Ilustración por Mar Aroko
I
A veces me pasa que voy al teatro esperando encontrarme con aquella experiencia viva que lo caracteriza y que, a quienes disfrutamos de este arte, nos hace volver una y otra vez, convencidos, no solo de que tiene una razón de existir, sino que además es fundamental (aunque sea complicado poder argumentarlo -pues muchas de las experiencias más trascendentes de lo humano son inverbalizables y obedecen a lógicas incuantificables-), pero en algunas lamentables ocasiones lo único que hallo, en lugar de esa fascinante magia del (re)encuentro de los cuerpos que remite a una experiencia originaria, es desilusión. No me malentiendas, no es que vaya con la intención de pasarla mal, no soy un implacable juez que asiste al teatro a poner a prueba a las y los artistas (mucho menos espero perfecciones -tonto sería al pedirle a un arte tan humano carecer de titubeos y tropiezos, creo fervientemente en la vida que subyace al accidente), al contrario, siempre voy con la mejor actitud, dispuesto a pasar un buen momento, incluso a pesar de la puesta en escena. Es ahí cuando me he descubierto actuando de espectador y todo se vuelve una decepcionante mascarada, donde todos fingimos que el teatro está sucediendo, pero sabemos que no.
Y es que el teatro es un acontecimiento excepcional, lo tengo claro. ¿Cuántas obras tenemos palpitando en la memoria? Que vimos solo una vez y se volvieron parte nuestra o que presenciamos tantas veces que sentimos que nos volvimos parte suya. Pocas, muy pocas. Y los recuerdos no bastan, por eso buscamos volver, a otros teatros, a otras funciones, para intentar reencontrarnos con aquella experiencia inefable y única… aunque no suceda, aunque acabe la función y nos vayamos decepcionados sabiendo que el teatro una vez más no aconteció.
¿Qué hacer cuando el teatro no ocurre? Intentarlo, regresar una y otra vez, las veces que sean necesarias, a otras funciones en otros espacios. Porque el mundo está lleno de artistas incansables que no han dejado de buscar al teatro. Lo cierto es que es arduo, en muchas ocasiones cuesta trabajo continuar, hay un misterioso peso en el teatro cuando no acontece; nunca he sabido la razón del desgaste que produce animicamente un suceso escénico cuando el fenómeno no se produce, cuando hay actores y actrices y audiencia, pero algo falta, lo más fundamental. A veces pienso que una función donde el teatro no se manifiesta es sumamente insufrible porque el escenario, al amplificar todo, hace del vacío algo colosal e insoportable, como la nada de La historia interminable que consume a Fantasía. Hay gente que ya no lo vuelve intentar y no regresa al teatro. Me ha pasado. Pero solo un tiempo, porque bien lo dice aquella canción: “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”.
¿Pero mientras? En lo que vuelvo al teatro, ¿qué hacer? Cuando en el recinto teatral no hay teatro, me queda consolarme con el teatro de la vida.
II
¿Dónde está el arte? Si solo estuviera en los museos o los teatros, hace tiempo que hubiera muerto. En su libro ¿Qué es el arte?, Tolstoi expone que hay arte cuando una persona transmite a otra una experiencia de la vida, ya sea real o imaginaria. Y da un ejemplo. Nos cuenta que si un niño nos platica que se encontró con un lobo y nos hace sentir su miedo, aunque la historia sea falsa, eso es arte. Esta explicación me entusiasma porque expande las posibilidades de lo artístico. Una comida puede ser arte, una larga plática, un dibujo que un niño da a sus padres… las posibilidades son infinitas. Incluso me gusta imaginar que un atardecer inolvidable puede ser arte, porque es la forma en que la naturaleza nos expresa algo.
Por eso cuando en el recinto teatral no hay teatro, me consuelo con el teatro de la vida. Miro el mundo como un escenario y me dejo llevar: me maravillo con los juegos de luces que la naturaleza manifiesta, y espero ansioso la llegada de la hora mágica; me divierto con las actuaciones de quienes en la calle buscan algo de mí, contemplo con curiosidad aquellos personajes que construyen para abordarme y tratar de venderme algo; capturo uno que otro diálogo que alguna persona desconocida lanza al viento, algunos crudos, otros repletos de particular poesía; tengo pláticas donde pongo toda mi atención a lo que me cuentan y lleno mi mente de imágenes y de algún modo vivo aquello que me comparten… cuando en el recinto teatral no hay teatro, la vida me regala las mejores funciones.
Así paso los días, hasta que la necesidad y la curiosidad me conducen nuevamente a otra sala o espacio alternativo donde suceda alguna función teatral, porque quizá el teatro no es indispensable, pero para quienes insistimos en volver, sin teatro la vida no es la misma.