araiza y Bernardo Benítez. Cada uno de ellos interpreta un personaje “guía”, interpretando el papel de una persona real (casi todos investigadores de la realidad virtual), compartiendo los resultados de sus investigaciones que lo obligan a reparar en el alcance y consecuencias de todo lo que hacemos en la red.
El tránsito que lleva al personaje protagónico de la virtualidad a la realidad, en la que deja de definirse como internauta para devenir de nueva cuenta en persona, revela su mayor temor, compartido con la civilización occidental actual (principalmente los millenials): mostrar vulnerabilidad. El viaje también le permite reflexionar sobre la importancia del silencio y la calma, ese “detenerse a mirar el paisaje”[2]. La obra compara pros y contras de la ficción de las redes sociales, los daños y beneficios de estar todo el tiempo “en línea”. Nunca antes en la historia había tanta información disponible sobre nosotros, sin embargo, nunca antes nos habíamos conocido tan poco. Nunca habíamos tenido tantos amigos y nunca habíamos estado tan solos.
La reflexión en la que aterriza la obra, tanto como el dispositivo escenográfico hace de esta experiencia un suceso digno de atención en la cartelera de la Ciudad de México. El público, al final, quizá tome conciencia del panóptico en el que se encuentra. De su laberinto sin salida.
[1] Teatro y nuevas tecnologías en la Ciudad de México: http://aplaudirdepie.com/teatro-y-nuevas-tecnologias-en-la-ciudad-de-mexico/
[2] ¿Pensar de prisa o escribir con calma? La crítica “off”: http://aplaudirdepie.com/?s=pensar+de+prisa