Un color amarillento -como limo- colorea el ambiente del escenario de Tercer Cuerpo: Historia de un intento absurdo. Los muebles que sirven de librero aparentan caerse, los archivos se apilan en anaqueles de desinterés y olvido. Las lámparas parecieran dar apenas luz, la suficiente para subsistir. Si ese es un lugar de trabajo, mejor sería trabajar en una cantina o en un restaurante. Esta atmósfera regala una sensación de calidez, uno se siente entre esos oficinistas como en casa, podemos imaginar que esa oficina está en medio del bullicio de Buenos Aires, pero bien podría estar ubicada en cualquier gran ciudad latinoamericana, nos distingue el desorden y el caos de una sociedad en su etapa infantil.
Hay gritos en esa oficina, hay peleas, hay lágrimas, los escritorios se utilizan para todo menos para laborar, son mesas de centro, confesionarios, tascas, museos y anfiteatros; el drama del espasmo latinoamericano se refleja en los archiveros. En este ambiente subyace una cierta manifestación de una lógica muy particular, una que puede ser a la vez una milonga y un funeral, la lógica del absurdo.
La lógica trata de comprender y de proponer reglas de sucesión cognitiva, que seguidas de manera adecuada, llevarán a los sujetos -presupuestos como entes racionales- a emitir juicios o proposiciones que se consideren verdaderas o falsas en función del contexto en el que se emiten. La lógica no solo atiende a procesos cognitivos, también ha intentado medir el comportamiento humano desde la ética, para ello se ha servido de la rama deóntica para explicar los fenómenos morales que pretende estudiar, la deóntica es la lógica de lo que “debe ser”, pareciera que la ética y la deóntica trataran de formular una verdad sobre la forma en que la sociedad debe conducir su moral, un sistema de valores universales que dictan la manera en la cual la humanidad habrá de guiar sus comportamientos.
Pero la realidad contrasta el empíreo del deber ser, hay ocasiones que las injusticias son comedia y los actos de amor son dignos del más alto desprecio ¿se equivoca la lógica deóntica? ¿Hay alguna explicación ante estas aparentes incongruencias? Probablemente una humanidad que encuentra su axiología en la nada o vacío, y no en un sistema de valores, pueda dar respuesta a esta aparente paradoja.
Las justificaciones de los actos humanos que se realizan al amparo de la nada se pueden encontrar en el nihilismo. El nihilismo es una corriente filosófica que esta en estricta correlación con el escepticismo epistemológico, solo que, mientras los escépticos se niegan a reconocer la existencia de una realidad, los nihilistas se niegan a reconocer el valor de esa realidad. El nihilista no solamente admite la relatividad de los sistemas de valores, no intenta contrastarlos, jerarquizarlos, o criticarlos: los oblitera.
Para la escuela nihilista no existe un atisbo de peso o levedad de los actos -siguiendo el parangón de Kundera- los actos carecen de forma, su única representación metafórica podría encontrarse en el vacío absoluto. Si el nihilismo se expresa de manera absoluta, ningún símbolo tiene significado, no existe una pirámide axiológica en su conceptualización.
El nihilismo no reconoce el valor en ningún objeto de la existencia, ni en el aspecto material, ni en el aspecto racional o espiritual. De esa forma, este pensamiento destruye un eje fundamental del pensamiento humano, el pensamiento religioso, nada hay por encima del homo sapiens, y al destruir los deus constructos, borra todo aquello que se empareja estos, las escalas de valores, los sistemas políticos, los sistemas económicos, las corrientes ideológicas, la significación de la relaciones familiares, la individualidad, la humanidad y todos sus ismos. El nihilismo destruye a dios y destruye a nuestra especie, en él nada tiene significado.
Claudio Tolcachir burila una realidad nihilista, en donde es posible observar seres que vagan resquebrajados en una oficina destartalada que les sirve de hogar y de universo, aglomerados en sus sentires y en el intento de disponer su vida al orden.
Estos seres no cuestionan ya su realidad, basan su existencia en la mundanidad que les ofrecen esta Tierra y no en una construcción de valores propios que defina su devenir, son empleados gubernamentales, unos entre millones, viven a la sombra de un Estado que los ha olvidado, y si su patrón los ha olvidado ¿por qué ellos deberían de tenerlo presente? Por su acento y la nacionalidad del autor, los personajes se presumen argentinos, pero bien podrían ser empleados de cualquier oficina gubernamental de cualquier país latinoamericano, el nihilismo es indiferente ante las nacionalidades e ideologías.
La oficina que habitan es fiel reflejo de la esencia nihilista que expone Tolcachir, sus mesas, los múltiples archivos de información que nada informan, las lámparas en sepia que entintan la realidad -¿la muestra de un pasado de gloria?- Esa oficina de gobierno, no tiene autoridad, es tratada con indiferencia por sus usuarios, no tiene valor o tiene muchos valores pues sirve de casa, confesionario, hospital, parque y ring, la paradoja entre que tenga muchos valores o no tenga ninguno, es un resultado de indiferencia, una multiplicación de mil por cero es cero.
El nihilismo de Tercer Cuerpo no es un vacío de posguerra como el de los personajes de Camus, el nihilismo de Tolcachir es puramente latinoamericano, refleja una sociedad de un cansancio que nace de muchos factores, de independencias que nunca se lograron, de gobiernos que fallaron una y otra vez, de promesas incumplidas, de ideologías estrelladas, capitalismos y socialismos mediocres, revoluciones agotadas: Latinoamérica, tierra de revoluciones luidas ¿Después de las decepciones que más da defender una idea? Es mejor rendirse a los placeres inmediatos, a los goces de comer pollo en la oficina, a las relaciones destructivas, al futuro proyectado en los hijos. ¿Quién dijo que podíamos ordenar nuestra existencia, más aún si la misma está construida de oquedad?
Llama la atención el manejo de la temporalidad de la obra, la oficina no cambia, es inmóvil, es un testigo silencioso de la realidad que viven los personajes, solo los observa impasible, como si sostuviera el pacto de nihilismo que los personajes transitan, la oficina engulle los sentimientos de los personajes, ellos intentan hacer un esfuerzo por luchar contra la indolencia, pero la escenografía se traga cualquier intento de expresión genuina, las emociones de los actores se encarpetan en cada uno de los estantes.
Los cinco personajes viven sin complejos, son autómatas, buscan el dolor de manera consciente, más enredos para su vida fingiendo desenredar la vida de los demás, intentan acomodar los trapos sucios de la otredad, olvidando los propios. Gritan, lloran y ríen en el mismo tren de ejecución, y hay un tercer cuerpo riendo de sus desatinos: el público.
La audiencia ríe ante su propio espejo, porque no tiene voz en el acto teatral, lo hace por lo que cuesta llorar por nosotros mismos, y porque nosotros también estamos cargados de aquella dosis de nada que nos angustia. Los espectadores nos reímos del discurso fúnebre de un hijo a su madre, nos reímos del momento en que una mujer pierde su hogar y cuando una mujer hace hasta el ridículo por lograr concebir un hijo.
El autor nos ha hecho un personaje más del destino de los intérpretes, nos hace volvernos parte de esa experiencia nihilista que deriva en el absurdo. Los asistentes, acostumbrados a este tipo de impresiones, llegamos a reír de cuando en cuando, reímos de la forma en que los personajes sufren, pero reímos de nosotros mismos, porque también estamos inundados por un torrente de vacío que nos permite emitir carcajadas ante historias que aparentemente deberían causarnos otro tipo de reacciones, tal vez, conmiseración, pena, compasión, tristeza o tal vez, sufrimiento indirecto ¿resulta lógico que las penas provoquen risas? ¿no es cierto que los espectadores -al igual que los personajes- volveremos a nuestras oficinas cuando la obra termine? ¿Quién allí se reirá de nuestros absurdos?