Aplaudir de Pie
  • Críticas
  • Reflexiones
  • Reseñas
  • Quiénes somos
Aplaudir de Pie
  • Críticas
  • Reflexiones
  • Reseñas
  • Quiénes somos
Autor

Aplaudir de Pie

Avatar
Aplaudir de Pie

Es un proyecto de crítica y reflexión de hechos escénicos que nace simultáneamente en Bs. As. y en CDMX en 2015, como una plataforma de diálogo entre teatrólogxs, teatristxs, pensadorxs, creadorxs y espectadorxs, para cuestionar, opinar y debatir en torno a los fenómenos escénicos.

Reseñas

Diario de una temporada, texto de Jimena Eme Vázquez

por Aplaudir de Pie 30 marzo, 2021

Introducción

Tengo un instinto debajo del instinto evidente que me ayuda a resolver problemas con la sabiduría de una vida pasada. Me ocurren cosas y pienso: “esto ya lo viví”, y me acuerdo del torneo en el que, hace 14 o 17 años, sentí exactamente lo mismo. Mi mamá fue la primera en darse cuenta de que el boliche me había preparado para el teatro. Y yo hice este juego: aproveché una temporada de cuatro funciones, de una obra nueva, para hacer evidente que esto yo ya lo había vivido. Luego de que acababa la función de la obra, yo abría mi documento y escribía sobre boliche.

 

Los días de estreno/Semana 1, función 1

En los días de estreno es cuando más siento que no tiene caso.

Hay algo en lo efímero que me roba un porcentaje del pulso, y en los estrenos siempre lloro. Hasta cuando es un éxito, hasta cuando me voy a cenar con mis amigas. Por la noche, antes de dormir, me hago bolita y lloro. No sé por qué. Quizá por esa famosa condena de que, cuando algo nace, inmediatamente empieza a morir. Es probable que mi cerebro vea los estrenos más como un final que como un comienzo.

Y luego viene esa parte tan difícil de conseguir personas que quieran ir a ver tu obra, que se quieran conectar para ver tu obra. No importa si la temporada de la obra pasada se llenó prácticamente sola: el esfuerzo se hace desde cero cada vez. Yo no sé qué pasaría si no hago el esfuerzo, puede ser que nunca me entere porque siempre lo voy a hacer.

A los 11 años empecé a jugar boliche. El boliche es un deporte que se puede jugar muy en serio y, en mis tiempos, México era el quinto lugar mundial. Mucho mejor que en el futbol. Tenía tres bolas, una maleta para llevar a dos de ellas a los torneos, unos zapatos rosas y toallas azul marino para limpiar mi pelotita de quince libras antes de cada tiro. Es que se llenan de grasa cuando pasan por la pista. La secuencia era: limpiar la bola, ponerle brea, secar la mano en el aire, mirar a ambos lados, y subirme a la pista. Dedo medio, anular, y el pulgar al último. Creo que daba dos respiraciones antes de empezar a dar mis cinco pasos, empezando con el pie izquierdo, contra toda lógica de la suerte.

A los 16 años decidí que no iba a jugar más porque quería saber de qué otra cosa se trataba el mundo. Me retiré un año después, pero hasta la fecha, cuando voy a jugar, es casi seguro que alguien va a llegar a decirme que juego muy bien, que si no quiero entrar a un equipo, a un torneo… y yo digo que todo eso ya lo hice, que muchas gracias.

Si hubiera tomado una decisión distinta a los 16 y siguiera jugando, cada vez que me parara en la pista, los diez pinos iban a estar intactos. Y yo tendría que tomar la bola, limpiarla, ponerle brea, secarme la mano y subirme a la pista con la misma mente en blanco con que lo hice durante esos años de mi vida. Los pinos siempre van a ser diez.

Sigo en Instagram a jugadoras que conocí y me sorprende mucho verlas tirar. Llevan 25 años haciendo eso y no importa cuántos juegos perfectos hayan tirado: la línea empieza en cero y los pinos son diez.

Así yo, cuando abro el archivo de Word y la página está en blanco. ¿Por qué no pueden los personajes de la obra pasada escribir un poco de la nueva? ¿Por qué no hay tres escenas ya escritas cuando empiezo a trabajar? No: hay que agarrar la bola, limpiarla, ponerle brea. Y este tiro es el único que tienes, así que cuida mucho las palabras que le vas a poner.

En las temporadas siento lo mismo que hace quince años sentía en los torneos.

Cada función es una línea diferente. A veces empieza con caída y se levanta. O no se levanta. O hila cinco chuzas y se va tranquilita hasta el final, manteniendo el speare. O te toca un split traicionero en el cierre y sientes que todo se fue a la mierda. O es perfecta.

No importa cuántas funciones des, siempre habrá diez pinos al final de la pista y el puntaje estará en ceros.

Para jugar teatro y para hacer boliche uso la misma parte de la cabeza. Tengo esa obsesión de tantas deportistas y tantas artistas, a las que también les dicen que no se lo tomen tan en serio, que hay un mundo ahí afuera y que la vida se trata de muchas cosas. No, no me voy a volver loca, déjame en paz que quiero seguir jugando.

Saludos a Beth Harmon de Gambito de dama.

Qué bueno que el mundo sea tan grande, pero, si me lo permites, yo ya encontré la parte que me gusta y aquí me voy a quedar.

Cuando acababa el torneo, me acuerdo, yo no me sentía con fuerzas para el siguiente. Me parecía imposible entrenar cuatro, ocho meses, para viajar a la siguiente ciudad y empezar todo de nuevo. Después de un torneo no jugaba durante dos semanas. Hasta que un domingo me levantaba temprano, me iba al Bol Insurgentes con mi playera azul y oro, echaba un Goya y entrenaba con mi equipo. Y nada más pararme en la pista, todo volvía a tener sentido.

Las emociones no están en el mismo orden, pero son las mismas. La desolación es la misma. Nadie podría acompañarme mejor en mis tristezas de estreno, que la Jimena adolescente que acaba de terminar un torneo. Y a ella tampoco le importaban las medallas: el vacío llega, independientemente de si hay medallas o no.

No tiene nada que ver con la función, ni con el equipo, ni con que no haya llegado alguien a quien le aparté celosamente su boleto. Siempre me han gustado las cosas efímeras, las que empiezan en cero y hay que construir con toda la atención del presente. La vida entera es así, pero de todos modos creo que algunas nos ponemos a jugar a ser Sísifo por voluntad. Y está bien, aunque nos pongamos tristes cuando la gravedad vuelva a hacer lo que siempre hace. Ya sabemos que va a pasar. Yo cada vez que estreno sé que en algún momento llegará, que no me voy a poder dormir sin que me pase.

La siguiente vez que estrene una obra, me voy a ir a jugar boliche después.

 

Foto: Cortesía Jimena Eme Vázquez

 

Segundazo/Semana 2, función 2

En el boliche, cuando juegas en cuartetas, hay una manera estratégica de acomodar el turno de las jugadoras en la pantalla. Suele pasar que la del puntaje más alto cierre y la segunda más alta sea la primera del equipo en tirar. La que tiene el puntaje más bajo va en el segundo turno.

Más que hablar del segundazo como esa mítica función que siempre sale mal, quiero hablar del momento en el que veo la obra y me caga. Maldigo a los dioses que no me borraron el archivo de la computadora a tiempo, antes de que esos pobres incautos ocuparan un pedazo de su cerebro en aprenderse todos esos balbuceos.

Ese día odio la obra, y no la odio porque haya salido mal, la odio porque se me da la gana. A veces coincide y toca en la segunda función, a veces la tercera, la cuarta… le voy variando. Supongo que depende de mi ciclo menstrual, de las estrellas y de lo que desayuné. De la función no creo. Es algo mío, me enojo como cuando jugábamos en cuartetas y a mí me ponían a cerrar. Me cagaba ser la última porque me desesperaba. Los días de cuartetas eran los peores, al menos en el boliche sabía que ese día iba a sufrir. Ahora sólo sé que habrá una función, no sabemos cuándo, en que yo voy a querer arrepentirme de todo.

Luego se me pasa y no se suele repetir.

 

Arriba de par/Semana 3, función 3

Antes de mi último torneo dejé de jugar medio año. Sabía que ya me iba a retirar, pero no sería con esa desgracia de Tijuana. Yo nunca fui una jugadora particularmente peligrosa, pero nunca podíamos saber, ni yo ni el resto, cuándo iba a estar inspirada y me iba a colgar una medalla. Pero lo de Tijuana estuvo tan mal que me puse a imaginar qué sería de mi vida sin el boliche. Tenía 16 años e imaginé. Y por primera vez desde la Olimpiada Nacional del 2003, me gustó imaginar al boliche fuera. Se había convertido en tiempo perdido. Supongo que algo así se siente dejar de querer a alguien. La cosa es que dejé de jugar seis meses y cuando volví era otra: había crecido todo lo que las pistas no me habían dejado crecer en esos años. Y jugaba concentrada, segura. Las jugadoras más jóvenes me empezaron a tomar de referencia, me acuerdo de eso con mucho cariño porque yo siempre tomé de referencia a jugadoras brillantes, de esas que todavía hoy suben sus chuzas a instagram. Esa última Olimpiada Nacional gané dos medallas de bronce en equipos y quedé en cuarto lugar individual. Pamela me ganó el bronce individual porque se puso a tirar chuzas como loca y yo no pude alcanzarla. Ni siquiera lo intenté, hice mi juego sabiendo que era el último, festejando cada tiro de la regia como si fuera de mi equipo. Nadie entendía por qué no me enojaba. Mi entrenador estaba desesperado tratando de hacerme tirar más chuzas que Pamela. Pero yo no podía jugar mejor, yo estaba jugando muy por encima de mi promedio y no iba a dejar que la ambición me arruinara mi último día de bolichista. Esa Olimpiada tuve un promedio de 200 puntos. Nunca en toda mi carrera, salvo esos cuatro días, mi promedio estuvo en 200. A los 200 se les dice “par”, cuando tú tiras un promedio por arriba de 200 estás “arriba de par”

Hubo personas que me consolaron cuando acabé de jugar, pero yo me sentía entera. Y entonces les dije a todas las personas que pude, que ese había sido mi último torneo. A mis entrenadores, a las jugadoras de mi equipo, a las jugadoras de otros estados. Me acuerdo que Paola me dijo: “Pero tienes 17, todavía te queda una Olimpiada por jugar”. Yo me voy a ir cuando yo quiera, no cuando el boliche me corra, le respondí. Yo diría que con esa frase empezó la Jimena que soy ahora.

Hoy el teatro estuvo arriba de par. Fue un día de esos en los que vi la obra y la actriz dijo de una manera diferente ese diálogo que nunca me convencía, y me convenció. Una de esas funciones en que disfrutas darte cuenta de que las obras tienen otra opción aparte de la que tú imaginaste, y que también funciona. Que las fallas se respiran, que las emociones aparecen y que los chistes caen. Tal vez no fue perfecta. Quizá, si esto fuera boliche, alguien nos hubiera ganado la medalla de bronce. Pero nosotros no pudimos haber jugado mejor.

 

Oro, plata y bronce/Semana 4, función 4

Tenía muchas medallas cuando me retiré, no sé si las conté pero probablemente alcanzaban las 100. Y las tiré casi todas a la basura. Me quedé con algunas, hice la selección de las más significativas. Hace poco las vi y me acuerdo bastante bien de cuándo las gané y cómo. La mayoría son de parejas o de cuartetas: las de equipo. Y sí, la verdad es que con el paso de los años recuerdo mucho mejor las medallas en equipo que las que ganaba sola.

Me acuerdo de esa plata de cuartetas en el Bolerama Coyoacán, cuando todavía jugaba por Aguascalientes. Éramos sólo dos e hicimos equipo con las de Guanajuato, que también eran sólo dos. Luego nos enteramos de que ellas se desilusionaron mucho cuando supieron que les tocaba hacer equipo con Eli y conmigo. Pero ganamos y todas fuimos felices.

El boliche es un juego muy individualista, pero lo que más recuerdo son los equipos. Ahora me dedico a escribir, cosa que también se suele relacionar con la soledad, pero escribo algo que sólo se puede hacer realidad en equipo. La última vez que se estrenó una obra mía porque un director me pidió obras para leer y yo le mandé las que tenía escritas, fue hace casi tres años. Desde entonces, todos mis estrenos han sido para una voz particular, para una dirección particular. Desde que me siento frente a la computadora ya estoy trabajando en equipo. Creo que ese es de los giros inesperados más bonitos que me ha dado mi carrera. Yo de verdad pensé que me iba a dedicar a mandar correos con pdfs de obras que había tramado sola, y rogar a las diosas porque una del catálogo fuera seleccionada.

Me cuesta mucho trabajo saber cuál es mi equipo teatral favorito. Yo soy de la idea de que siempre se puede decidir qué cosa es tu favorita, pero con los equipos me rindo. Es que cómo decides entre la actriz que se pone contigo a reformular el monólogo para que quede perfecto, línea por línea; o la directora que traduce tu texto al catalán para una escena de la obra; o la que ya te ha leído tanto que hace primeras lecturas perfectas, como si hubiera una partitura; o ese equipo de virtuosos donde parece que todos estamos bailando. ¿Cómo les repartes medallas? Oro para todo el mundo y vámonos a nuestras casas.

Tampoco puedo decir si me gusta más la medalla con las de Guanajuato o la de mi penúltima Olimpiada, cuando las de Jalisco casi nos alcanzan y en la última línea nos volvimos locas y les sacamos 150 puntos para que dejaran de soñar con el oro.

El cierre

En el boliche, como en algunos otros deportes, existe el juego perfecto. Hay que tirar doce chuzas consecutivas y alcanzas un puntaje de 300. Yo tiré un juego perfecto en la última línea del día, durante un torneo amistoso en un boliche de Puebla. Tenía 16 años y me moría de hambre. Ese mismo día mi madre y yo habíamos viajado a Puebla, y sólo habíamos desayunado unas donitas vinvo y un yogur para beber. Llegamos tarde al boliche y no pude comer nada antes de jugar. Yo creo que eran como las tres de la tarde cuando empezamos la última línea. Mi mamá me preguntó varias veces si me pedía algo de comer, pero a mí no me gustaba comer mientras jugaba. Entonces, sin razonarlo realmente, hice lo que podía llevarme más pronto a un restaurante: tirar puras chuzas. Si despachaba mi juego en 12 tiros, se acortaba la espera. Lógico.

Por supuesto que no lo tenía consciente, yo estaba en otra realidad porque necesitaba comer. En la séptima chuza la mamá de una de mis compañeras me dijo: “Lleva siete Jimenita”. Y creo que ahí entendí lo que estaba pasando. Uno de mis entrenadores tuvo como misión distraerme entre tiro y tiro y yo me dejé, mientras la gente empezaba a juntarse alrededor de mi mesa. Ocho. Aplausos. Y Enrique me preguntaba algo de mis aretes y yo le contaba dónde los había comprado… y mi mamá seguramente pedía que eso acabara pronto para irnos a comer. Nueve. Aplausos.

Las últimas tres chuzas se tiran juntas, en el cierre. Para ese entonces ya me temblaba la mano y casi todo el mundo había dejado de jugar para ver si lo lograba. Diez. Aplausos. Es una cosa rara el juego perfecto, en esos cinco años debo haber visto a lo mucho diez. Para el onceavo tiro el temblor de piernas ya era insoportable. Sentía todos los ojos de la gente en mi espalda. Respiré. Una niña del equipo de Puebla se paró unas mesas a la derecha e hizo su tiro. A ella le importaba muy poco mi juego. Y me acuerdo que pensé: “Perfecto, si a ella no le importa, a mí tampoco”. Once. Aplausos.

Me encanta contar esa historia. Pocas veces tengo la oportunidad.

 

No tengo mayor metáfora que dedicarle un pensamiento a las espectadoras y espectadores. Si llevara las lógicas del boliche al teatro, creo que sería capaz de tirar juegos perfectos a voluntad para verles emocionarse. Y, por el otro lado, también pienso en los que saben que estoy jugando y no les importa, y hasta no les importa a propósito. Pues lo mismo: si a ti no te importa, a mí tampoco me va a importar. Probablemente nunca me verás hacer una obra para agradarte. Ya tengo unos ojos en la espalda y ya me tiemblan las piernas, es ilógico que tú me importes más.

 

La doceava chuza fue la más fácil. Ya no había nada que perder, era un sólo tiro y me parecía absurdo haber llegado hasta ahí para tirar 299, quién sabe cuándo iba a hilar once chuzas otra vez. Así que: doce. Y aplausos y abrazos por todos lados. Me imprimieron la línea y todavía guardo el papelito con los doce tachecitos. Cuando me acabaron de felicitar, guardé la bola, los zapatos, y me fui con mi mamá a un restaurante que estaba cerca. Ella pidió enmoladas y yo, arrachera. Nos llevaron los platillos. Seguro eran las cuatro y media de la tarde. Empezamos a comer en silencio. Y entonces el estómago hizo su trabajo y todo el cuerpo nos empezó a funcionar un poco mejor. A los cinco minutos mi mamá se detuvo y me dijo: “¿Que hiciste QUÉ?”. Yo creo que tenía más o menos la misma cara que le vi varios años después, en el estreno de la obra de las brujas.

 

Jimena Eme Vázquez. Dramaturga y estilista, a veces narradora. Le gustan las voces y las acomoda para que hagan llorar a la gente.

Críticas

El diccionario: María Moliner frente a la pérdida del significado. Crítica de Belinda Lorenzana

por Aplaudir de Pie 16 marzo, 2021

Desde que conocí la anécdota histórica, me pareció fascinante que María Moliner, una mujer del siglo XX, hubiera compuesto un diccionario en su casa, ese espacio doméstico, mediante fichas que iba llenando en una máquina de escribir o a lápiz, sin ayuda de otros lexicógrafos, durante la dictadura de Francisco Franco que sucedió en España entre 1939 y 1975. En aquel entonces, el país europeo quedó sumergido en un régimen militar caracterizado por la represión política, lo que llevó a cientos de miles de españoles al exilio y, en muchos casos, a la muerte en campos de concentración. Para las mujeres el régimen supuso un retroceso en cuanto a derechos y libertades, y María Moliner no fue la excepción.

Luego, al acercarme al Diccionario de uso del español, creado por esta bibliotecaria y lexicógrafa, encontré fascinante que fuera tan cercano y humano como minucioso y exhaustivo, que resultara incluso literario, que se diera el lujo de la imagen y el sentido del humor, que su mera existencia implicara una claridosa y resuelta crítica a la Academia de la Lengua, tan acorde con el conservadurismo impositivo del dictador, en aquel tiempo más que nunca. Para algunas de las personas que rodeaban a Moliner entonces, la hazaña era incluso inverosímil, por diferentes razones, pero sobre todo porque se trataba de una mujer componiendo algo tan ambicioso como un diccionario, sin apoyo institucional. Desde ese antecedente llegué a El diccionario de Manuel Calzada Pérez, con dirección de Enrique Singer y con Luisa Huertas en el papel de María.

Escena de la obra El diccionario de la Compañía Nacional de Teatro. Foto: Sergio Carreón Ireta / CNT

 

“Espero no olvidar todo lo que tengo que callar”, dice la personaje en la primera parte de la obra. María comienza a olvidar las palabras que le han dado rumbo a su vida, esas que ha estudiado con un cuidado extraordinario, y nosotras, como espectadoras, compartimos su angustia de la pérdida, nos preguntamos en dónde se desvanece el límite entre el olvido y la locura, cuál es el papel que juegan las palabras en la disminución de una misma. ¿No es el discurso el reflejo de nuestro pensamiento, y el pensamiento parte fundamental de nuestra existencia? Tal vez extraviar las palabras sea de algún modo extraviarse. Esa paradoja de la lexicógrafa impedida para echar mano del léxico está presente de principio a fin en el montaje, como recordatorio de la vulnerabilidad de María que, tras haber construido una obra monumental, comienza a descubrirse incapaz de la expresión y el significado.

El diccionario ofrece, más que un retrato, un recorrido por la realidad de María, una mujer mayor que acude al médico, que conversa o discute con su esposo y que pronuncia un discurso de presentación de su obra. Todo ocurre como parte de un juego temporal en que la pérdida va inundando a la intelectual minuciosa, vigorosa, obsesiva y al mismo tiempo amorosa que fue la protagonista. Mientras tanto, ella debe lidiar con dos hombres: su médico y su esposo. Ninguno de los dos parece entenderla: mientras uno se acerca a ella desde el diagnóstico y hace conjeturas sobre su situación mental, el otro cuestiona su obstinación con respecto al diccionario en que ella continúa trabajando, a pesar de todo, porque como ella misma explica “un diccionario nunca se termina del todo”.

María además es agredida por un tercer personaje, un soldado que la interroga en nombre del franquismo, con violenta insistencia. Los tres hombres son representaciones del poder: el médico, el catedrático/esposo, el soldado. Desde la ciencia, desde la academia y la sujeción conyugal, desde la dictadura, los tres varones intentan marcar una pauta a María, limitar o contener su trabajo y su devenir personal. Ella, que comprende el mundo a través de las palabras, es cuestionada una y otra vez por los tres y se refugia en la precisión del vocabulario, un ámbito que domina por encima de ellos: las observaciones léxicas que ella hace al médico durante la consulta se perciben como resistencia, incluso como triunfo.

 

 

La acción fluye entre el recinto académico, el consultorio médico y la mesa del comedor o de la cocina, donde María trabaja incansablemente con papel, lápiz y una vieja Olivetti. Los espacios guardan congruencia con los hombres que circundan a la protagonista: el médico y su consultorio como institución científica, el marido y el entorno doméstico como parte de la institución matrimonial, el podio como extensión de la academia. Los tres espacios difuminan sus límites, rodeados de fichas que se van desplomando, en concordancia con la afección neurológica de Moliner. A lo largo de veinte años, la personaje ha registrado en esas fichas palabras, sinónimos, definiciones, usos, miles de significados y significantes. El espacio doméstico se convierte así en la cuna de todas las palabras, de todos los sentidos posibles. Y es también el lugar donde ella zurce calcetines, para darnos a entender que su labor de lexicógrafa debe alternarse con la de esposa y madre.

Desde sus cuatro paredes, María hizo con el léxico del español lo que muchas mujeres han hecho siempre en sus casas: ordenó con ayuda del sentido común, agrupó, clasificó, acomodó términos, hizo el mundo inteligible, desde una perspectiva funcional, humana y amorosa. “El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad”, dice la lexicógrafa en la presentación de su obra.

 

Habría que preguntarse si el texto transmite esta nota contextual de manera consciente, si entiende a María, sobre todas las cosas, como mujer. ¿Qué habría pasado si el libreto hubiera sido escrito por una dramaturga? ¿Habríamos visto a María en conversación con otras mujeres, desde su construcción como personaje, a la periferia del poder y la autoridad? ¿Se habría mencionado durante la obra la influencia que su madre, su hija, su hermana, sus amigas y colaboradoras tuvieron en su trabajo, en la manera en que habitó el mundo? La corporalidad, las experiencias culturales y vitales, pueden determinar nuestras formas de contar historias.

 

En Una habitación propia, Virginia Woolf se pregunta cómo habrían sido los personajes de, por ejemplo, Shakespeare, si no hubieran tenido amigos, compañeros, rivales, hermanos, más allá de su relación con las mujeres. Concluye que, en ese caso, la literatura universal estaría mutilada, tal y como lo está la literatura sin una representación de las mujeres más apegada a la realidad. El diccionario muestra a una personaje que se erigió por encima del poder mediante el léxico, que convirtió la casa y la cocina en el origen del entendimiento, pero la puesta en escena, al contarnos esa anécdota, recurre a un atajo que encontramos por lo general en la literatura escrita por hombres: retrata a la mujer como una figura solitaria, aislada de otras mujeres, que existe en tanto se relaciona con los hombres. ¿Será necesario que una mujer construya a otras mujeres en escena para que su dimensión esté completa, sea más humana, más cercana a las mujeres de carne y hueso? ¿O qué será necesario? En la realidad histórica, en el texto y en la representación, sería justo conocer a una María Moliner completa, capaz de despertar la misma fascinación que se experimenta al hojear por primera vez su diccionario.

 

Belinda Lorenzana. Editora y docente.

Críticas

Escatologías de la nada, cómo no morir en una oficina. Crítica de «Tercer cuerpo» por Gabriel Razo Olivares.

por Aplaudir de Pie 7 marzo, 2021

Un color amarillento -como limo- colorea el ambiente del escenario de Tercer Cuerpo: Historia de un intento absurdo. Los muebles que sirven de librero aparentan caerse, los archivos se apilan en anaqueles de desinterés y olvido. Las lámparas parecieran dar apenas luz, la suficiente para subsistir. Si ese es un lugar de trabajo, mejor sería trabajar en una cantina o en un restaurante. Esta atmósfera regala una sensación de calidez, uno se siente entre esos oficinistas como en casa, podemos imaginar que esa oficina está en medio del bullicio de Buenos Aires, pero bien podría estar ubicada en cualquier gran ciudad latinoamericana, nos distingue el desorden y el caos de una sociedad en su etapa infantil.

Hay gritos en esa oficina, hay peleas, hay lágrimas, los escritorios se utilizan para todo menos para laborar, son mesas de centro, confesionarios, tascas, museos y anfiteatros; el drama del espasmo latinoamericano se refleja en los archiveros. En este ambiente subyace una cierta manifestación de una lógica muy particular, una que puede ser a la vez una milonga y un funeral, la lógica del absurdo.

La lógica trata de comprender y de proponer reglas de sucesión cognitiva, que seguidas de manera adecuada, llevarán a los sujetos -presupuestos como entes racionales- a emitir juicios o proposiciones que se consideren verdaderas o falsas en función del contexto en el que se emiten. La lógica no solo atiende a procesos cognitivos, también ha intentado medir el comportamiento humano desde la ética, para ello se ha servido de la rama deóntica para explicar los fenómenos morales que pretende estudiar, la deóntica es la lógica de lo que “debe ser”, pareciera que la ética y la deóntica trataran de formular una verdad sobre la forma en que la sociedad debe conducir su moral, un sistema de valores universales que dictan la manera en la cual la humanidad habrá de guiar sus comportamientos.

Pero la realidad contrasta el empíreo del deber ser, hay ocasiones que las injusticias son comedia y los actos de amor son dignos del más alto desprecio ¿se equivoca la lógica deóntica? ¿Hay alguna explicación ante estas aparentes incongruencias? Probablemente una humanidad que encuentra su axiología en la nada o vacío, y no en un sistema de valores, pueda dar respuesta a esta aparente paradoja.

Las justificaciones de los actos humanos que se realizan al amparo de la nada se pueden encontrar en el nihilismo. El nihilismo es una corriente filosófica que esta en estricta correlación con el escepticismo epistemológico, solo que, mientras los escépticos se niegan a reconocer la existencia de una realidad, los nihilistas se niegan a reconocer el valor de esa realidad. El nihilista no solamente admite la relatividad de los sistemas de valores, no intenta contrastarlos, jerarquizarlos, o criticarlos: los oblitera.

Para la escuela nihilista no existe un atisbo de peso o levedad de los actos -siguiendo el parangón de Kundera- los actos carecen de forma, su única representación metafórica podría encontrarse en el vacío absoluto. Si el nihilismo se expresa de manera absoluta, ningún símbolo tiene significado, no existe una pirámide axiológica en su conceptualización.

El nihilismo no reconoce el valor en ningún objeto de la existencia, ni en el aspecto material, ni en el aspecto racional o espiritual. De esa forma, este pensamiento destruye un eje fundamental del pensamiento humano, el pensamiento religioso, nada hay por encima del homo sapiens, y al destruir los deus constructos, borra todo aquello que se empareja estos, las escalas de valores, los sistemas políticos, los sistemas económicos, las corrientes ideológicas, la significación de la relaciones familiares, la individualidad, la humanidad y todos sus ismos. El nihilismo destruye a dios y destruye a nuestra especie, en él nada tiene significado.

 

Claudio Tolcachir burila una realidad nihilista, en donde es posible observar seres que vagan resquebrajados en una oficina destartalada que les sirve de hogar y de universo, aglomerados en sus sentires y en el intento de disponer su vida al orden.

Cortesía: Timbre 4

 

Estos seres no cuestionan ya su realidad, basan su existencia en la mundanidad que les ofrecen esta Tierra y no en una construcción de valores propios que defina su devenir, son empleados gubernamentales, unos entre millones, viven a la sombra de un Estado que los ha olvidado, y si su patrón los ha olvidado ¿por qué ellos deberían de tenerlo presente? Por su acento y la nacionalidad del autor, los personajes se presumen argentinos, pero bien podrían ser empleados de cualquier oficina gubernamental de cualquier país latinoamericano, el nihilismo es indiferente ante las nacionalidades e ideologías.

La oficina que habitan es fiel reflejo de la esencia nihilista que expone Tolcachir, sus mesas, los múltiples archivos de información que nada informan, las lámparas en sepia que entintan la realidad -¿la muestra de un pasado de gloria?- Esa oficina de gobierno, no tiene autoridad, es tratada con indiferencia por sus usuarios, no tiene valor o tiene muchos valores pues sirve de casa, confesionario, hospital, parque y ring, la paradoja entre que tenga muchos valores o no tenga ninguno, es un resultado de indiferencia, una multiplicación de mil por cero es cero.

El nihilismo de Tercer Cuerpo no es un vacío de posguerra como el de los personajes de Camus, el nihilismo  de Tolcachir es puramente latinoamericano, refleja una sociedad de un cansancio que nace de muchos factores, de independencias que nunca se lograron, de gobiernos que fallaron una y otra vez, de promesas incumplidas, de ideologías estrelladas, capitalismos y socialismos mediocres, revoluciones agotadas: Latinoamérica, tierra de revoluciones luidas ¿Después de las decepciones que más da defender una idea? Es mejor rendirse a los placeres inmediatos, a los goces de comer pollo en la oficina, a las relaciones destructivas, al futuro proyectado en los hijos. ¿Quién dijo que podíamos ordenar nuestra existencia, más aún si la misma está construida de oquedad?

Llama la atención el manejo de la temporalidad de la obra, la oficina no cambia, es inmóvil, es un testigo silencioso de la realidad que viven los personajes, solo los observa impasible, como si sostuviera el pacto de nihilismo que los personajes transitan, la oficina engulle los sentimientos de los personajes, ellos intentan hacer un esfuerzo por luchar contra la indolencia, pero la escenografía se traga cualquier intento de expresión genuina, las emociones de los actores se encarpetan en cada uno de los estantes.

 

Los cinco personajes viven sin complejos, son autómatas, buscan el dolor de manera consciente, más enredos para su vida fingiendo desenredar la vida de los demás, intentan acomodar los trapos sucios de la otredad, olvidando los propios. Gritan, lloran y ríen en el mismo tren de ejecución, y hay un tercer cuerpo riendo de sus desatinos: el público.

 

Cortesía: Timbre 4

 

La audiencia ríe ante su propio espejo, porque no tiene voz en el acto teatral, lo hace por lo que cuesta llorar por nosotros mismos, y porque nosotros también estamos cargados de aquella dosis de nada que nos angustia. Los espectadores nos reímos del discurso fúnebre de un hijo a su madre, nos reímos del momento en que una mujer pierde su hogar y cuando una mujer hace hasta el ridículo por lograr concebir un hijo.

El autor nos ha hecho un personaje más del destino de los intérpretes, nos hace volvernos parte de esa experiencia nihilista que deriva en el absurdo.  Los asistentes, acostumbrados a este tipo de impresiones, llegamos a reír de cuando en cuando, reímos de la forma en que los personajes sufren, pero reímos de nosotros mismos, porque también estamos inundados por un torrente de vacío que nos permite emitir carcajadas ante historias que aparentemente deberían causarnos otro tipo de reacciones, tal vez, conmiseración, pena, compasión, tristeza o tal vez, sufrimiento indirecto ¿resulta lógico que las penas provoquen risas? ¿no es cierto que los espectadores -al igual que los personajes- volveremos a nuestras oficinas cuando la obra termine? ¿Quién allí se reirá de nuestros absurdos?

 

Gabriel Razo, abogado apóstata, economista en la proximidad, espectador amateur.

 

Críticas

«Todos somos cachorros de león» Crítica de Yordanka Guilarte

por Aplaudir de Pie 5 marzo, 2021

“Esta es una historia sencilla, pero no es fácil contarla. Como en una fábula, hay dolor, y como una fábula, está llena de maravillas y felicidad”. Así comienza con una voz apagada, la película La vida es bella, protagonizada y dirigida por Roberto Benigni. Si no la has visto, verdaderamente te la recomiendo. En ella, se relata la vida de un padre y su hijo en los campos de concentración nazi, durante la segunda guerra mundial. Estos campos eran verdaderamente campos de exterminio. Los hombres que, en él fueron mantenidos eran forzados a trabajar largas jornadas de trabajo y sometidos a todo tipo de abusos. Verdaderamente era una odisea el sobrevivir aquel calvario. Guido como se hace llamar este padre, disfrazó con fantasía los maltratos y abusos que allí pasaron, él y su hijo Giosuè, todo como un juego.  Maniobra que sirvió   para proteger a su hijo y que su vida, no fuera afectada más tarde negativamente. Esta acción hace cuestionarse la gran responsabilidad que tienen los padres en la crianza de los hijos. Entonces les pregunto: ¿Se aprende a ser padre? ¿Será tarea fácil?

Muchos de los expertos en tema de familia, sugieren leer manuales donde se aconseja de cómo ser un gran padre.  Recomiendan que hay que crear un ambiente de respeto y amor. Que se debe enseñar con el ejemplo, sin esconder el cariño y dedicarles tiempo para crear gratas memorias durante su niñez. Pero claramente, los padres no son perfectos ni tampoco hay un libro que comprenda la idea más sustancial, ni les diga la realidad que envuelve el serlo. Sin embargo, gran parte de la construcción de nuestra identidad y de quiénes somos depende de nuestros progenitores.

 

¿Qué pasa si llevamos a escena momentos fuertes de nuestra infancia, que nos han constituido como personas y han dado forma a nuestra identidad, si escenificamos todos los recuerdos que nos vienen a la memoria de nuestro padre?

 

En Cachorro de León nos enfrentamos a ese encuentro entre el arte y la vida o más bien la vida hecha teatro. Es así como Conchi León pone magistralmente en escena la historia sobre su padre, una historia que a la vez le permite dar cuenta de cómo todas las vivencias y sentimientos que su progenitor representa para ella son en gran medida las que la han conformado como la Conchi adulta. 

 

Cortesía: Conchi León

 

Su historia, la cadena de recuerdos sobre su padre, la hacen terminar por descubrir que fueron sus salvadores. Todo esto presentado en un monólogo en el que Conchi la actriz y Conchi el personaje se entremezclan en una relación simbiótica, en la que se manifiesta su sello personal, ese gran sentido del humor que también presenta fuera de escena: en la vida real. Un sello que se expresa mediante “el uso coloquial del lenguaje, un fino humor, ironía y sarcasmo” (Báez Ayala & Beltrán Enríquez 111).  Tal como ha expresado Adrianne Rich, Conchi enuncia su experiencia desde lo vívido. Para él es claramente desde la experiencia vivida desde donde podemos “reestablecer el contacto entre nuestros modos de pensar y hablar” y el contacto con “el cuerpo de este ser humano particular, una mujer” (33). Lo vívido se transmuta en la escritura y en la escena, pues “es una forma de poner al sol las heridas que están dentro y envenenan la sangre” (Cachorro de León 1)

Una mujer que se retrotrae en el escenario a la mirada inocente de cuando tenía tan sólo cuatro años, y siempre presente a partir de la música de Pedro Infante la imagen de su padre “Mauricio León Rosas”, un ser que nos presenta dentro de un mundo grotesco, con amigos deformes muy al estilo de los personajes de la película Big Fish. Un padre que actúa con ímpetu y se deja llevar por la ira, embriagado por la bebida y que trata con crudeza y brusquedad a su madre. 

 

 

Cortesía: Conchi León

 

Sin embargo, Cachorro de león no es sólo una obra que refleja la realidad de la violencia intrafamiliar de la que son testigos muchos niños como es el caso de Conchi. Sino que es más bien una oda al perdón, a la resiliencia, a un resurgir como adulta desde los monstruos del pasado, de los malos recuerdos que terminan por opacarse en una realidad claroscura. Una realidad que finalmente la memoria a veces confunde, porque tal como Conchi nos dice: “el cerebro tiene un mecanismo de defensa que acomoda los recuerdos de manera en que nosotros somos “los buenos” de la historia. Pero siendo justos, el viejo no era tan malo…” (Cachorro de León 11).  Su padre, en realidad se transmuta a instantes, en un gigante a modo de superhéroe. Toda esta transformación que de a poco vamos viendo en el monólogo nos llega como espectadores, quienes nos reflejamos en esa Conchi adulta vestida al comienzo de la primera escena con una mochila rosa pequeña y unas gafas de sol.

Vemos que nuestra infancia y sobre todo el influjo de nuestros padres en ella, nos constituyen como sujetos y conforman nuestra identidad, lo que finalmente somos como adultos. Ya que la identidad se vincula a la experiencia individual y particular de cada sujeto, la que surge muy ligada a la biografía de cada persona, tal como mencionan Côté y Levine, “los individuos construyen un ajuste entre las prescripciones sociales y la singularidad e idiosincrasia de su biografía” (8). Precisamente a lo que nos enfrentamos con Cachorro de León es a una confesión autobiográfica vívida, mediante la cual Conchi hace catarsis de sí misma a partir de los recuerdos de su padre y su infancia. La memoria fluye y se interceptan pasado y presente. El pasado doloroso se convierte en un arma para sobreponerse y a través del teatro sanar. El arte al servicio de la superación personal y la resiliencia, tal como lo ha dejado en claro Boris Cyrulnik neurólogo y psiquiatra en la entrevista Vencer el trauma por el arte, en la que señala que los seres humanos son los únicos capaces de vivir y sufrir dos veces una misma situación, una de ellas sería el golpe y la otra la representación de ese golpe; es decir, la forma en la que la recuerdan, cuentan o sacan de sí mismos el dolor a través de la pintura, el cine, una novela, etc. Estas manifestaciones artísticas “se convierten en un acto de liberación porque les permiten compartir con otros lo que les pasó, pero controlando las emociones” (46).

Al finalizar el monólogo nos retrotrae a nuestra propia experiencia. Así, como la voz de al principio de la película, que resulta ser la de Giosuè adulto, cuando termina diciendo: “Esta es mi historia. Ese es el sacrificio que hizo mi padre. Aquel fue el regalo que tenía para mí”. Tal como Conchi pudo aprender al final que no todo es alcohol, no todo es mentira y no todo es fantasía. Nada más me queda por decir que todos somos cachorros de león, pues nuestros padres nos protegen como fieras salvajes, pero también nos clavan las garras de vez en cuando.

 

Yordanka Guilarte
Cubana en la diáspora, mamá orgullosa y maestra de español

 

Fuentes

Benigni, Roberto, director. La Vida Es Bella = Life Is Beautiful Película. La Vida Es Bella

(1999) La Mejor Pelicula De Drama En Español, 6 June 2020, www.youtube.com/watch?v=Xq-PjvqY5so.

Cote, James, and Charles Levine. “Identity, Formation, Agency, and Culture: A Social

Psychological Synthesis”. Psychology Press, 2002.

Cyrulnik, Boris. “Vencer el trauma por el arte. Entrevista por L. Lara” Cuaderno de pedagogía,

2009, pp.42-47.

Leticia, Susana, and Báez Ayala. “Mestiza Power de Conchi León, Escritora Sin Fronteras”,

Anagnórisis (Barcelona): Revista de investigación teatral, no. 9, 2014, pp. 102–129.

León, Conchi. Cachorro de león. Unpublished script. CACHORRO DE LEÓN 2016.pdf.

Rich, Adrienne.  “Apuntes para una política de la ubicación”, en: Otramente: lecturas y 

escrituras feministas, coord. Marina Fe, México, UNAM – FCE, 1999.

 

Críticas

Un laberinto color calabaza. Crítica de Rosa Ortega

por Aplaudir de Pie 9 febrero, 2021

Los laberintos son símbolo de aquellos espacios que el hombre crea para representar sus dudas y su angustia. Desde la creación de los primeros laberintos la disposición espacial  es símbolo de términos contrapuestos: vida/muerte, grandeza/pequeñez, búsqueda/encuentro. La estructura laberíntica también se halla dentro de la vida humana como un círculo concéntrico en la búsqueda interna, o la visualización de lo cósmico si se considera el encuentro hacia el exterior.

Paolo Santarcangeli (1997) indica en El libro de los laberintos que en la isla de Ceram, Indonesia, cuentan un génesis peculiar al referirse al mito de la niña de la luna:  una niña-luna es raptada por el hombre del Sol, quien le otroga el don de la abundancia.  Los hombres se ponen celosos de su riqueza y, por avaricia, en una celebración en la que danzan en un laberinto, planean la muerte de la niña. Aprovechando el bullicio de la fiesta, los hombres arrojan a la niña en un hoyo muy profundo que han cavado para ella y ahí mismo la entierran.  El lugar en el que muere la niña comienza a volverse fértil y brota un jardín; gracias a ello los padres de la niña se dan cuenta del asesinato. Los hombres son entonces reconocidos como un linaje de asesinos y desde ese momento, como castigo, los dioses  los vuelven mortales. En Casa Calabaza pasa algo similar: una niña es arrojada al mundo y conoce la maldad humana hasta caer en un abismo del que, posteriormente, surgirá su obra artística.

 

 

Casa calabaza es alegoría del laberinto. Entras con María Elena —Maye— a un mundo  siniestro en el que la fragilidad infantil se rompe al ser afectada constantemente por el  rechazo y violencia de su madre.

 

 

  Lo siniestro muestra en aquello que debería permanecer oculto una puerta semi abierta que te invita a entrar, pero que apenas revela lo que esconde,  — el lugar éticamente equívoco al que nos conduce el gran arte — de acuerdo a Javier Cercas[1].  La gran fortuna es que podemos vivir esta expriencia como espectadores y abrir la puerta; la gran fortuna para María Elena, es poder lograr la condición de artista  al ser capaz de llegar hasta el fondo de sí misma para encontrar la verdad y después traerla a su obra.

El arte se solidariza con el artista al ser la voz de quien relata aquello que puede compadecemos o conmovemos,  dependiendo de lo humano que se muestre ante nosotros. Y entendemos que la ficción no es lo mismo que la vida real, que la tarea del teatro está cumplida: mostrar la complejidad humana.

 Poniéndonos en el lugar de otro entendemos una gama de emociones que de manera distinta, no contemplaríamos. Lo que propone Casa calabaza no es una invitación vivencial, es un convite a hacer un paréntesis  en la rutinas de evitar el miedo y mirarnos en otra, de confrontar quién seríamos en su circunstancia  y  acceder a su  casa.  Una primera reducción del espacio incita a dirigir las descripciones a un laberinto más específico, el laberinto de la mente en el que Maye se encuentra oprimida y acosada. El espacio físico transporta a un plano emocional en el que la niña no se siente segura y por lo tanto comenzará la búsqueda de la salida a la angustia en la que se encuentra.

Al llegar al foro entras a un laberinto concéntrico entre imágenes, historias y páginas rojas,  en el centro del laberinto está Maye en una casa color calabaza que no la hace crecer ni asumir cambios, prácticamente viviendo en el encierro con adultos enajenados. Esta familia es el origen de la apatía, vacíos y anomalías que la llevan al límite.  Un pasillo agobiante donde páginas de diarios, cartas de presos y videos que  invitan a la sala del foro cobran sentido como representación de la realidad social , te adentran a un mundo  íntimo, a la contemplación en la que se nos permite acceder al alma fraccionada de Maye representada por tres actrices y grabaciones en video de la auténtica María Elena.

Las reglas en casa no están claras para Maye cuando todo esfuerzo resulta insuficiente para ganar la aceptación maternal. Constantemente busca agradar y en cada intento su madre le  recuerda que para ella fue un error y una desgracia que haya nacido. Su madre habla desde el dolor, el desequilibrio y la frustración. Maye lo hace desde el desamparo. El conflicto de la protagonista es que ha entrado a este laberinto sin anuncio previo en condiciones que de ningún modo hubiera elegido. El laberinto abre diversas posibilidades, las constantes repeticiones en las escenas adjudicarán aún más posibilidades exponenciales al laberinto.

El centro del laberinto, este espacio en donde se encontrará lo monstruoso, se vincula con las pruebas humanas y/o físicas que la protagonista debe enfrentar como prisionera del mundo en el que se encuentra inmersa.  En Casa Calabaza se muestran los límites de una experiencia compleja que recorre Maye para ser arrojada a la muerte por una relación familiar enferma.  La carencia de fundamentos en la vida, el hartazgo y la frustración llevarán  a Maye a tomar  la decisión de matar a su madre y, con ello, también obtendrá la muerte de la libertad.

La condena obliga a María Elena a dejar su orden social y es en el encierro desde donde decide luchar por la libertad. La solución del laberinto está  en la aceptación del ciclo del dolor y sólo así se hallará a sí misma libre y segura.

Poner en palabras el relato de su crímen le dará la liberación que le hacía falta. Es una realidad en donde se está contemplando la ruptura, el dolor y los recuerdos,  después viene la acción.  Maye decide tomar una nueva posibilidad dentro de este laberinto y encuentra entonces un nuevo camino, una nueva responsabilidad: la dramaturgia.

La escritura como testimonio eleva al ser humano y cumple con una misión de experimentación que provee la pasión, la purificación y la integración.  Por medio del lenguaje se articula la manera de pensar del ser humano. Pone al lector de frente a una realidad como testigo y no como juez de un entorno y de la existencia misma,  deja abierta la puerta al lector para continuar expectante, o no.

Programas como el de  Teatro penitenciario dan la posibilidad de contribuir no sólo en la reconstrucción personal, también aportan al público la oportunidad de confrontarnos a situaciones imprevisibles en el teatro.

El laberinto es un camino que dirige a la muerte o a lo monstruoso, pero a la vez va más allá, fuera de la muerte: La vida, a cuyo concepto pertenece la muerte, nace del destino de la Luna y del de las plantas y los animales «que pueden comerse y por lo tanto desaparecen, pero siempre regresan.»[2]. Es decir, la vida siempre retorna a su origen, incluso la muerte da vida, regenera como parte de un ciclo. Ciclo que se concluye en Casa Calabaza con la puesta en escena.

 María Elena es atrapada en un laberitno propio y muere, pero después resurge. Eventualmente se reivindicará de la muerte que arrebató; ha encontrado mayor libertad en Santa Martha Acatitla que en el hogar familiar. El espacio para volver a sí misma  se llama dramaturgia. Ella encuentra la voluntad de compensar el error y convertirlo en arte para llegar a otros.  Tal como la niña-luna, Maye ha recorrido un laberinto concéntrico que después se abre como un árbol para mirar al exterior.

 

Rosa Ortega / @iRossie.
Escritora, teatrera y obsesiva de los laberintos.

 

[1]Cercas, J. (28 de noviembre, 2020). El escritor y el asesino. Recuperado de https://elpais.com/elpais/2020/11/26/eps/1606394989_939007.html

[2] Santarcangeli, P. (1997). El libro de los laberintos. (1ª ed.) Madrid. España.  Siruela, p. 138.

Críticas

Una Mesa. Crítica de Francisca Díaz.

por Aplaudir de Pie 1 febrero, 2021

Cuando niña, la primera “gracia” que hice fue imitar los sonidos de los animales y las cosas, no lo recuerdo, porque tenía 1 año y un par de meses. Sé que “hacía” el león (ruaaarrrr), el perro (bau bau) el pajarito (pi pi pi). Hasta el día de hoy utilizo el sonido para comunicarme y contar mis historias, cuando hablo me veo y escucho auto-musicalizando mi vida entera. Esto me recuerda que el sonido ha sido inherente a mi existencia, y lo ha sido, al parecer, también para la biografía de Zypce, autor, intérprete de la obra Una mesa, dramaturgia sonora.

Construyo este escrito a partir de un mapa, que es más bien una partitura, de la experiencia visual-sonora que tuve al ver esta obra. La obra (la vida) parte en do (infancia) y llega al do octavado (el momento del presente, vejez más cercana que vive quien vive). Del do al do está el re, mi, fa sol, la si, los que podemos analogar con la segunda infancia, la pre-adolescencia, la adolescencia, la adultez, la vejez más vieja a la que hayamos llegado. Pero considero más pertinente habitar ese pentagrama con momentos de la vida más que con categorías según rango etario, como por ejemplo, el juego, el amor, el desamor, el odio, los descubrimientos, las emociones. Parto por describir una nota/tono/escena que se encuentra por ahí por la mitad del pentagrama.

 

Un hombre sentado, algo pasa con sus emociones, rabia o frustración. De pronto suena una canción romántica, de esas canciones reconocibles, conocidas, con las que mi mamá hacía el aseo, o las que salían en las radios camino al colegio. Es “Volverte a ver” de Dyango, un romántico. El actor saca de su mesa una flor, no alcanzo a ver si es falsa o no, la toma, la huele, la manipula con cariño, a medida que avanza la canción, avanza su emoción también, encorva su espalda, y la pena por ausencia y recuerdo, lo hace dejar la flor sobre la mesa y respirar acongojado. Golpea la mesa repetidas veces y con cada golpe comienza a sonar la canción nuevamente. Se escucha entonces una repetición constante de un pedazo de la canción. Da la sensación de ser una imagen sonora que representa lo repetitivos y constantes que son los pensamientos amorosos.

Y es que una mesa brinda infinitas posibilidades sonoras. Mientras escribo esto,  miro la mesa sobre la cual se apoya mi computador y pienso en las veces que he discutido y he dado un golpe tremendo a la mesa queriendo que suene un gran bajo que se amplifica hasta impactar a mi interlocutor. Eso no es posible, claro, las mesas no están amplificadas. Pero la mesa de Zypce sí que lo está. Cada golpe que da, está perfectamente calculado para sonar de la forma que  lo desea, por lo que la escenografía se convierte en un artefacto sonoro.

 

Zypce transforma todos los objetos en escena en instrumentos, es un alquimista. Así, una mesa común (que más tarde nos enteraremos que está cargada de recuerdos para el actor), una silla, un taladro, y una especie de círculo pegado al suelo, se convierten en dispositivos sonoros que funcionan ante el contacto perfectamente calculado y coreografiado con el intérprete.

 

La construcción “perfectamente calculado y coreografiado” tiene particular importancia, ya que se relaciona con una de las canciones que preponderan en los sonidos en off y cantados por él: my way. Al coreografiar y calcular, nos subraya con la canción, que  lo escénico, el montaje, es la oportunidad de hacer y deshacer la vida a su manera. El tiempo escénico es un pequeño mundo, una vida se cuenta en 30 minutos. El lujo que se da de armar y desarmar su biografía a su manera, por un ratito. Lo último que se escucha en la obra es un gran y reverberado MY WAY.

La pieza completa es la oportunidad que el autor se da para sintetizar la parte sonora de su vida, es la musicalización de su vida. Incluso, se da la oportunidad para convertir a la mesa en el perro Chocolate. El actor toma la mesa, la amarra, la pasea y suena una voz en off contando algo sobre el perro Chocolate. Y yo me río.

Musicaliza el mundo bajo su control, los sonidos en off, suenan y se asoman:  Entre ellos, intermitencias insoportables agudas hasta el agotamiento, la repetición desesperante del llanto de una mujer y la canción de la Novicia Rebelde.  Estos sonidos son molestos para la oreja espectadora porque también lo son para él. Pensando que todo lo que sucede en escena es intencional (si así fuera)  me pregunto algunas cosas ¿El llanto femenino, probablemente de algún corazón por ahí que él rompió,  le da pena o lo encuentra estridente? ¿Será que la canción de la novicia rebelde le parece insoportable y se ríe o ironiza algún recuerdo de su infancia? A ratos canta un tango hermoso, de un enamorado. Se asoma por ahí también la identidad, cómo suena la construcción de la identidad con un territorio. En mi identidad suena la cueca, el tango, el vals peruano, las Spice Girls, Madonna, Sting, etc. En la identidad de Zypce, el tango, el jazz, la música electrónica, los Beatles, la novicia rebelde entrecortada con el insoportable ruido del taladro.

A partir de todo este universo sonoro yo, espectadora, visito recuerdos, angustias, risas, imágenes que relaciono con lo que escucho ¿Vivo junto al actor una historia? Lineal, no. Pero la vida tampoco es lineal. Con esto me refiero a que si bien el ser humano pasa por infancia-adolescencia-adultez-vejez, que podrían considerarse etapas lineales, ellas están cargadas de infinitas experiencias desordenadas, donde avanzamos y retrocedemos constantemente, y cada una de ellas será vivida según cómo viva el mundo quien las viva.

Sobre la vida no tenemos control absoluto, pues en Una Mesa de Zypce sí hay control absoluto sobre lo que va sonando y/o haciendo ruido en escena. La música es una vida donde sí tenemos control absoluto, porque nos da la oportunidad matemática de saber qué va a sonar bien y qué no va a sonar bien, según la escala que estemos habitando ¿y dónde quedan las disonancias?

Si hacemos una analogía entre música y vida, ambas afinan y desafinan. Las desafinaciones de la vida no las podemos controlar, las de la música las podemos elegir. Uno de los textos que se escucha al final de la obra es: “Mi historia muestra que asumí los golpes  A MI MANERAAAAAA” los golpes, pues también cada sonido reproducido se produce con un golpe. Golpe a la mesa, golpe del taladro, golpe de pie. Pienso en que me está queriendo decir, “mis golpes” “yo golpeo, cuando y donde quiero. Hago que suene como yo quiero”. El texto, al terminar, dice: mi historia muestra que asumí los golpes y lo hice….y suena I DID IT MY WAY.

Veo a Una Mesa de Zypce, como una musicalización voluntaria de la vida, como la oportunidad de revisar la biografía sonora y tal vez modificarla, a nuestra propia manera.

 

Francisca Díaz Mujer, actriz, cantante

Francisca Díaz
Mujer, actriz, cantante

Críticas

La solitaria testigo del desastre. Crítica a «Una mesa» de Zypce, por Luis Javier Maciel Paniagua

por Aplaudir de Pie 12 enero, 2021

Vemos a un intérprete que viste de luto, con pantalón de mezclilla y camiseta negros. Su postura es encorvada, de resignación. Coloca dos cuerdas a los extremos de su mesa. Inclina de costado la mesa. La arrastra por el escenario hacia sí. La inteligencia artificial, con redes neuronales operando a la máxima velocidad, emite una oración en español e inglés: “Este es Chocolate… sit ahí”. Escuchamos sus ladridos, un incendio, las llamas consumiendo objetos, el fuego evaporando los ladridos. Y la pérdida se siente, como es, irreversible…

 

Cuando me preguntaron por la muerte de Pericles, no supe decirles que era tierno, que era verde con cresta anaranjada, que sus ojos eran los más dilatados, ni que le encantaba decir “burrito” cuando se acercaba alguien. Tenía doce años y fui incapaz de compartir lo valioso que era para mí. Me limité a describir los acontecimientos: comió demasiadas hojas de periódico colocadas en la base de su jaula para protegerla del excremento y a los pocos días su panza reventó porque no pudo excretar. Desde ese día, si se presentan las circunstancias apropiadas, mis amigos me piden que les cuente nuevamente la historia del periquito que explotó de tanta caca que tenía.

 

Este ejemplo me hace valorar la labor de los tejedores de historias. ¿De qué manera logran hacer significativo un universo pequeño, una anécdota que, mal contada, puede agotarse a los cinco minutos, como en mi caso?

Sean O’Faolain, novelista y cuentista irlandés, aseguró en 1951, en un artículo titulado “On Subject”, que el fenómeno del agotamiento de una historia se explicaba porque los sucesos son lo único que la sostienen:

Tomemos, por ejemplo, ese gran cuento anecdótico de O’Henry [“El regalo de los Reyes Magos”] acerca de la pareja pobre de Nueva York: ella tenía un hermoso pelo dorado; él, un reloj de oro. Ella era demasiado pobre para comprar la fina peineta española que anhelaba; él era demasiado pobre para comprar la cadenita que deseaba. De modo que tanto él como ella, sin decirse nada uno al otro, decidieron hacer un sacrificio: él vendió su reloj y compró una linda peineta española. Mientras tanto, ella fue con el peluquero, se hizo cortar sus hermosas trenzas, las vendió y le compró a su amado una cadenita […] Merecidamente es un relato hermoso. Sin embargo, sometido a las pruebas más duras, resulta inferior […] porque la primera vez que a uno se lo cuentan, le agrada; la segunda vez, ya es menos el gusto (no hay en él nada más que la anécdota); y la tercera, aburre mortalmente[1].

Por su parte, Guy de Maupassant, el escritor francés, afirmó en 1888, en el prefacio de Pierre et Jean, que un narrador serio no busca “…contarnos una historia, ni conmovernos o divertirnos, sino hacernos pensar y llevarnos a entender el sentido oculto y profundo de los hechos”[2].

En Una mesa, de Federico Zypce, la anécdota es el incendio de una casa y el fallecimiento de un perro; sin embargo, esta representación escénica no se agota por conocer los hechos, por el llamado spoiler, más bien se profundiza mediante dos elementos principales que desarrollaré a continuación, los cuales intervienen a una mesa y la resignifican: las técnicas del teatro de objetos y una música con objetos cotidianos.

Foto: Darío Castro

 

 

El teatro de objetos en Una mesa

¿Puede una mesa atestiguar acerca del desastre? Esa es la utopía del teatro de objetos y de Zypce. Shaday Larios, en su libro Los objetos vivos: escenarios de la materia indócil, propuso que el teatro de objetos es aquel que “elige al objeto cotidiano como protagonista de sus procesos creativos”[3], pero, ¿de qué forma puede un artista convertir a un objeto en el personaje principal de una propuesta escénica?

Tadeusz Kantor, director de teatro polaco del siglo XX, quien fue uno de los pioneros en el teatro de objetos, propuso una solución, el denominado bio-objeto, el cual definió así:

…El objeto como un médium.

Autónomo y cerrado sobre sí mismo: el objeto de arte.

Y tiene una peculiaridad: sus órganos vivientes, los actores.

Por eso lo llamo: Bio-objeto.

Los bio-objetos no son la utilería usada por los actores.

No son pedazos de escenario alrededor de los cuales la escena toma lugar.

Ellos crean una indivisibilidad total con los actores.

[…]

Una producción constituida por la “vida interior” del objeto, sus características, su destino, su esfera de lo imaginario. Los actores se convierten en sus partes vivientes, órganos. Como si estuvieran conectados genéticamente con esos objetos. Ellos producen un viviente y movible BIO-OBJETO, el cual segrega los elementos de la acción escénica…

…Sin los actores son una fachada hueca, incapaces de realizar ninguna acción. Del otro lado, los actores están condicionados por él; sus funciones y actividades están generadas por él[4].

Como espectadores, podemos sospechar el uso del concepto del bio-objeto en Una mesa, porque hay un actor colocado permanentemente al lado de este objeto protagonista y la gran mayoría de sus acciones está subordinada al mismo. La mesa permanece en el centro del escenario y ella nos narra su historia, con la ayuda de Zypce.

Sin embargo, la idea del bio-objeto no fue la única aportación de Kantor al teatro y, como síntesis de su trabajo, Shaday Larios identificó 22 aspectos capaces de otorgar la potencia a los objetos en el teatro[5], de los cuales selecciono los siguientes para relacionarlos con la obra de Zypce:

  1. Los objetos que sobreviven a una catástrofe pueden representar un testimonio singular de ese hecho. La dramaturgia de la obra (leída a nosotros por inteligencia artificial) establece que la mesa en el escenario sobrevivió a las llamas: “la cuestión es que un día la casa de mi abuela se incendió. No lamentamos pérdidas humanas, pero lo único que quedó, más o menos en pie, fue esta mesa que ven aquí”.
  2. Son puntos de una investigación hacia el pasado a modo de cápsulas del tiempo. Debido a las necesidades expresivas de su mesa, Zypce supedita parte de su música a la misma, la cual funciona como archivo revelador de un contexto (esto lo abordaré en el siguiente punto de mi crítica).
  3. Poseen sus propios ciclos biográficos. Nuevamente la dramaturgia, la cual es accionada mediante la mesa en escena, contiene parte de la biografía de este objeto: su convivencia con el autor en otro tiempo, así como su estrecha relación con las abuelas Coca y Gloria, quienes cocinaban y disfrutaban al ver su televisión de bulbos.
  4. No hay una jerarquía de poder entre los objetos y los sujetos, sino una equidad. Desde el primer minuto de la obra, la mesa y Zypce comparten el centro del escenario, están a la misma distancia de los espectadores, y colaboran entre sí para revelar la anécdota abordada previamente en esta crítica.
  5. Las características de un objeto pueden ser el punto de partida, la matriz, para la construcción de un dispositivo escénico o performativo mayor. A partir de la mesa, Zypce selecciona ciertos elementos capaces de liberar su potencial sonoro y metafórico: una rosa, unos lazos, un taladro rojo, un micrófono, una percusión pedal, un proyector y una instalación técnica que posibilita a la mesa ser un instrumento musical.

El espectador será capaz de reconocer la presencia de estas cinco características en Una mesa gracias a su mirada, a que puede ver al objeto expresarse a partir de los actos de un intérprete, aunque la anécdota, la historia, la confesión, no la desvelará con la vista. La luz engaña y muestra a un músico que coordina y canta, pero que en el fondo quiere que lo observen poco, y los elementos ante los ojos son meros indicios que apuntan hacia el ámbito sonoro (algunos muy identificables, como las ondas proyectadas en la pared de fondo).

Por esta razón, será necesario que abordemos algunas cualidades del dispositivo sonoro alrededor del objeto de Una mesa, a fin de cuestionar el segundo elemento que sostiene a la anécdota elegida por Zypce: la propuesta musical a partir de objetos comunes.

La “otra” música de Zypce

“Entiendo la música de otra forma, no es armónica o melódica para mí solamente, voy por la calle escuchando y formando música… miro un objeto y aparece la música… Soy un lutier de instrumentos con descarte, fabrico instrumentos con lo que encuentro en la calle, con segadoras cortapasto, con cuerdas ferreteras, con alambres y después hago un proceso digital”[6], de esta forma describió Federico Zypce su trabajo, así como su motivación por incorporar a sus obras el ruido de objetos de uso común.

El deseo de incorporar los sonidos cotidianos a la música, según el libro La música en los siglos XX y XXI de Joseph Auner, ha existido desde hace más de 100 años y los primeros en manifestarlo fueron los futuristas. Para ellos, los ruidos del mundo industrial, en la década de 1910, debían convertirse en el material primario de la música, como lo demuestra su documento L’arte dei rumori (El arte de los ruidos) de 1913: “Nos divertiremos orquestando en la mente el ruido de las persianas metálicas de los escaparates de las tiendas, de los portazos, el bullicio y el trasiego de las multitudes, el alboroto multitudinario de las estaciones de tren, las fundiciones, las acerías, las imprentas, las plantas eléctricas y el metro”[7]. Es una pena que los futuristas no tuvieran gran resonancia en su momento y que muchas de sus obras no fueran conservadas hasta nuestros días.

Poco después, en 1917, el músico francés Erik Satie compuso Parade (Desfile), obra que consiguió ofender a muchos oyentes por considerarse mal compuesta, amateur, y por incorporar a la orquesta tradicional los sonidos de una máquina de escribir, de disparos de pistolas y de una ruleta[8]. A pesar de ello, su compatriota Jean Cocteau, en su manifiesto artístico Le Coq et l’Arlequin (El gallo y el Arlequín), lo alabó por crear “una música de la tierra, una música de lo cotidiano”[9], que traería, muchos años después, el sonido de objetos comunes a las salas de conciertos de todo el mundo.

Sin embargo, fue en 1948 cuando el francés Pierre Schaeffer consolidó una de las principales corrientes que buscaron incorporar los sonidos cotidianos en la composición musical, la llamada “música concreta”, la cual encuentro muy relacionada al trabajo artístico de Federico Zypce. La música concreta surgió con un descubrimiento: usando una cuchilla de afeitar y cortando y pegando cinta magnética de grabación de sonido, se logró la composición de collages sonoros. A partir de este hecho, los músicos perfeccionaron la técnica para aislar cualquier material sonoro, ya sea ruido o música convencional, de su contexto dramático o musical original, a fin de resignificarlo al reproducirlo en nuevas circunstancias[10].

Actualmente, Zypce realiza un procedimiento similar de forma digital, con ayuda de una computadora, software de edición de audio, micrófonos y sensores: “Yo, a partir de… una chapa o una cuerda de una cortadora de pasto, puedo armar un sonido que pierda su referencia al objeto origen… yo, por ejemplo, amplifico una silla para que suene como un perro, le cambio el signo para que, de alguna manera, comience a construir sentido de otra forma”[11].

Esta resignificación le permite a Zypce conseguir que cualquier objeto posea un potencial sonoro inabarcable, limitado únicamente por la imaginación del músico. En Una mesa, por medio de diferentes interacciones, la mesa en escena es un instrumento musical capaz de emitir muy diversos sonidos, como los diálogos de una película de terror: “Who are you? Get away from me!”; música experimental compuesta para la obra; y canciones como “Do re mi” de La Novicia Rebelde en español; “My Way” de Frank Sinatra; el tango “Vamos vamos zaino viejo” de Victorio Vázquez; “Por volverte a ver” de Dyango; “With a Little help from my Friends” de The Beatles; “Let’s Dance” de David Bowie; “Hotel California” de The Eagles; entre otras.

Otra de las cualidades de la música de Zypce es la fragmentación, como el propio músico confiesa: “Lo que a mí me gusta es el contraste. En una obra, puedo reproducir una experimentación y de repente a Schubert… ese contraste me interesa narrativamente… Lo pienso en términos de un relato que, si bien es fragmentado, tiene una dramaturgia del sonido”[12]. Esta estructura “a pedazos” de la música en las obras de Zypce podría compararse con preparar una salsa: él coloca en la licuadora una taza de dramaturgia, un cuarto de kilogramo de canto, dos cucharadas de música experimental, una pisca de sonidos ambientales y medio litro de contexto cultural sonoro para, posteriormente, mezclar sus timbres a velocidades bajas, dejando trozos grandes de cada ingrediente y elevando su potencial narrativo.

Una evidencia de esto, en Una mesa, la encontramos en la reproducción de “Do re mi” de La Novicia Rebelde. El actor sujeta un taladro rojo, sin broca. Observa el mandril, sopla sobre éste para limpiarlo, y espera. Comienza la canción, enunciando en orden las tres primeras notas musicales, pero el actor la interrumpe, al sujetar el taladro con su mano izquierda y activarlo, displicentemente, sobre la mesa en repetidas ocasiones. En ese instante, ¿nos encontraremos, como público, situados en una casa en construcción?

Tal vez, por las diversas capas que conforman el otro teatro musical de Federico, Rafael Spregelburd, quien es dramaturgo, director de teatro, cuñado de Zypce y unos de sus principales socios artísticos[13], no encontró una forma sencilla de describirlo, en 2017, para la revista española El Cultural: “Tanto Zypce como yo no nos sentimos nada cómodos con la expresión ‘teatro musical’, que suele aplicarse a un pasatiempo frívolo y de melodías de mercado. Lo que hacemos en estas dos obras [Apátrida y SPAM] está muy lejos de eso y es bastante inclasificable”[14].

Asimismo, para una próxima investigación, puede ser valioso relacionar el trabajo de Zypce con la obra de dos músicos que él consideró fundamentales en su formación[15]: Mauricio Kagel, argentino reconocido por su uso de instrumentos inusuales y su composición no atada a las reglas musicales tradicionales; e Iannis Xenakis, rumano que incorporó las leyes matemáticas de probabilidad a una corriente artística que denominó “música estocástica”.

La obra concluye con la mesa derribada a un costado del escenario y exhausta de los acontecimientos; la rosa fue arrojada al fondo, algunos cables fueron desconectados, el taladro permanece a los pies de Zypce, y él canta su justificación: la anécdota, sostenida por el teatro de objetos y la música, fue contada a su manera.

 

Luis Javier Maciel Músico y periodista crítico

 

 

 

[1]Zavala, Lauro (antologador). Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas, Ciudad de México, UNAM (2013). Los corchetes son de mi autoría.

[2]Ibídem.

[3] Larios, Shaday. Los objetos vivos: escenarios de la materia indócil, Ciudad de México, UNAM (2018).

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ofrendas Urbanas (2017). “Entrevista a Federico Zypce” (cursivas añadidas por mí): https://www.youtube.com/watch?v=mC__Kv9CaOY&ab_channel=OfrendasUrbanas.

[7] Auner, Joseph (2017), La música en los siglos XX y XXI. Madrid, Akal, p. p. 416.

[8] Esta es una versión de Parade, de Erik Satie, interpretada por la Orquesta Filarmónica de la UNAM en la Sala Nezahualcóyotl: https://www.youtube.com/watch?v=kDK8vStWYdg&ab_channel=logansaan

[9] Auner, Joseph. Op. Cit.

[10] Ibídem.

[11] Ofrendas Urbanas. Op. Cit. (Cursivas añadidas por mí).

[12] Ofrendas Urbanas. Op. Cit.

[13] De acuerdo con el sitio web Alternativateatral.com, Rafael Spregelburd y Federico Zypce han colaborado, desde 1995, en las obras Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo (1995); Remanente de invierno (1995); Varios pares de pies sobre piso de mármol (1996); Raspando la Cruz (1997); Ni impuestos ni nada (1997); MOTÍN (1997); El Dorado (2005); Lúcido (2007); Buenos Aires (2007); Floresta (2007); Todo (2009); Apátrida (2011); y SPAM (2013): http://www.alternativateatral.com/persona6379-zypce.

[14] Ojeda, Alberto (2017), “Rafael Spregelburd: ‘me limito a prepararle al espectador una fiesta agridulce’, El Cultural. https://elcultural.com/Rafael-Spregelburd-Me-limito-a-prepararle-al-espectador-una-fiesta-agridulce.

[15] Ofrendas Urbanas. Op. Cit.

Críticas

SHAKESPEAREAN TOUR. Crítica de José Domínguez.

por Aplaudir de Pie 5 enero, 2021

La feminidad de los hombres ha sido representada de distintas formas en México, casi siempre poniendo a los personajes homosexuales como seres con una personalidad “amanerada” y siendo objeto de burlas. Sus representaciones se vuelven una ridiculización que refuerza el estereotipo y ofende al sector que “intenta” personificar. La comedia puede ser el vehículo con el cual se replantean los dogmas aprendidos generación tras generación, pero no debería ser usada para callar las voces de los reprimidos; para silenciar a las minorías.

Por ejemplo, después de que saliera el documental Mucho mucho amor: La leyenda de Walter Mercado (2020) que relata la vida de este astrólogo con una feminidad visible, Derbéz intentó defender a su personaje “Julio Esteban” asegurando que solo era “comedia” cuando evidentemente era una exageración y una burla a la esencia de Walter Mercado. Otro ejemplo se encuentra en Gustavo Munguía y Adrián Uribe representando a los meseros “Paul Yester” y “Carmelo” cuya manera de vestir, caminar y hablar fomenta las burlas a los homosexuales. Además tenemos el caso de “Hugo Lombardi” —personaje de Yo soy Betty la fea interpretado por Julián Arango— que durante toda la telenovela es quién se lleva las burlas y cuyo tratamiento del personaje es problemático y superficial.

Si bien estos personajes se presentaron hace más de 15 años y aun cuando en la actualidad hay mayor apertura, refuerzan la resistencia al cambio, van en contra de la inclusión de nuevas formas de expresión y en lugar de darles visibilidad, ridiculizan la feminidad de los hombres; lo que alimenta la discriminación  y calla las voces de un sector vulnerable.

Un hombre dispuesto a no esconder su feminidad es un hombre que está dispuesto a ser libre y a no vivir bajo las normas de un sistema patriarcal que pretende silenciar las expresiones que le amenazan. Tal es el caso de Mariano Ruíz quien presenta en Shakespearean Tour, una alternativa que intenta dar conocer a las personas queer; redignificando el ser un hombre femenino, deconstruyendo las ideas que a él mismo lo afectaron por estar fuera del molde de lo socialmente aceptable. 

Cuando un hombre se pone ropa de mujer cuestiona al sistema. Esto sucede porque al hacerlo va contra lo establecido, contra los roles de género y  lo “apropiado” para ellos. Mariano sale al escenario en tacones, con leotardo, pero sin peluca. Con esto deja claro que no es un show travesti (o drag), pues  él se define como una persona queer es decir un hombre que no cree en lo binario, en las categorias cerradas: masculino-femenino, izquierda-derecha, negro-blanco. Él cree que la sexualidad puede ir del blanco al negro pero sin ignorar toda la escala de grises. Estas son clasificaciones que han determinado una mayoría dominante, pero no son exclusivas del género.

Mariano no se define como una actriz ya que eso sería quitar el lugar a las mujeres; estaría tomando un nombre que no le pertenece y usurpando su espacio, pero tampoco se define como actor, porque ese término tiene limitantes para una persona que quiere interpretar personajes masculinos y femeninos. Adopta el término actora, una palabra más justa para no ser encasillado, dando un nuevo significado a la feminidad en los hombres.

 

Ilustración: Marco A. Basurto / @marcoantonio255_

 

 

Durante el Shakespearean Tour, Mariano platica acerca de su infancia y de cómo su manera de hablar, de caminar, la música que escucha, el ver en Lucero una inspiración o  tener poco interés en el fútbol le fueron cuestionados y lo llevaron a vivir bajo el ala de la discriminación incluso en su entorno más cercano: un México donde, como en casi toda Latinoamerica, impera el machismo. Así lo expresa Lukas Avendaño —un artista muxe quien a través del performance enuncia las problemáticas de su cultura— en su adaptación del manifiesto Hablo por mi diferencia del escritor y artista del performance Pedro Lemebel. Avendaño interviene este texto —originalmente creado para una campaña política de izquierda chilena en 1986— para darle un mayor sentido a la realidad que vivimos en nuestro país:

 

“No me hablen del proletariado, ni de la vanguardia del proletariado porque ser pobre indio, negro y maricón es peor, hay que ser acido para soportarlo. Es sacarle una vuelta a los machitos de la esquina, es un padre que te evita porque al hijo ‘se le dobla la patita’[…] Es tener una madre con las manos tajeadas por el cloro envejecidas de limpieza, acunándote de enfermo por malas costumbres, por malas compañías, por castigo divino para acabarla de chingar, por mala suerte”.

 

La adolescencia homosexual que vivió Mariano, estuvo marcada por los estereotipos y los estigmas, haciendo que trataran de masculinizar las conductas femeninas como mecanismo de defensa para no ser juzgados. Mariano cuenta cómo durante su infancia a pesar de que le decían que no podía ser tan femenino, él busco la manera de hacerlo, de poner sus propias reglas y expresar su feminidad, se descubrió queer sin saber que ese término existía.

Durante el unipersonal, Mariano presenta una imagen que representa a este sector de la comunidad LGBT+, pues nunca trata de feminizar su voz mientras cuenta la historia de su vida. Los momentos en que podemos verlo con peluca es cuando está interpretando a Julieta, Rosalinda y Lady Macbeth; es aquí cuando se pone un vestido, una blusa, cambia por completo su actitud, su manera de hablar, su forma de moverse en el escenario; mostrando que un elemento como los tacones o la ropa de mujer como el leotardo no tienen un valor simbólico por naturaleza, sino que tienen que ir acompañados de un comportamiento o una corporalidad para que se categoricen como femeninos o masculinos.

Esto lo trabaja Mariano durante una escena donde lleva a un hombre heterosexual del público hacia el escenario. El chico se acerca con reservas y Mariano lo hace entrar en confianza, le pone una bufanda de color rosa; un color que por décadas ha sido el color de las “niñas”, el color que no pueden usar los hombres porque puede significar la perdida de cualquier rasgo masculino, puede poner en duda su sexualidad y su virilidad. Pero cuando Mariano pone la bufanda sobre el cuello de este chico, le pregunta “¿sientes algo por mí que no sintieras antes de tener puesta la bufanda? ¿sientes alguna atracción que no tuvieras antes de tener la bufanda puesta?” El espectador que ahora es parte del espectáculo se mantiene en silencio por un par de segundos y responde con un contundente “¡No!”. Esto demuestra que no cambian los sentimientos ni las preferencias por la ropa que usa, sin importar el color o la sección en la que se encuentra en las tiendas. La ropa no tiene género; esa carga se la damos nosotros.

Al iniciar Mariano explica que los personajes femeninos de Shakespeare en las obras eran representados por hombres y retoma este formato para hacer una reinterpretación de ellas. A  través de monólogos nos cuenta una versión donde toman decisiones diferentes, para poder cambiar su historia y tener más fuerza en la narrativa. Como en el monólogo de Julieta Capuleto (Romeo y Julieta) donde una adolescente con un estilo parecido al de Ariana Grande y un canal de Youtube está viviendo su fiesta de XV años con todas las tradiciones propias de México; cuenta la historia clásica pero decide que morir por un hombre no vale la pena. También tenemos el caso de Rosalinda (A vuestro gusto) quién de acuerdo a la interpretación de Mariano en vez de vestirse de hombre “para sobrevivir”, lo hizo con el fin de conseguir el cariño de un hombre. Ruíz cambia la historia cuando se da cuenta que en realidad prefiere usar la ropa masculina porque se siente más cómoda en ella y al final no está dispuesta a renunciar a sus gustos solo por estar con una pareja. El último monólogo es el de Lady Macbeth una mujer que, contrario a la anécdota original, no está dispuesta a matar para que su esposo sea rey; esta vez se redime y no se convierte en el personaje controlador y enfermo de poder.

En una de las escenas finales Mariano dice que va a hacer realidad un deseo que tiene y es el de ganar un premio Oscar por un papel femenino; ganar el premio a mejor actriz, así que crea su propia ceremonia donde baja al público y se sienta entre ellos, saludando a personas como Meryl Streep y Susan Sarandon que son sus mismos espectadores. Después sube a una persona del público para ser el host de la ceremonia y cuando éste se encuentra arriba del escenario, Itzel Enciso —la asistente de Mariano durante el unipersonal, parte de la compañía Parafernalia teatro pero que también es dramaturga y directora del proyecto “Personas desaparecidas”— lo ayuda a ponerse un saco y le entrega la tarjeta con el nombre de la ganadora por mejor actriz, quién obviamente es Mariano Ruíz por su interpretación de Lady Macbeth. Él sumamente emocionado sube al escenario para recibir su premio. ¿Cuál es la importancia de estar cuestionando las categorías impuestas y el sistema que ha traído tanta discriminación si al final el sueño es ser parte de lo que busca combatir?

Pues precisamente el objetivo es crear un antecedente para las futuras generaciones para que se tenga un registro de cómo se ha avanzado en la sociedad y las batallas que se han ganado. Si bien Mariano puede acercarse al arquetipo contra el que lucha, lo aborda de una manera diferente, lo hace desde una perspectiva donde le da una dignidad al ser femenino; no se burla de él para entretener al público sino que busca la forma de hacerlos reír ridiculizando las acciones que ejercieron en su contra. A través de los personajes shakespearianos se establece lo absurdo que resulta sacrificar todo por amor o lo ridículo que es ser un camaleón emocional para camuflarse con los gustos de otros y perder la individualidad.

 

Aún hay pasos importantes que dar para lograr la inclusión. Shakespearean Tour es un proyecto que busca cerrar una brecha que ha dividido las puestas en escena en las que son “gay” y  las que no; una brecha que en lugar de ayudar representa una barrera para el resto de los espectadores. Es cierto que se han logrado avances importantes en los últimos años como el hecho de tener personajes que son más reales y que se alejan de los estereotipos que se tenían hace 10 o 15 años.

 

Cada generación tiene su lucha; para la generaciones anteriores el reto fue ganar los espacios y poder existir en un mundo que no lo permitía, fue romper con la imagen que otros les habían dado. Pero en los años siguientes la batalla es cuestionar los errores, buscar la representación de gente queer, trans y no binarios; ser más abiertos con otro tipo de representación fuera de los arquetipos de perfección que se han impuesto: el hombre masculino, el blanco barbado que solo busca gente similar a él. El espectro es muy amplio como para que solo lleguen a tener la luz del reflector los que ya viven con un privilegio.

 

José Domínguez
Divulgador artístico y espectador crítico.

 

Críticas

Les Ofelies. Crítica de Luis Roberto Orozco.

por Aplaudir de Pie 24 diciembre, 2020

Aún recuerdo claramente aquel primer instante en que nos encontramos. Era muy pequeño, y al igual que las revistas de pasteles de mi tía, me encantaba hojear con curiosidad aquellos libros de arte que tenía mi madre sobre la mesita de la estancia. Y así es como te acercaste a mi por la orilla de las páginas, vestida de tranquilidad y encaje, rodeada de flores presionadas por la corriente contra tu cuerpo. Casi podía escuchar el sonido de la inmensidad del río inundando mis oídos como cuando flotas boca arriba en la alberca tratando de mantener el equilibrio; nuestra respiración retumbando en nuestra cabeza. “¿Cómo te llamas?”, me preguntaba. ¿Por qué siento como si una gota de agua helada recorriera mi espalda al ver a esta muñeca de escalofriante melancolía? ¿Necesitas ayuda? Y si así fuera… ¿querrías que te ayudara? Es comprensible que a tan temprana edad no te reconociera ni supiera de tu historia y tampoco imaginaba que algún día entendería en carne viva aquello que te llevó aquel día a besar el fondo del río, confundiendo materia con reflejo. No descansabas pacíficamente y los pétalos no eran coincidencias estéticas dispuestas a enmarcar un desenlace fatídico; sino pensamientos, sentimientos punzocortantes, pesadas piedras en tus bolsillos. ¿Si me pongo mi vestido más bonito, me ayudaría a flotar o a hundirme más rápido? Durante años he volteado a ver mi rostro reflejado en el agua junto al tuyo más de una vez y, al igual que Marianella en su jardín, me surge una pregunta entre los golpes violentos del arco contra el violín: ¿se le puede cambiar el destino a una tragedia?

 

¿Qué buscabas en el fondo del río? ¿Qué te hizo asomarte más allá de la orilla? ¿Fue decisión o destino? ¿Gravedad o empujón? ¿Qué fue tan grande y voraz que te consumió por completo al punto de perder tu identidad y tu valor? ¿Qué pensamientos plantaron y regaron en el jardín de tu mente para hacerte creer que allá abajo encontrarías las respuestas? ¿Las encontraste?

 

En 1851, John Everett Millais se disponía a pintar su propia visión del trágico desenlace de tu historia. No puedo imaginar otra mejor corriente para retratar un corazón roto que a la hermandad Prerrafaelita, no solamente por la fascinación por representar a la naturaleza con la crudeza del realismo de sus colores, sino por la sinceridad y honestidad personal del que la retrata, y la preocupación por ilustrar de la manera más minuciosa y detallada el fondo tanto como el sujeto de la obra. Millais pasó casi 5 meses pintando el fondo del cuadro a la orilla de un riachuelo, por lo tanto los diferentes tipos de flores que aparecen en el cuadro y que pertenecen a distintas estaciones del año, como recuerdos de una vida entera. Se enfrentó a todas las adversidades que la naturaleza le presentó en el nombre del arte. La forma en que procuró los detalles florales de la obra llevó un día a un maestro de botánica al que le fue imposible llevar a sus alumnos al campo a una galería de arte a estudiar dichos especímenes con sus estudiantes de lo preciso de sus pinceladas, según cuenta el hijo de Millais. “El cultivo de un jardín es una de las prácticas que más ternura radical requiere”, dice Marianella mientras abona las tablas del escenario.

Ophelia, John Everett Millais (1851)

 

La modelo elegida, la fantasmagórica Elizabeth Siddal de entonces 19 años, en una tina de estaño en el estudio del número 7 de la calle Gower en Londres. Millais te ve en el rostro de la taheña mientras flota inmóvil en el agua durante horas. Lámparas de gas mantienen la temperatura del agua tibia. Millais, enfrascado en su labor de narrador no se da cuenta que las lámparas llevan horas rendidas. Siddal, manteniendo el rigor que se le ha enseñado a una modelo que debe demostrar y sosteniendo sobre sus hombros la responsabilidad de una tragedia ajena, heredada, impuesta. En este estupor, encarnando el personaje, Siddal flota durante horas en agua helada, en idealización, en expectativas, en el abandono de su persona. Como una especie de macabra premonición sobre el trágico y lento final que sufriría ‘Lizzie’ años más tarde a mano de una sobredosis de láudano y a la relación que mantenía con el artista Dante Gabriel Rossetti, Siddal contrajo una seria neumonía consecuencia de la prolongada y casi imperceptible exposición al agua helada. ¿Quién pensaría que este cuadro sería un presagio de su destino? Una fotografía de una futura escena del crimen romántico. “Ofelia, a ti solo te bastó un río y un amor para lograrlo”.

Murmurabas una canción mientras caminabas por la orilla del río recogiendo flores. ¿La recuerdas? “Desde que te vi, mi identidad perdí. En mi cabeza estás solo tú y nadie más…”. El aire secó las lágrimas en tu rostro, “Mira que el día que de mí te enamores yo voy a ser feliz. Y con puro amor te protegeré y será un honor dedicarme a ti. Eso quiera Dios”. Ay, Ofelia… no cabe duda que como William Shakespeare (¿lo conoces? No creo que te guste…) alguna vez escribió: “El amor no mira con los ojos, sino con la mente y por ello, al alado Cupido lo pintan ciego”. Siempre he pensado que más gente ha caído por culpa del amor que por cualquier plaga. Voluntariamente cavamos nuestra tumba en nombre de aquel gran ídolo falso que exige nuestra propia inmolación ritual a cambio del amor sin límites del otro que nos promete valor a cambio. Es curioso que te escriba esto a ti, pero yo no quiero morir. No por amor.

 

¿Por qué morimos por amor? ¿Qué no nos han enseñado que el amor es la fuerza más poderosa del mundo? ¿Que hay que amarnos los unos a los otros? ¿Qué no nos han enseñado que morir por amor es el acto más noble de todos? Y ahí está la raíz del problema: nos lo han enseñado. Una niña mira a su madre llorar mientras la despide en el andén antes de subir al tren y le entrega una miniatura del David de Miguel Ángel, una réplica que a su vez le fue heredada por su madre. Junto a la estatuilla, la madre le obsequia a su hija un pañuelo para secar sus lágrimas. “Un clásico y un cliché”. El David, el hombre perfecto, el ideal, el sueño. Un ídolo por adorar. Aunque sea una réplica, es la réplica de un clásico y nuestro bagaje lo eleva, nuestro imaginario lo triplica. Buscamos el amor sin cuestionarlo, sin darnos valor, convirtiéndonos en conservadores de aquella estatua, y descuidando nuestra propia constitución. Idealización y sufrimiento, causa y efecto. “No seas patéticx, ten dignidad”.

Subiste a una rama llevando contigo las coronas que tejiste con tus pensamientos, utilizándolos como todos nosotres para decorar el exterior de nuestra existencia para contar la historia del interior (“Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”, Oscar Wilde). Lizzie lleva un vestido antiguo que el mismo Millais compró en una tienda de segunda mano por cuatro libras, finamente bordado con detalles florales en color plateado. Rebordando la historia, la hermosa fachada de un hecho atroz.

El amor romántico, Ofelia. El amor romántico que nos ata a modelos que el heteropatriarcado necesita para alimentarse a costa de poblaciones vulnerables. Modelos anticuados, modelos asesinos, modelos que generan violencia. A nosotres desde muy temprana edad se nos presenta la idea de la “familia tradicional” como sinónimo de amor, de éxito, de felicidad. “Algún día cuando crezcas y seas un hombre con una carrera y un trabajo, tendrás a tu esposa, a tus hijos y a tu perro en una hermosa casa”. El sueño heterosexual y de su amor romántico es una plaga para todas aquellas relaciones sentimentales de las sexualidades periféricas, generan violencia, rechazo, misoginia y una desbordante oleada de homofobia internalizada que desemboca en una alta tasa de suicidios, crímenes de odio y desigualdad. La mitología de la heterosexualidad es la piedra en nuestros bolsillos.

Me pongo a pensar en tu lucha, en mi lucha, en nuestras luchas, en las piedras en nuestros bolsillos. Entiendo que no puedo pelear por ti, que tú no puedes pelear por mi. Pero eso no quiere decir que no podamos entender la lucha del otro, encontrar la igualdad de nuestra desigualdad, y ser aliados en la distancia y desde nuestra trinchera solitaria, abonar el jardín del otre. Anteponer nuestras luchas individuales a las de otres no solamente sería inhumano e insensible, si no incorrecto. Las identidades minoritarias nos conformamos de varios aspectos que al mismo tiempo que nos dividen, nos unen, nos encuentran y nos hacen únicos y nos hacen pertenecer a varios frentes en distintas luchas pero con una finalidad en común: la libertad de ser, de pertenecer y al mismo tiempo de ser diferentes, ser iguales. “Mantengan los clásicos a la mano para evitar la caída”, decía Virginia Woolf. ¿Clásicos? ¿De qué clásicos habla? ¿De comportamientos arcaicos, caducos, machistas, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, xenofóbicos y un largo etcétera? ¿De qué caída habla? ¿De los mismos clásicos? ¿Cómo alejarnos de los clásicos que tanto restringen la creación moderna? La creación de un mundo sin Ofelies. “Un bello jardín requiere tiempo, amor y paciencia. Una gran cantidad de ternura radical.”

 

Marianella Villa en «Para no morir por amor [Ensayo sobre lo patético]» (2019)

Si leemos con el mismo cuidado con que Millais atendió a la amapola que flota sobre tu vientre, el cuadro y la obra, podemos darnos cuenta de un detalle casi imperceptible. Sutil. Al igual que con “Para No Morir Por Amor: Ensayo Sobre Lo Patético”, somos espectadores a la orilla del río presenciando el camino a la tragedia. Siddal, Ofelia, Marianella, los ojos están abiertos. Los labios delicadamente separados por una canción. Flotando en silencio. Al caer, el vestido atrapa el aire y les mantiene a flote por un momento, haciéndoles creer que todo estará bien. Como en la obra de Millais, estamos frente a Marianella en un momento crucial.

Ambos somos vulnerables. Ambos estamos en desventaja. A ambos se nos está quitando la vida, Ofelia. Por ser. Ambos pedimos libertad para vivir. Víctimas de un sistema que se auto preserva, que inconscientemente alimentamos y que todos los días nos quita hermanas, hermanos y hermanes. ¿Pero de qué se nos acusa? ¿De amar? ¿De ser? Nuestro crimen contemporáneo, Ofelia, es hacer con nuestra vida lo que nosotres queremos. Un fotógrafo puede hacer posar a una mujer completamente vestida en un riachuelo, pero no puede hacer a un petirrojo posarse sobre su cabeza. Somos artistas, pintores, modelos, un río. Sostengamos el pincel. Cambiemos el destino a una tragedia.

 

Luis Roberto Orozco
Diseñador, vestuarista, artista, contador de historias.

Reflexiones

¿Quién es Conchi León? Una respuesta de Mario Cantú

por Aplaudir de Pie 12 diciembre, 2020

Lo simple y lo sencillo no son sinónimos. Así tampoco lo complejo y lo complicado. La simplificación es un procedimiento mediante el cual se reduce la realidad de manera esquemática para poder apropiársela, reducir —por ejemplo— un fenómeno a una fórmula para poder aprenderlo y aprehenderlo. Decimos que algo es simple cuando es fácil de usar o de entender, cuando la interacción con esa cosa no requiere esfuerzo. Decimos coloquialmente que una persona es simple cuando ríe sin ningún esfuerzo, cuando cualquier cosa le provoca gracia. Así que la simplicidad está asociada a la falta de esfuerzo, la falta de gracia, cuando algo o alguien “no tiene chiste”.

Lo complicado es precisamente el antónimo de lo simple. Algo complicado nos requiere esfuerzo; sin embargo, cuando algo es complicado, sentimos que ese esfuerzo no es proporcional al beneficio. Decimos que una situación se nos complicó porque no esperábamos que requiriera tanto esfuerzo, tiempo y/o atención. Lo complicado se puede resumir con la frase: “tanto para nada”.

Hay cosas que son simples y complicadas. Vemos obras que reducen la realidad a unas cuantas sentencias, que regularmente se acercan mucho a la denuncia, y que lo hacen desde una pretensión ya sea intelectualista o de destreza casi acrobática. Obras que, aunque crean mundos simples y esquemáticos, lo hacen desde una complicación estética que vuelve solipsista su espectáculo.

La pareja opuesta es la que propone Edgar Morin desde su teoría de la complejidad. El filósofo francés propone que nuestras observaciones de la realidad sean sencillas y complejas. La complejidad es lo contrario de la simplicidad: no se trata de reducir un fenómeno a una fórmula sino de admitir su entramado y sus niveles, y con ello admitir nuestra incapacidad para aprehenderlo. La complejidad, al contrario de la simplicidad, no pretende adueñarse del mundo sino observarlo y admirarlo desde la mayor cantidad de puntos de vista que nos sea posible. Lo sencillo es lo opuesto a lo complicado. No porque lo sencillo no requiera esfuerzo, sino que el esfuerzo que se emplea es proporcional al beneficio… o incluso mayor. Así, por ejemplo, los desarrolladores de la compañía Apple realizan complejas operaciones y entramados tanto de software como de hardware para que sus productos sean sencillos de usar. Por ello Morin insiste en que nuestras visiones de mundo y de vida (como proponía Dilthey) sean sencillas y complejas.

Así son las obras de Conchi León: sencillas y complejas. Tienen una sensibilidad que atrapa el espectador sed principio a fin, lo que hace que no se requiera tanto esfuerzo par entrar en los mundos que nos propone. El artificio teatral se reduce a lo indispensable con una economía de recursos; sin embargo, sus mundo son complejos, llenos de profundidad y de una sabiduría de la que ella misma no es consciente. Pues deja que sus mundos fluyan y no los controla en favor de una discursividad mañosa y prefabricada como pasa en los espectáculos simples y complicados que llenan las carteleras.

 

No es fácil ser Conchi León porque se tiene que luchar contra las envidias y la
discriminación. Mucho antes que Yalitza, Conchi sufrió burlas y denostación cuando llevó su Mestiza power a la Muestra Nacional de Teatro. Sin embargo, la calidad se impuso.

 

Algunos de los que la minimizaban junto con su obra ahora son sombras, ecos nada más: iconos que el tiempo colocó en su lugar. Con el éxito vienen las injurias. Ha tenido que soportar la envidia de colegas —tanto hombre como mujeres de teatro— quienes aseguran que debe su éxito a favores sexuales. Pero su ceguera no los deja ver que el “secreto” de su éxito está a la vista de todos. La gente se mete a sus talleres tratando de encontrar la fórmula, el método, la receta. Pero no se dan cuenta de que ella no enseña eso en sus talleres, ella lo enseña con el ejemplo: Disciplina: Es una artista que entrena, que practica, que reflexiona. Si bien su vida personal, sus habitaciones de hotel y sus cabellos pueden ser un desorden, sus procedimientos de creación no son aleatorios ni se basan en que llegue la inspiración. “La inspiración te debe encontrar trabajando”, decía Woody Allen, y Conchi lo sabe: no hay mejor manera de encontrar la inspiración que trabajando. Lo que conecta con la constancia.

Ser disciplinado requiere constancia. Si bien ser disciplinado y ser constante no son lo mismo, no se puede ser lo uno sin lo otro. A su constancia algunos la llaman terquedad, otros obstinación. Yo la llamo perseverancia. Y si se es constante y disciplinado, es porque hay compromiso. El artista que se compromete con un activismo siempre es un artista mediocre… aunque pueda ser un gran activista. El artista que se compromete con el arte termina adquiriendo un compromiso social, porque el arte no cambia al mundo a punta de denuncias (simples y complicadas). El arte es uno de los actores que intervienen en la evolución del mundo porque nos permite apreciarlo en su complejidad a través de la metáfora. Sólo el artista y el filósofo se pueden alzar sobre su individualidad para observar la esencia de su tiempo y su cultura, decía Dilthey, a quien estoy parafraseando de manera libérrima. Tan sencillo como que, antes de poder hacer viajes a la Luna, hubo artistas que soñaron la posibilidad. Y del sueño nació el cambio. Un verdadero artista no necesita denunciar para tener compromiso social. Un verdadero artista sabe que, si se compromete con el arte, se compromete con la humanidad.

“Yo soy una ignorante porque no estudié”, dijo alguna vez Conchi en una conferencia.  E inmediatamente después la “regañé”. Le dije: “Que no hayas ido a la escuela no significa que no haya estudiado, tú estudias siempre y te sigues preparando. Ser autodidacta no es lo mismo que ser ignorante”. Preparación constante. Algunos optamos por el estudio formal y los grados académicos. Otros tienen la suficiencia autodidacta. Es lo mismo. Uno tiene que estar preparándose, actualizándose, estudiando constantemente. Ya sea con grados académicos, ya sea con talleres, ya sea de manera autónoma. Lo importante es seguir adquiriendo saberes, conocimientos y destrezas. Y para ello se requiere de autocrítica. Todos nos decimos autocríticos, pero pocos realmente lo son. Si realmente lo fuéramos, seguiríamos preparándonos constantemente. El método socrático, la mayéutica, se basa en un aforismo que resume la constancia y la autocrítica: “Yo sólo sé que no sé nada”.

Quien sea realmente autocrítico dejará de pensar en lucirse, dejará de fantasear con las frases halagadoras de los críticos encumbrados. Dejará el arte solipsista de la simplicidad complicada y comenzará a pensar en el espectador. No se trata de darle al espectador lo que quiere, no se trata de ser ni complaciente ni mucho menos condescendiente. Decía Lope de Vega
en el Arte nuevo de hacer comedias: “…pues debo / obedecer a quien mandarme puede, / que, dorando el error del vulgo, quiero / deciros de qué modo las querría…” Así, dorar el error del vulgo es la clave. Pensar en el espectador pero no para darle gusto, sino hacer algo de calidad que además le guste al espectador: sencillo pero complejo.

 

 

Foto: Darío Castro

Si se piensa en conmover al espectador podemos caer en un gran error: la condescendencia y/o la complacencia. Hay colegas que se preocupan mucho por hacer llorar al espectador porque sienten que eso es sinónimo de calidad. Si uno se centra en hacer llorar al espectador, lo más probable es que caiga en una falta ética gravísima: el chantaje emocional. De igual forma quienes se empeñan en hacer reír al espectador a base de chistes es casi seguro que cometen otra falta ética: la extorsión cómica. Se le amenaza al espectador: si no te ríes de esto es porque eres de lo que me estoy burlando. También quienes tienen este altísimo compromiso social comenten —paradójicamente— faltas éticas pues juegan, entre otras cosas, con la culpa de clase del espectador. Todas estas son formas de simplicidad porque son formas reduccionistas de la realidad y tienen consecuencias éticas: chantaje, extorsión y culpa. Y si encima le añadimos una forma estética solipsista, completamos la funesta dupla pues, además de simple, lo hacemos complicado.

No quiero decir que no se metan a sus talleres, por su puesto que van a aprender mucho de ella, pero la mejor enseñanza de Conchi es con su ejemplo, no en sus clases (que pueden ser maravillosas). No se fijen en lo que dice sino en lo que hace. Sus obras no chantajean ni extorsionan ni mucho menos juegan con la culpa. Sus obras no intentan conmover al espectador, ni divertirlo ni advertirle sobre la corrupción de las instituciones. Sus obras nos revelan cosas sobre nuestra condición humana. Y es esta revelación la que tendrá como efecto secundario la risa, el llanto o la sorpresa. Quienes trabajan para la risa, el llanto y/o la sorpresa son como aquel que confunde los síntomas con la enfermedad.

Las obras de Conchi nos revelan (desocultan, dirían los griegos) cosas porque son complejas, entienden la profundidad de la condición humana, y porque son sencillas, ya que no tenemos que esforzarnos por descifrar entelequias ni rompecabezas. Quiero aclarar que no estoy usando a Conchi como excusa para hablar de mi postura sobre el teatro… bueno, sí… un poquito. Pero es porque son cosas que yo aprendí de ella. Quizá mis obras nunca habrán pecado de simplicidad, o al menos eso quiero creer. Sin embargo hago mi mea culpa y admito que he pecado de complicado. Conchi me ayudó a ver esto; no con sus palabra: con su ejemplo. Sé que ahora está en boga el discurso feminista. Me alegra. Pero yo no encasillaría las obras de Conchi dentro de postulados o estéticas feministas, que claro que puede entrar. No obstante, no se detienen en ahí. Sus obras van hasta lo más profundo de lo humano, en esa zona abismal donde ya no importa si somos hombres, mujeres o cualquier cosa intermedia, donde no importa la edad ni la etnia ni la clase social. Las obras de Conchi son sencillas y complejas… como ella.

 

MARIO CANTÚ TOSCANO 

Dramaturgo, director, pedagogo e investigador teatral

Newer Posts
Older Posts

TALLERES

  • Taller Virtual de Dramaturgia
  • Taller/montaje internacional de actuación en línea
  • Taller de monólogo teatral
  • Asesoría en dramaturgia
  • Cursos y talleres de dramaturgia
  • Ricardo Ruiz Lezama-Perfil y obras

Síguenos

Twitter Instagram

Entradas recientes

  • Consagrada. El fracaso del éxito.
  • Amanda Labarca. Crítica-crónica* por Maurice Lamm-Häuser
  • 2024
  • A lo largo del perímetro: alternativas para el mejoramiento de las artes escénicas Concurso Nacional para Puesta en Escena
  • La cueva de las orquídeas. Crítica de Said Galván.

Recomendaciones

© APLAUDIR DE PIE 2021 | PATCH NETWORKS