Desde que conocí la anécdota histórica, me pareció fascinante que María Moliner, una mujer del siglo XX, hubiera compuesto un diccionario en su casa, ese espacio doméstico, mediante fichas que iba llenando en una máquina de escribir o a lápiz, sin ayuda de otros lexicógrafos, durante la dictadura de Francisco Franco que sucedió en España entre 1939 y 1975. En aquel entonces, el país europeo quedó sumergido en un régimen militar caracterizado por la represión política, lo que llevó a cientos de miles de españoles al exilio y, en muchos casos, a la muerte en campos de concentración. Para las mujeres el régimen supuso un retroceso en cuanto a derechos y libertades, y María Moliner no fue la excepción.
Luego, al acercarme al Diccionario de uso del español, creado por esta bibliotecaria y lexicógrafa, encontré fascinante que fuera tan cercano y humano como minucioso y exhaustivo, que resultara incluso literario, que se diera el lujo de la imagen y el sentido del humor, que su mera existencia implicara una claridosa y resuelta crítica a la Academia de la Lengua, tan acorde con el conservadurismo impositivo del dictador, en aquel tiempo más que nunca. Para algunas de las personas que rodeaban a Moliner entonces, la hazaña era incluso inverosímil, por diferentes razones, pero sobre todo porque se trataba de una mujer componiendo algo tan ambicioso como un diccionario, sin apoyo institucional. Desde ese antecedente llegué a El diccionario de Manuel Calzada Pérez, con dirección de Enrique Singer y con Luisa Huertas en el papel de María.
“Espero no olvidar todo lo que tengo que callar”, dice la personaje en la primera parte de la obra. María comienza a olvidar las palabras que le han dado rumbo a su vida, esas que ha estudiado con un cuidado extraordinario, y nosotras, como espectadoras, compartimos su angustia de la pérdida, nos preguntamos en dónde se desvanece el límite entre el olvido y la locura, cuál es el papel que juegan las palabras en la disminución de una misma. ¿No es el discurso el reflejo de nuestro pensamiento, y el pensamiento parte fundamental de nuestra existencia? Tal vez extraviar las palabras sea de algún modo extraviarse. Esa paradoja de la lexicógrafa impedida para echar mano del léxico está presente de principio a fin en el montaje, como recordatorio de la vulnerabilidad de María que, tras haber construido una obra monumental, comienza a descubrirse incapaz de la expresión y el significado.
El diccionario ofrece, más que un retrato, un recorrido por la realidad de María, una mujer mayor que acude al médico, que conversa o discute con su esposo y que pronuncia un discurso de presentación de su obra. Todo ocurre como parte de un juego temporal en que la pérdida va inundando a la intelectual minuciosa, vigorosa, obsesiva y al mismo tiempo amorosa que fue la protagonista. Mientras tanto, ella debe lidiar con dos hombres: su médico y su esposo. Ninguno de los dos parece entenderla: mientras uno se acerca a ella desde el diagnóstico y hace conjeturas sobre su situación mental, el otro cuestiona su obstinación con respecto al diccionario en que ella continúa trabajando, a pesar de todo, porque como ella misma explica “un diccionario nunca se termina del todo”.
María además es agredida por un tercer personaje, un soldado que la interroga en nombre del franquismo, con violenta insistencia. Los tres hombres son representaciones del poder: el médico, el catedrático/esposo, el soldado. Desde la ciencia, desde la academia y la sujeción conyugal, desde la dictadura, los tres varones intentan marcar una pauta a María, limitar o contener su trabajo y su devenir personal. Ella, que comprende el mundo a través de las palabras, es cuestionada una y otra vez por los tres y se refugia en la precisión del vocabulario, un ámbito que domina por encima de ellos: las observaciones léxicas que ella hace al médico durante la consulta se perciben como resistencia, incluso como triunfo.
La acción fluye entre el recinto académico, el consultorio médico y la mesa del comedor o de la cocina, donde María trabaja incansablemente con papel, lápiz y una vieja Olivetti. Los espacios guardan congruencia con los hombres que circundan a la protagonista: el médico y su consultorio como institución científica, el marido y el entorno doméstico como parte de la institución matrimonial, el podio como extensión de la academia. Los tres espacios difuminan sus límites, rodeados de fichas que se van desplomando, en concordancia con la afección neurológica de Moliner. A lo largo de veinte años, la personaje ha registrado en esas fichas palabras, sinónimos, definiciones, usos, miles de significados y significantes. El espacio doméstico se convierte así en la cuna de todas las palabras, de todos los sentidos posibles. Y es también el lugar donde ella zurce calcetines, para darnos a entender que su labor de lexicógrafa debe alternarse con la de esposa y madre.
Desde sus cuatro paredes, María hizo con el léxico del español lo que muchas mujeres han hecho siempre en sus casas: ordenó con ayuda del sentido común, agrupó, clasificó, acomodó términos, hizo el mundo inteligible, desde una perspectiva funcional, humana y amorosa. “El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad”, dice la lexicógrafa en la presentación de su obra.
Habría que preguntarse si el texto transmite esta nota contextual de manera consciente, si entiende a María, sobre todas las cosas, como mujer. ¿Qué habría pasado si el libreto hubiera sido escrito por una dramaturga? ¿Habríamos visto a María en conversación con otras mujeres, desde su construcción como personaje, a la periferia del poder y la autoridad? ¿Se habría mencionado durante la obra la influencia que su madre, su hija, su hermana, sus amigas y colaboradoras tuvieron en su trabajo, en la manera en que habitó el mundo? La corporalidad, las experiencias culturales y vitales, pueden determinar nuestras formas de contar historias.
En Una habitación propia, Virginia Woolf se pregunta cómo habrían sido los personajes de, por ejemplo, Shakespeare, si no hubieran tenido amigos, compañeros, rivales, hermanos, más allá de su relación con las mujeres. Concluye que, en ese caso, la literatura universal estaría mutilada, tal y como lo está la literatura sin una representación de las mujeres más apegada a la realidad. El diccionario muestra a una personaje que se erigió por encima del poder mediante el léxico, que convirtió la casa y la cocina en el origen del entendimiento, pero la puesta en escena, al contarnos esa anécdota, recurre a un atajo que encontramos por lo general en la literatura escrita por hombres: retrata a la mujer como una figura solitaria, aislada de otras mujeres, que existe en tanto se relaciona con los hombres. ¿Será necesario que una mujer construya a otras mujeres en escena para que su dimensión esté completa, sea más humana, más cercana a las mujeres de carne y hueso? ¿O qué será necesario? En la realidad histórica, en el texto y en la representación, sería justo conocer a una María Moliner completa, capaz de despertar la misma fascinación que se experimenta al hojear por primera vez su diccionario.