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Reseñas

Ego. La endiosada figura de “la perra” en la cultura gay

por Zavel Castro 7 septiembre, 2016

Todo comienza en un set de filmación. Un director excéntrico ha decidido llevar la historia de su vida a la pantalla grande. El espectador es invitado a seguir el proceso de creación de la película desde la selección del elenco hasta  el estreno de la misma. La obra de Diego Beares contiene un discurso sobre la industria del entretenimiento, al que se percibe durante el desarrollo de la historia como un medio frívolo, superficial y  hostil en el que reina la vanidad y en el que sólo tiene cabida la gente sin escrúpulos, aquella que se maneja bajo los valores comerciales en lugar de éticos y morales, personas dispuestas a negociar con su cuerpo a cambio de que su nombre sea colocado en la cartelera (esta ficción, por cierto no está alejada de la realidad).

Todas las características negativas del mundo del espectáculo en el que se prescinde del talento para ceder el lugar al glamour, están presentes en el personaje protagónico de la obra, “Tomás” -interpretado por el propio Beares- el director que ha construido su biografía a base de mentiras con tal de dar una imagen más conveniente de sí mismo. Él quiere ser percibido como alguien que ha llegado a la fama como si su destino estuviera predestinado a ello, debido a su inigualable visión artística y a su personalidad deslumbrante. Omitiendo que ese “ascenso” hacia el éxito ha sido realmente gracias a la explotación y maltrato que ha ejercido con todo aquel que ha formado parte de su vida. El poder despótico cercano a la inhumanidad, es su característica más acusada. Es en fin una persona ruin que no busca más que su propio beneficio, alguien vacío que desconoce y desprecia el cariño sincero.

Precisamente a diferencia de otros montajes de Beares (Tenis y Alaska) donde el caos narrativo aparente se dirige a un camino preciso, en Ego, esta historia carente de tensiones y profundidad, estructurada a partir de la concatenación de ocurrencias y sin sentidos dramáticos, el motivo del caos es hacer lucir al personaje principal, encarnación de “la perra” un arquetipo fundamental de la cultura gay. La perra, una figura idealmente descorazonada, manipuladora ejerce un extraño poder de seducción, que le facilita la obtención de todo lo que se propone, que es esencialmente alcanzar una posición social privilegiada que le permita ostentar sus bienes materiales y contar con un grupo de aduladores obedientes, que admiran su desfachatez y su lenguaje y conducta políticamente incorrectos.

Foto: Darío Castro

Foto: Darío Castro

 

“La perra” es la villana sensual, una diva que obtiene todo lo que quiere. Es ella la que todos quisiéramos ser.  Reconocemos a “la perra” por doquier, forma parte de la cultura pop. Es Miranda Priestly de The Devil Wears Prada, Regina George de Mean Girls, es también Maleficent, Samantha Jones de Sex and the City, es Soraya Montenegro de María la del Barrio,  “Mane” de Acapulco Shore, “Mónica” de El señor de los cielos, es Teresa, en teatro la encontramos todo el tiempo en el Cabaret de Tito Vasconcelos, en algunos montajes de Las Reinas Chulas, es la madre interpretada por Francisco Granados en Orégano y por supuesto la “perra” sublime y suprema que fue María Félix.

El personaje de “Tomás” se ha construido como si se tratase de una de ellas. La constancia de esta figura arquetípica y su interpretación en este montaje resulta valiosa para el crítico y bastante cómica para el espectador en la versión que presenta “Ego” de la zorra materialista cuyo máximo sueño es la fama y la obtención de favores sexuales por parte de jóvenes atractivos a cambio de un lugar en una película.  “Tomás” es el emperador de un reino de mentiras que promete ser un éxito en taquilla, el protagónico de “Ego” una perra sin la cual no funcionaría como lo hace la industria del entretenimiento. No es de extrañar que en ninguna escena le veamos la cara (aparece siempre de espaldas frente al público), para que podamos identificarlo con el “Tomás” más cercano en nuestra vida.

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Reflexiones

Enseñar desde el amor. Ideas para otra pedagogía actoral posible en México

por Ricardo Ruiz Lezama 10 agosto, 2016

I

Hace unos días se desató un escándalo en la comunidad teatral de México. Para no seguir con la dinámica de dimes y diretes solo expondré, para los que no lo sepan, que un estudiante de una escuela de actuación denunció irregularidades y abusos por parte de docentes en la institución a la que pertenecía y eso ha desatado, hasta el momento, largos estados en Facebook y discusiones cibernéticas muy interesantes e intensas que mientras tanto, y como casi siempre pasa con las redes sociales, solo han quedado en el morbo y el sensacionalismo.

No me enfrascaré en desentrañar “la verdad” de los hechos, solo utilizaré este suceso como disparador de la presente reflexión. Lo que sí señalaré es que estoy en desacuerdo con todos los que siguen con la siniestra dinámica normalizada de nuestro país en que antes que todo se culpa al denunciante. Si alguien marcha por cualquier razón, se le juzga de “huevón” que debería ponerse a trabajar, si una mujer sufre acoso sexual, se le pregunta cómo vestía. Estamos en un país en el que al parecer uno es responsable de los atropellos que se cometen en contra de su persona, por eso manifiesto que estoy en total desacuerdo con los dichos de quienes cuestionaron lo que se denunció sin ni siquiera conceder el benefició de la duda. Comentarios como: “yo conozco de quién se habla”, “por qué no lo dijo antes” e incluso la satirización de los hechos solo dan cuenta del desprecio que se tiene hacia los que alzan la voz porque con esas actitudes únicamente busca anularse algo que debería considerarse primero. Tal vez las dinámicas en las escuelas de teatro pueden y deban mejorarse.

II

Dejaré de lado el escándalo, todo lo que diré a continuación prefiero que se tome como ficción, ya que la verdad, sea cual fuere, está muy devaluada en estos tiempos, por eso elijo que se piense lo que escribo como un relato fantástico, así me ahorro que se me cuestione, que se me pidan nombres, fechas, etc. Igual con el paso del tiempo uno es una ficción de uno mismo y el recuerdo no es más que otra ficción, la de la memoria, por lo que cualquier tentativa por dar cuenta del pasado es poesía (en el mejor de los casos). No quiero hacer una cacería de brujas, quiero que pensemos en nuevas formas de construir desde el amor. ¿Y es qué no se construye desde ahí? Hablaré de mi experiencia.

Estudié en una escuela de teatro. Desde un principio se me advirtió que el teatro no era para gordos (como soy) a menos que fuera Carlos Cobos, así se me decía, muchos docentes usaron el mismo ejemplo. Nunca con la intención de ofender a Cobos, que todos quisieron mucho, sino poniéndolo como ejemplo porque era magnífico pese a estar algo pasado de peso (Como si eso fuera un problema para ser actor, pero bueno). El asunto es que ese extraordinario actor, que para siempre estará en la memoria de quienes tuvimos el placer de verlo en escena, era único entre los únicos, por eso nunca morirá. Así que yo qué podía hacer siendo simplemente un yo, así sin más. Al haber sido niño “bulleado”, aunque antes no se utilizaba ese concepto del bullying, que me dijeran que era gordo nunca hizo mella en mí. Incluso recuerdo una anécdota de un profesor que me dijo que estaba contento de que la escuela de teatro ampliara sus parámetros y ahora aceptaran a “gente como yo”, lo dijo muy sorprendido, como si fuera un extraterrestre.

Una experiencia que sí me dolió fue enterarme que un docente se haya expresado de mí como: “ese alumno que tiene cuerpo de señora”. Sí, mis pectorales eran grandes,  más parecidos a glándulas mamarías, sin duda. ¿Pero iban ahí a ayudarme a ser actor o simplemente harían esa clase de comentarios hacia mi persona? ¿O acaso la burla es parte de la formación actoral? No me dolió el comentario,  en mi adolescencia me dijeron cosas peores de las que aprendí a reírme, lo que me dolió fue darme cuenta que uno le otorgaba su vulnerabilidad física y emocional a alguien que se mofaría de tal forma.

Ya a punto de egresar y convencido de que no sería actor porque tenía “más cara de director o dramaturgo”, eufemismo para no decirme panzón directamente, nos dieron una clase docentes de otra institución, los cuales salieron hablando mal de nosotros: “como era posible que tuviéramos esos cuerpos si éramos alumnos de último año”. Una vez más se traicionaba la confianza. Es como si los psicoanalistas se reunieran a tomar unos tragos y burlarse de sus pacientes. Un estudiante de actuación no es un paciente y el teatro no necesariamente tiene una función terapéutica, pero entre los creadores teatrales se genera mucha intimidad y lo que se traicionó y me parece reprobable es esa confianza.

 Salí de la escuela bien –afortunadamente-, pero hay quienes al dejarla tuvieron que ir a terapia, quienes lloraron delante del grupo porque se había nulificado su amor propio, quienes dejaron el teatro por considerarlo un  lugar hostil. Y siempre me pregunté si existiría otra forma, pues parecía que ese era el único camino. La letra con sangre entra. Pero hoy lo cuestiono y observo que no era normal. Se dice que así es, que esa es la forma de enseñar a actuar pero en realidad lo que se ha consolidado es una especie de maltrato sistemático como método para formar actores. No por parte de todos los docentes, es cierto pero casi todos los estudiantes que conozco padecieron algún trato que ahora con distancia pueden nombrar como lo que era: abuso.

Por último compartiré algo que viví cuando entré a la escuela. Al iniciar curso los compañeros de grados superiores nos hicieron un “ritual de iniciación”; este consistía en vejaciones y maltrato por parte de ellos.  Debido a esta práctica una vez la escuela salió en el periódico a causa de una denuncia hecha ante derechos humanos. Muchos de los comentarios posteriores de la comunidad escolar fueron que la persona que hizo la denuncia “no aguantaba nada”. Y era verdad. En la escuela muchos vivieron cosas peores por parte de los docentes.

Para ejemplificar mejor mi punto recomiendo ver Whiplash. La película trata, entre muchas cosas, de un profesor de música que ejercía violencia sobre sus estudiantes. Para algunos puede sonar como una exageración pero muchos conocidos míos, estudiantes de distintas escuelas de teatro, consideran que lo que vivieron durante su educación académica fue similar a lo que muestra la película.

Me gustaría pensar que muchos de los maltratos ejercidos en el método de enseñanza por parte de varios docentes es meramente desconocimiento del daño que se infringe pero un profesor de una prestigiosa escuela de teatro que conocí me platicó que una vez había tenido problemas con un grupo,  para lo cual fue con el director para que lo orientara sobre qué hacer para controlarlos y la respuesta del director fue simple y llanamente: trátalos mal.

Todos los que estudiamos en una escuela de teatro sabemos que es duro, pero duro se ha vuelto sinónimo de maltrato sicológico y vejaciones. Dejemos de asumir que las cosas son “como son”.  En un mundo de odio, construir desde el amor no solo sería un acto de resistencia sino un acto revolucionario.

ricardo

Reseñas

Parque Lezama: Superhéroes con bastón y andadera

por Zavel Castro 31 julio, 2016

Hay obras que insertan al espectador poco a poco en el universo que plantean y otras que desde el inicio lo incluyen de golpe. Este segundo caso corresponde a “Parque Lezama”, obra escrita por Herb Gardner, comedia adaptada y dirigida por Juan José Campanella. Desde que se sube el telón, los personajes interpretados por Luis Brandoni y Eduardo Blanco se presentan ante nosotros con las características definitivas que habrán de tener incluso en los puntos álgidos de la trama, no es que sea una construcción pensada para ir creciendo en el transcurso, sino que los personajes,  dos hombres ancianos, están terminados y listos para accionar y reaccionar con la misma intensidad (que no es poca) desde el principio. Esta cuestión hace que los actores requieran de una energía muy intensa para mantenerla durante toda la función, sin decaer en ningún momento.

Del mismo modo que los caracteres de los personajes, la escenografía espectacular, que recrea el parque que intitula el montaje, no cambia, lo que modifica es el ambiente que hace pasar al espectador por una verdadera montaña rusa emocional de acuerdo a las situaciones o mejor dicho aventuras, que sortean los actores. De tal suerte que en un principio se siente nostalgia, que en algún momento se vuelve tristeza, hasta pasar por la sorpresa y sobre todo compartir momentos muy alegres gracias a las ocurrencias de los protagonistas, especialmente las del personaje interpretado por Brandoni, quien ocupa sus últimos años para vivir todo aquello que se le escapó entre la cotidianidad y monotonía.

¿Por qué vivir en una sola vida si se pueden vivir cientos? ¿Por qué nos conformamos con una sola historia qué contar?  El tiempo pasa muy rápido, no vale la pena soportar sin ningún placebo la rutina que de repetirse, agota. El mensaje de esta obra reivindica la importancia de la ficción muchas veces para hacer soportable la existencia. La realidad nos atrapa con sus límites y la fantasía nos recuerda que el único que cabe es la imaginación de cada cual.

Brandoni es un gran narrador, sus ficciones extraordinarias tal vez son mentira, nunca lo sabremos del todo, pero ¿para qué sirve la verdad en un mundo en donde eso solo nos recuerda nuestro monótono devenir? Donde la verdad es que los acontecimientos se suceden y en el fondo no hay tanto que podamos realmente hacer. Pero Brandoni intenta, es un idealista que busca cambiar el mundo a su manera, que tratará que la utopía deje de ser un doloroso sinónimo de imposibilidad. Es una especie de superhéroe de la tercera edad que a su manera encuentra la forma de resolver las injusticias de su mejor amigo y cómplice (Eduardo Blanco), que representa la quietud, la serenidad y acaso el conformismo de quien nunca ha recurrido a la invención para imaginar una vida distinta.

Otra gran enseñanza del montaje es que el paso de los años no vuelve “innecesarios” a los hombres, no son más débiles que los jóvenes, sino que han depositado sus fortalezas en otro sitio, la experiencia los ha vuelto distintos, nunca menos capaces simplemente por su andar despacio. La fortaleza, el “súper poder” de estos dos, radica en el descubrimiento de esta actitud vital digna, fuerte, rebelde. Sienten más que ninguno la alegría de vivir entre cuento y cuento. Lo que nunca perderán será la valentía.

Parque Lezama es una obra que, entre tantas cosas, trata de la reivindicación del relato como medio para transformar la realidad. El ideal por excelencia del teatro mismo, cambiar el mundo con historias. No diremos si es posible o no porque es parte del descubrimiento que uno hace como espectador al mirar esta entrañable obra, pero lo que sí diremos es que en el fondo este montaje es una guía para la acción, un manifiesto poético que nos invita a no perder la esperanza de que otro mundo es posible. Uno mejor. Siempre.

Texto: Zavel Castro & Ricardo Ruiz Lezama, fundadores aplaudirdepie

Reseñas

El bululú. El duende de Osqui Guzmán

por Zavel Castro 23 julio, 2016

 

¿Cuántos personajes caben en un solo actor? ¿Cuántas historias guarda para compartirlas noche a noche con el espectador? Osqui Guzmán, reconocido intérprete, comediante e improvisador argentino responde con “El Bululú” que los personajes como las historias pueden aspirar a la infinitud siempre y cuando se tenga un talento desbordante.

A partir de (por lo menos) el siglo XVI en España era conocido como  “bululú” al  actor solitario que viajaba a pie de pueblo en pueblo contando fragmentos de las historias que se representaban en el teatro, poemas, canciones, cuentos, etcétera. Este actor se relacionaba con el público de manera directa, sin la distancia que se opone entre el escenario y la platea, en una función se construía un vínculo tan cercano que el actor era fácilmente querido por la comunidad. La noche de ayer, Osqui Guzmán se transformó en uno de ellos para demostrarnos que la esencia de este ritual no ha cambiado en absoluto.

Anoche lo vi encarnar a un alguacil, a una mujer fea, a un enamorado, a un marido anciano y vengativo, a un hablador y muchos otros, mientras nos contaba su propia historia, de cómo siendo hijo de costureros y soñando con convertirse en karateka había terminado sobre un escenario, solo para descubrir aquello que une a la confección con el arte de la interpretación. Y gracias a esta entrañable función, fuimos parte de un verdadero convivio. La gente estaba “cosida” a las historias que Guzmán iba contando, despedían a cada uno de los personajes con un aplauso. Con sus palmas, agradecían el virtuosismo del hombre que era capaz de experimentar múltiples metamorfosis frente a sus ojos.

Guzmán explicita en este montaje la técnica más acabada a la que un actor de máscara puede aspirar, es decir, que domina la construcción de los caracteres de los personajes a los que interpreta mediante el gesto (en primer lugar), la voz y el cuerpo; tras años de práctica y experiencia ha conseguido un admirable cuerpo escénico expresivo, en el que todo personaje fluye, un cuerpo flexible, dúctil, etéreo, elocuente, un cuerpo que cubre todo el escenario, un cuerpo al que solo le basta aparecer para captar la atención de los espectadores para no soltarla un solo momento. Durante la representación me he preguntado si acaso una actuación como la de Guzmán era a lo que García Lorca llamaba “duende”. Y es que hay algo en Osqui que se nos escapa, que es mucho más que su arte y simpatía, algo que no nombro pero que he podido reconocer.

Su “bululú” es también un reconocimiento y reivindicación del folclor andino de sus padres, es una oportunidad para honrar sus raíces bolivianas. Lo cual invita a pensar en las propias, a abrazar lo que uno es para ofrecerlo al mundo. “El bululú” es un unipersonal que viaja sobre todo de boca en boca a través de la recomendación. Era inevitable que me sumara a esta institución porteña y también invitara a mis lectores a ver esta obra fantástica.

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Reseñas

Lulú. Una putita con cara de muñeca

por Zavel Castro 16 julio, 2016

Los esfuerzos por hacer converger el lenguaje de la danza contemporánea en el teatro posmoderno no cesan de dar origen a múltiples representaciones, que, por la convivencia de elementos de uno y otro saber específico (danza y teatro) dan lugar a una multiplicidad de lecturas que se antoja interminable. La convergencia lingüística de la danza y teatro hace del primer montaje de la directora, una propuesta digna de ser vista un poco más de cerca.Por la comodidad intelectual que significa tener conocimiento previo del objeto del que se habla, me concentraré en el tema de “Lulú”, montaje escrito y dirigido por Itzhel Razo y David Hevia y protagonizado por la bailarina Sara Montero.

La obra, dividida en tres capítulos, se suma a la tradición literaria de la fatalidad femenina, el peligro como condición inherente a la mujer. Lulú es una provocadora profesional del deseo masculino, se sabe poseedora de la potentia gaudendi, definida por Paul Preciado como la potencia de excitación de un cuerpo. Responsable de su poder orgásmico, Lulú ha sabido hacer uso de él desde pequeña para “sobrevivir”, es su única fuente de recursos y, aunque no aparece en el montaje como una criatura particularmente ambiciosa (se conforma casi con cualquier proveedor), si se presenta desde el principio como una mujer absolutamente confiada de sus encantos y habilidades amatorias.

Fotografía: Darío Castro

Más que su condición de objeto y el pasado materialmente difícil, la debilidad de Lulú, aquello que la hará vivir en absoluto sufrimiento será el amor no correspondido de un hombre, que con tal de tenerla cerca, aunque no demasiado, le arregla varios matrimonios que la entretengan mientras el busca hacer su vida al lado de una mujer decente. Y es que la lujuria en Lulú no puede esconderse. Ella está siempre al rojo vivo. Ella danza. Ella ofrece sus movimientos insinuantes. Ella despierta el bajo vientre masculino. Ella acaricia. Ella araña. Ella enloquece a los hombres porque ha enloquecido de amor.

De todos los hombres que han aparecido en su vida (interpretados por Enrique Campo, José Alberto Gallardo y Carlos Alexis Nava) solo uno la ha poseído realmente (Damian Cordero), él la toma y la deja con la misma facilidad cuando se le viene en gana. Hasta que ella reclama tener un lugar en su vida. Esto conlleva al fracaso, no estaban destinados a estar juntos. Sabemos todos que un amor nunca resuelto se condena a la eternidad, es más profundo que todo lo que en verdad sucede, se vuelve casi mítico por inalcanzable. Un amor que se niega a hacer pareja formal.

Fotografía: Darío Castro

Fotografía: Darío Castro

Ojos grandes. Boca mojada. A su corta edad, Lulú confiesa que ha sido penetrada por todos sus orificios. Piernas firmes. Senos grandes. En sus pechos todo se resuelve. El deseo que ella inspira es más bien mortal. Es un impulso destructivo. Uno quiere penetrarla hasta acabar con ella. Uno la embiste con violencia. Y es que además ella sabe mentir. Le hace creer a los hombres que se ha enamorado perdidamente de ellos. En el fondo, ella no desea más que a un macho que sepa dominarla. Ella sólo desea poder obedecer.

Lulú es una historia contada mil veces, pero es un tema que desde el siglo XIX parece no tener ánimos de extinguirse, porque seguimos creyendo en la maldad femenina, porque la “mujer” como personaje teatral nos sigue fascinando y no hay mayor empoderamiento que este. Que la mujer siga siendo lo más importante, que escribamos sobre ella para tratar de explicárnosla, que sea el centro de nuestro universo teatral es un síntoma interesante que el feminismo en boga descuida las más de las veces por estar preocupado en denunciar las consecuencias de la condición femenina más que en celebrarla. Cualquier mujer puede originar o terminar una vida, he ahí su inabarcable poder. Ella es la esencia del drama.

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Reflexiones

La sana costumbre del desmontaje

por Zavel Castro 4 julio, 2016

Hay en el quehacer teatral una práctica que reporta encomiables beneficios y que afortunadamente se encuentra cada vez más extendida. Se trata del desmontaje de una obra tras función, es decir, cuando los responsables del montaje explican a los espectadores el proceso de creación y montaje de eso que acaban de ver; una especie de conversatorio y convivio en el que la obra se “abre” a los cuestionamientos del público con el fin de que puedan comprenderla y acaso disfrutarla de un modo distinto.

Siendo el teatro un fenómeno dependiente de cuerpos poéticos, actores y actrices que encarnan ideas y emociones, nos atrevemos a afirmar que no existe otra manifestación artística más personal e íntima que él, en tanto que se trata del encuentro de un ser humano con otro, de tal suerte que esta característica fundamental puede aprovecharse para la vinculación social, el reconocimiento y la hermandad, más allá de la puesta en escena.

La presencia de un ser humano sobre un escenario es infinitamente poderosa y al combinarse con la voluntad de compartir con el otro se vuelve uno de los actos más generosos que puedan experimentarse desde cualquier sitio que se ocupe en el teatro. Además es el medio más económico para tener un gesto de amigabilidad con ese otro que mira, una especie de agradecimiento a su tiempo, paciencia, atención y voluntad de estar ahí, de haber pagado o conseguido el boleto, de haber llegado hasta allí desde cualquier otro sitio. Así como para darle la bienvenida de la mejor manera a un espectador novato que se acerca apenas al teatro para descubrir un mundo nuevo. Para un desmontaje solo hace falta disposición de ánimo. Generosidad.

Basta con que quienes hacen posible la puesta, especialmente director(es) y actor(es), se desentiendan de toda expresión ególatra y cualquier dejo de glamour con los que acompañan las alfombras rojas y las conferencias de prensa[1], y quieran compartirse a través del recuento de sus experiencias en el teatro. No tienen más que charlar sinceramente con esos amigos de ocasión que son los espectadores, nobles y curiosos en su mayoría. Receptivos y admiradores de lo que puede provocar en ellos una historia en el escenario.

Para quienes hacen teatro (directores, actores, incluso escenógrafos, iluminadores y vestuaristas) hablar del proceso de creación y montaje resulta sumamente esclarecedor. Muchas veces el teatrista (o una compañía teatral) no es consciente de lo que ha hecho, sino hasta que lo dice. La docencia, depende tanto como la creación del ánimo de compartir, pero al depender de distintos estímulos, docencia y creación se enriquecen mutuamente.

El desmontaje obliga a los responsables del mismo a responder los cuestionamientos del público, a ordenar las ideas para expresarlas mejor. A saber con exactitud qué pasos se siguieron, qué elementos fueron elegidos y cuáles descartados, qué técnicas se utilizaron, cuál era el discurso o la poética que intentaron representar, que personas y que cosas los inspiraron, etcétera. Algunas veces el artista desconoce su propio método. De practicarse más a menudo, el desmontaje facilitaría el análisis de los propios creadores, la toma de consciencia de su propio quehacer y la documentación de sus procesos para reparar en los elementos esenciales de su trabajo. Conocerse a sí mismos para intentar conocer al otro.

En cuanto corresponde a los espectadores, esta práctica facilita la comprensión de la naturaleza única e irrepetible del fenómeno teatral. Al comprender mejor de qué se trata, gracias a la explicación de los propios creadores, podría darse cuenta de la excepcionalidad que representa el teatro y dejaría de compararlo con el cine (comparación absurda que arece nuca agotarse). Aprendiendo del teatro, se familiariza con él y se relaciona de una mejor manera. Ya no sería más un extraño, entonces quizá empezaría a simpatizarle un poco, incluso podría quererlo, podría volverse parte de sus prácticas de entretenimiento cotidianas. Por tanto, esta práctica es recomendable para la formación de públicos, puesto que aumenta la probabilidad de que  alguien que tenga esta experiencia es su juventud se vuelva más tarde un espectador consciente y constante.

Para el crítico el desmontaje es un enorme beneficio a su labor de investigación, puesto que el desciframiento de símbolos que componen la poética de un creador ya no depende exclusivamente de su interpretación o de lo que “él cree” que dio lugar a un montaje, incluso cuando se apoya en entrevistas con los creadores y en la bibliografía que soporte sus hipótesis, no hay como el cara a cara del creador y el público, para dar cuenta del proceso que va de la idea de la obra (hacerla/montarla), hasta la selección de personajes, vestuario, escenografía, música, teatro, las horas de ensayo necesarias para las funciones finales, el error, el perfeccionamiento, las técnicas de actuación, hasta la selección del teatro, la difusión de la obra y muchas otras cuestiones que a simple vista se escapan y son, sin lugar a dudas de suma importancia al momento de realizar un análisis. El desmontaje se presta a las declaraciones explicitas –comprobables en escena- y evita los malentendidos.

El crítico debe saber exactamente de lo que habla y no hay nada como que el mismo creador en complicidad con el público se lo dejen bien claro. Sin olvidar por supuesto que muchas veces algo que ha leído el crítico de la obra lo desconoce el propio artista. La relación entre crítico y artista es sumamente compleja, se sostiene en el respeto por la especificidad de su tarea, en la curiosidad y en la complicidad. El desmontaje facilita el vínculo, si no es que lo resuelve del todo.

No es nada más que hablar con el corazón y con las ideas claras, aprovechar que el público ya está ahí cautivo para hablar a profundidad del teatro, no esperar que asista algún otro día a cualquier evento académico alejado del convivio, como puede ser una conferencia, una presentación de un libro, etcétera, porque la gente común, ocupada en muchas otras cosas importantes para el día a día no lo hará. Muchas veces el círculo académico es sumamente reducido y poco generoso con las visitas.

¿Estamos realmente interesados en acercar a la gente al teatro? Propongamos cada vez más desmontajes. Invitémosla a nuestra fiesta de la forma más personal posible. No esperemos que la publicidad haga todo por nosotros, ni que una estrategia de descuentos de una obra a otra traiga gente nueva. Abramos los procesos. Descubrámoslo frente al público, dejemos atrás la mezquina idea de la “revelación de secretos” y la necesidad de resguardos. No hay nada que no pueda saberse. No hay nada que deba esconderse.  El imitador estará allí siempre, pero una vez que dejemos de preocuparnos por originalidades y plagios y practiquemos más la apertura de procesos se fortalecerá y crecerá la comunidad teatral. Es casi una promesa.

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[1] Recursos especialmente empleados en el teatro comercial; prácticas que no llegan a acercarse realmente con el público por usar a los medios de comunicación masivos como intermediarios. Aunque hayan sido pensadas como estrategias precisamente para “llegar” a la gente.

Reseñas

Alaska ¿y si tu hermano fuera tu objeto de deseo?

por Zavel Castro 15 junio, 2016

Ha llegado el año 2030, Hillary Clinton ha llegado a la presidencia de los Estados Unidos y ha puesto en marcha el “Plan Ártico”, un proyecto para poblar Alaska, para lo cual convoca a las familias de mexicanos inmigrantes a que envíen una solicitud para poder ser seleccionados. El montaje escrito y dirigido por Diego Beares comienza con una propuesta atrevida, característica que irá en aumento en el transcurso de la obra, hasta el punto en que la tensión es tan fuerte que el espectador termina por angustiarse.

Una de las familias elegidas para la población del ártico es una familia que hasta ese momento residía en Acapulco. El cambio de climas extremos (de uno de los sitios más calurosos de México hasta uno de los sitios más fríos del globo terrestre) será significativo cuando veamos que se traduce al clima emocional de los personajes principales: los dos hermanos, “Rómulo” y “Remo”, hijos de un matrimonio disfuncional (de madre ausente, sustituida por una atractiva mujer y un padre sumamente irresponsable) que mantienen una relación amorosa a la vista de su padre.

Más que la homosexualidad de los hermanos –que sin duda alguna colabora bastante en la generación de tensión dramática-, la relación incestuosa es la que se torna realmente peligrosa; entre Rómulo y Remo, resulta bastante clara la dinámica de poder que se ha establecido desde que en su temprana juventud comenzaron sus escarceos libidinales. La dominación y sumisión alcanza muchas veces al sadomasoquismo (tanto sexual, remarcado por los roles sexuales, como en el plano cotidiano, donde la debilidad de uno fomenta y soporta los abusos del otro).

El dispositivo escénico que soporta el elenco en bastante sencillo (debido a las propias posibilidades técnicas del Cine Tonalá, espacio donde tiene lugar esta primera temporada): una pantalla, una mesa con sillas donde ocurren las reuniones familiares, especialmente la hora de la comida y una escalera en la que el narrador, que hará las veces de anfitrión, utilizara para agilizar su discurso en el punto álgido de la trama. En este punto, conviene decir que, por lo menos en la función que presenciamos, este personaje interpretado por Mauro Navarro Sánchez, es quien en todas sus apariciones mantiene la atención del espectador al máximo nivel.

El elemento fundamental del montaje es la sexualidad entre los hermanos, esta pulsión anormal que los atraviesa, esa pasión que siente el uno por el otro sin importar el estrecho vínculo que tienen por compartir la misma sangre. Vemos sus cuerpos estremecerse de placer unas cuantas veces en escena. Estos pasajes eróticos aumentan la sensación de que aquello “no está bien” al mismo tiempo que resultan excitantes. Se compone así un “teatro-fetiche” capaz de atraer y repeler a quien observa.

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Sexo. Drama. Poder. La vida “normal” se resquebraja indiscretamente. El deseo es doloroso y a veces, es imposible escapar de él. Nos dejamos llevar y sufrimos las consecuencias. Habrá sangre. Uno de los hermanos no soportará que su amante se aleje de él para estar con otro hombre. Ganarán los celos. Se forzará la fidelidad. El ambiente general del montaje, así como en desenlace que evidentemente no revelaremos acá es siniestro. La obra de Beares nos ha dejado un dolor en el pecho.

¿Qué hubiera pasado si esta familia se hubiera quedado en Acapulco?

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Reflexiones

Los consejos de Goethe

por Zavel Castro 5 junio, 2016

Una consecuencia desfavorable de la hiperespecialización del mundo actual es la escasez de un hombre con curiosidades infinitas, que como Wolfgang von Goethe sea capaz de apasionarse con la misma intensidad de temas tan disímiles como lo son el estudio de las plantas, la legislación gubernamental e incluso el teatro.  A estos temas y muchos más les ha dedicado meditaciones cejijuntas que devienen en profundas reflexiones. Hoy nos detendremos en su pensamiento teatral recogido en sus Reglas para Actores[1], una lectura que recomendamos a todos los amantes del teatro, quienes participen de él como espectadores, críticos o creadores. Vale tanto la pena que te enlistamos sus ideas principales para que te quedes con ganas de seguir sus consejos o cuando menos de acercarte a los orígenes que justifican el pensamiento sobre el teatro occidental moderno; te darás cuenta que algunas ideas románticas aún permanecen sobre los escenarios, de que la historia a veces avanza de puntillas.

El actor debe ser respetuoso con el lenguaje. Dentro y fuera del escenario debe cuidar de la correcta pronunciación de las palabras, procurar una dicción impecable. Debe dominar la modulación de voz, debe tener buena postura para saber impostarla. En el teatro debe imperar el buen gusto, no quedan bien las groserías ni las palabras vulgares, no queda bien recoger el argot de las culturas populares. Debe pronunciar sus diálogos con calma, despacio, claramente. Por ningún motivo debe hablar demasiado rápido.  Debe prestar atención al contenido del discurso, de esa forma sabrá acompañarlo con el tono adecuado. Debe hablar con fluidez.

El actor debe saber unir lo verdadero con lo bello,  así como reconciliar lo bello con lo importante, dotar de poesía los sucesos cotidianos, no detenerse en hablar sobre los aspectos negativos de la realidad. Todo en él debe ser gracioso, por ello es necesario que sepa controlar cada parte de su cuerpo, que sepa usarlo de manera que sus movimientos sean siempre agradables a la vista. No debe hacer ademanes demasiado exagerados, debe intentar conquistar al público a través de su mirada.

El actor debe tomar en cuenta que está allí por voluntad del espectador. Como un gesto agradecido es menester que le guarde respeto, que honre su presencia ofreciendo un buen espectáculo. Se dice hasta el cansancio que “los actores se deben a su público” pero lamentablemente se demuestra (a veces) demasiado poco, se agradecen las alabanzas pero se descuida terriblemente el vínculo que se crea gracias al convivio, y es que en los tiempos que corren los egos de quienes observan el mundo parados sobre un ladrillo los enceguecen por vanidad y no logran más que contemplarse del mismo modo que hizo Narciso. Agradecen el aplauso fácil, no buscan ya la auténtica conmoción.

Un actor no debe sonarse la nariz sobre el escenario y mucho menos escupir, “es horrible que durante una obra de arte le recuerden a uno estos aspectos de la naturaleza”, dice Goethe ¿imaginan su sobresalto al ver el exceso de fluidos de algunas obras de teatro posmoderno?

Así pues creemos que Goethe, de viajar en el tiempo hasta el día de hoy, no vería con buenos ojos muchas de las cosas que pasan en la escena actual, tomemos pues estos fragmentos de su pensamiento con la comprensión necesaria, con humor y tolerancia. Nunca está demás saber qué opinan los grandes pensadores sobre aquello que amamos.

¿Cuáles serían las “reglas para el actor” hoy en día? ¿Alguna sugerencia?

Notas

[1] Von Goethe, Johann Wolfgang. Trad. David Hevia. Reglas para actores.  Paso de Gato. Cuadernos de Ensayo Teatral. No. 23 México, D.F. Toma, Ediciones y Producciones Escénicas y Cinematográficas: 2012. 27 pp.

Críticas

Fin de semana en Madrid. “Tierra del Fuego” y “Animales nocturnos”

por Zavel Castro 4 junio, 2016

Hace algunos días he ido a Madrid con el propósito de ver dos propuestas que, para cualquier fanático del teatro, justifican cuantas horas de viaje hayan sido necesarias. Se trata de “Tierra del Fuego” de Mario Diament y “Animales Nocturnos” de Juan Mayorga. La primera dirigida por Claudio Tolcachir –móvil principal para que hayamos decidido asistir a la función- , se presentó en la sala Max Aub en el Teatro Matadero, mientras que la segunda, dirigida por Carlos Tuñón, tuvo lugar en la sala Fernán Gómez del Centro Cultural la Villa. Ambos montajes cuestionan las posibilidades de confrontación con “el otro” en ambos casos representado por “el extranjero”, ese sujeto que ha dejado de pertenecer a su lugar de origen sin lograr tampoco ser enteramente parte de un nuevo sitio, esos seres nostálgicos que sueñan, extrañan, suspiran y llevan consigo la promesa de un futuro mejor posible en algún lugar lejano que, sin embargo, nunca llamarán “hogar”.

“El extranjero” es un hombre intermedio entre el pasado y el futuro, esta titubeante posición le obliga a simultáneamente a abrazar y adaptar al nuevo entorno lo culturalmente aprendido en su entorno familiar. Es importante entender que no se trata solo de usos y costumbres, sino de gestos fundamentales que trascienden y significan el estar en el mundo del individuo, modos que condicionan su forma de ser, elementos que conforman su identidad. Así pues, comprendemos que no se trata de accesorios de los que pueda prescindirse a voluntad con el paso del tiempo, porque hasta el momento de partida parecían tan naturales, tan propios, incluso tan invisibles, en tanto que nunca antes se había tenido que reparar en ellos que jamás alcanzamos a explicarnos cuando pueden llegar a estorbar.

Nuestra identidad puede causarnos problemas siempre y cuando se enfrente a la cerrazón de pensamiento que caracteriza a la intolerancia, aún más, cuando la inflexibilidad de posturas se sostiene de bases legales que no son necesariamente justas y que incluso parecen apoyar al racismo y la exclusión.

Cuando la ley apoya a la intolerancia surgen políticas que hacen comprender al extranjero como delincuente, fomentando que la sociedad los relegue y castigue. Algunas veces el extranjero comete alguna acción que en efecto, violenta de manera consciente contra la sociedad, como ocurre con el terrorismo[1]. Esta situación es representada en “Tierra del Fuego”, cuya trama se desenvuelve a partir del encuentro entre un terrorista con su víctima, un hombre que en su juventud, siguiendo sus convicciones radicales políticas y religiosas, cometió un asesinato masivo en el que pereció la mejor amiga de la mujer que ahora lo visita en la cárcel, intentando comprender los motivos del hombre detrás del criminal sin que ello signifique necesariamente perdonarlo.

Tierra del fuego

El encuentro promete una tensión prolongada, sin embargo, la potencia de la confrontación se diluye gracias a la aparición de otros personajes (el marido y los padres de la mujer, el abogado del árabe terrorista) que complementan la historia individual de la mujer y bastante poco el acontecimiento que detona el drama (el encuentro después de muchos años de víctima y victimario). Las historias alternas alargan la obra y pueden resultar prescindibles para el espectador.

Como ya hemos dicho, el asesino respondía a un movimiento terrorista en defensa de los presupuestos del Islam, que reclamaba la tierra donde sucedió el atentado como suya, en defensa de los intereses del pueblo judío. La historia de la dominación de una civilización a otra es un tema que parece no agotarse en tanto que siempre encuentra formas de actualización, de ahí que su tratamiento resulte necesario y urgente.

“Tierra de fuego” propone la tolerancia y la inclusión, la empatía y acercamiento de los seres humanos independiente a su cultura, estrato, religión, etcétera, es un discurso de paz e igualdad que invita al reconocimiento del otro como un hermano, saber quién es el otro, tratar de entenderlo, ponernos en su lugar. Esto queda claro solo en el vínculo del terrorista árabe y la mujer judía, no así con el resto de las personas que rodean la vida de la mujer, como si solo importase la amistad de los contrarios, mientras la separación y extrañamiento entre iguales es permitida.

A pesar de la sensación de intimidad entre los personajes que siempre consigue Tolcachir, especialmente con la limitación de los diálogos a dos participantes a la vez (nunca hablan más de dos, cara a cara), hay algo que aleja este montaje del teatro vivo, acaso la notoria posición del lado de los judíos de autor y director, quienes señalan al árabe como el otro mediante la cuidada elección de actores, el énfasis en su tipo y acentos, mientras que los judíos no presentan ningún rasgo característico, representan los españoles promedio. Esta es para nosotros una toma de postura. El riesgo de esta interpretación es entonces el tratamiento que se le da al “extranjero”, el otro, al que miramos como alguien distinto, con quien guardamos nuestra distancia, aquel que debe agradecer nuestro acercamiento y acaso lástima. Como esa gente poderosa que se toma fotos con los damnificados para presumir su filantropía. Esa es la sensación que nos causa.

Enarbolar la bandera de la igualdad con el fin de sentirnos humanamente superiores. Acaso la frialdad escénica pueda deberse al tipo de actuación empleada, alejada de toda pasión verdadera. No es que esta obra no sea por esto sumamente valiosa, sino que simplemente no ha sido para nosotros un acontecimiento como la mayoría de las obras dirigidas por Tolcachir (nos referimos por supuesto  sus obras creadas para el circuito off).

La obra de Diament es una obra comercial con pretensiones artísticas, esto justifica el poco suspenso, silencio y vacío. Los textos teatrales de esta naturaleza (comercial) generalmente dicen todo, así el espectador puede adoptar una actitud totalmente pasiva. Deja poco sitio a la imaginación poética en su intento de resultar más contundente. Lo único que no alcanzamos a comprender del todo es la decisión final de la protagonista, aquello que la inspira  a prestar ayuda al atacante de su mejor amiga, su decisión a disminuir de alguna forma su condena y no sabemos si ha sido solamente un arrojo de compasión o si realmente se ha convencido de la transformación del penitente en un hombre de paz.

Al contrario de “Tierra de Fuego”,“Animales nocturnos” está plagado de momentos misteriosos[2], hay mucho más de lo que no se dice que dota al montaje de un espesor fascinante. Resulta más complejo en tanto que los personajes muestran lo peor de sí mismos y este rasgo es al mismo tiempo, su mayor virtud. Un rasgo de carácter que les ha permitido seguir la vida que llevan, sobrevivir.


imageAl igual que la obra de Diament, el extranjero es alguien cercano al crimen, aún cuando, en la obra de Mayorga,  solo se trate de no pedir permiso para habitar un espacio por el que se pretende trabajar con honradez.  Es un crimen en tanto que infringe las políticas de inmigración que no permiten a un no nacido en España (en este caso) radicar definitivamente en el país sin un empleo fijo, con todos los trámites que esto supone. En “Animales nocturnos” se trata el tema de la extranjería retratando el problema de la inmigración y del abuso descarnado y absurdo de poder.

El montaje de Carlos Tuñón presenta la historia de un hombre que descubre que su vecino habita el país de forma ilegal y decide aprovecharse de la situación en beneficio propio a base de chantaje y mermando con sus exigencias la dignidad del otro, que obedecerá solo, para poder seguir ahí donde ha decidido depositar sus esperanzas. Cada uno estos hombres representa un polo de la animalidad del hombre, está el salvaje y el apacible, el depredador y la presa. Todo depende de quién tenga la posición de ventaja, en este caso aquel que ha nacido en el país es más poderoso que el habitante ilegal, aun cuando ambos trabajen y que el segundo tenga valores más humanos.

“Animales nocturnos” se configura a partir de una metáfora profundamente bella, entender al mundo desde la realidad de los animales en cautiverio y es que no somos otra cosa que salvajes que han aprendido a disfrazarse para dominar al mundo aún cuando esto suponga esclavizarse a él. Nos deleitamos con nuestra libertad ficticia y padecemos pasivamente cuando alguien amenaza nuestra felicidad. Simplemente porque es más cómodo. Sobre la discriminación, la sutileza de la pluma de Mayorga, consigue que el espectador comprenda que todos somos refugiados de algún lugar y que las leyes de exclusión han sido llevadas al absurdo.

Se trata de un teatro compasivo, humano, fundado en la misma esencia de las relaciones humanas, el encuentro del uno con el otro, la reacción ante la diferencia. La metáfora se materializa en una escenografía perfecta, un cubo de madera que simula las cajas cerradas por la noche de los zoológicos, donde a veces se transportan a las bestias. Todos somos peligrosos. Aún en cautiverio. La caja diseñada por Alfonso Pizarro, se despliega para mostrar  los apartamentos de los protagonistas y se cierra cuando la escena ocurre en cualquier exterior, un café, una oficina, un asilo, el zoo. La escenografía logra la creación de un universo cerrado. Ideal para la trama.

Tampoco podemos evitar destacar de esta puesta en escena el tipo de actuaciones que emplea para la representación. La energía, concentración y despliegue emocional de Jesús Torres y Pablo Gómez Pando protagonistas, llegan a lo más profundo del espectador porque parece que todo lo que sucede en escena los afecta hasta la entraña. Esa conexión, esa verdad se contagia. El público no puede más que reaccionar a todo lo que pasa en escena y conmoverse  con cada uno de los caracteres humanizados, el vecino siniestro que muestra sin embargo una faceta enternecedora, y un hombre cuya sensibilidad extrema lo acerca a la debilidad hasta derrotarlo. Ante nosotros tenemos la historia de un fracaso doloroso en la búsqueda de un sueño. Es entonces que notamos la nostalgia que todos llevamos a cuestas, el arraigo duele tanto como el andar sin rumbo. Los espectadores sienten que conocen a los personajes aún cuando apenas tienen pequeños detalles de su historia personal. He ahí la maestría de Mayorga.

Es verdad que el ejercicio de comparación de ambas puestas revela nuestras preferencias, no podemos ni queremos evitarlo. Lo importante para concluir el ejercicio es enfatizar la relevancia de los montajes en una época en que “la diferencia” es una bomba de tiempo a punto de estallar. En un mundo como en el que vivimos donde la intolerancia ha alcanzado cimas peligrosas es necesario detenernos y ver en “el otro” lo más bello de nosotros mismos. Luchar contra la vanidad, la superioridad y el desprecio en aras de un mundo incluyente, dialéctico, armónico a pesar del desequilibrio. En este sentido nos atrevemos a asegurar que ningún lugar consigue un victoria más poética que el teatro.

[1] Siguiendo la definición de  la Real Academia Española, entendemos este término como la Dominación por el terror, sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por locomún de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.

[2] Estamos concientes de que, como dice Jorge Dubatti, no “deberíamos” juzgar dos obras con los mismos parámetros, en tanto que los cánones son obsoletos. Nos encontramos en una época de multiplicidad del canon.  Por tanto, comprendemos que cada obra debe requiere su propia forma de análisis, plantea una forma única de comprensión. Aún con esto nos regodeamos en el ejercicio intelectual de la comparación que ayuda a dilucidar mejor los componentes específicos de dos o varios fenómenos estéticos distintos.


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Reflexiones

Cómo reconocer una buena dramaturgia

por Zavel Castro 16 mayo, 2016

Sabemos que una obra de teatro puede juzgarse a partir de diversos criterios, ángulos de percepción y concepciones sobre el quehacer escénico. Por lo tanto, sobre el fenómeno teatral existen múltiples opiniones que se contradicen o complementan y críticas tan disímiles sobre un montaje en concreto que facilitan el reinado de la subjetividad y el ninguneo de las figuras de autoridad, quienes cada vez más, ven relegado su trabajo de pensamiento en función de las alabanzas hacia cualquier propuesta, con tal de que esta resulte entretenida.

Puede haber obras malas y con fallas técnicas que funcionen. El criterio del público suele ser mucho más noble que el del estudioso, pero esta nobleza tiene mucho más que ver con la ingenuidad y la falta de referentes que con su buen corazón. Es muy fácil que el público entusiasmado por el convivio teatral califique una obra como “imperdible” y que la recomiende a pesar de que ésta descuide los elementos básicos para ser considerado un trabajo logrado.

No es que todos los trabajos escénicos deban ceñirse a parámetros concretos, a lo largo del tiempo han aparecido y lo seguirán haciendo dramaturgias innovadoras que cuestionan lo canónico, pero lo hacen partiendo metodologías precisas aun cuando solo puedan utilizarse una sola vez o por un solo creador. Aunque nunca antes haya sido implementada, una metodología supone una base teórica funcional literaria y/o escénica.  La cuestión aquí es enfatizar que no se trata de que si hay diálogo con el espectador signifique que una obra (a nivel de dramaturgia, que es de lo que hablamos esta vez) sea de buena calidad.

Nos resulta importante siempre regresar a lo que nos parece uno de los elementos fundamentales del teatro: el texto. Hace algún tiempo que se le ha restado importancia, incluso algunos directores (especialmente inspirados en el inigualable Artaud) prescinden de su utilización hasta el final del proceso de creación; es decir, que muchas veces ya no se piensa en él como la herramienta esencial, universal y necesaria. En este sentido, en los montajes que surgen a partir de un laboratorio, el texto aparece como resultado de un proceso y no ya como el detonante.

Es un hecho: Lo que sucede en la escena ha ganado terreno sobre otros elementos del teatro, como el texto que en muchos casos queda relegado y ninguneado. Pero lo que permanece de los grandes clásicos son sus dramaturgias, pues son lo único que pueden dar cuenta de lo inapresable de la experiencia teatral. Por ello consideramos pertinente pensar en el valor de un texto independientemente de la puesta en escena. Y el texto, la dramaturgia, pensada como creación literaria, está sujeto a criterios de valoración.

Creemos conveniente exponer nuestra suerte de guía para  evaluar si un texto dramático funciona en sí mismo. Nuestro juicio se basa en ciertas características imprescindibles que para nosotros debe tener una buena dramaturgia, como lo son:

 

  • Tensiones. Un texto debe generar, entre otras cosas, expectación, suspenso y crisis argumental con el fin de recapturar una y otra vez la atención del espectador y generar sorpresa, catarsis e impacto. Debe haber siempre una ambientación de peligro que mantenga al público en espera de lo que va a suceder.
  • Trascendencia. Una buena dramaturgia supera el lenguaje. Va mucho más allá de lo que dice, contiene sus puntos álgidos en el silencio, en aquello que no está dicho y que sin embargo constituye una presencia, algo que intuimos, que sentimos sin que nadie lo haya verbalizado aún, algo que entendemos a través de la conmoción, no del texto explícito.
  • Una buena dramaturgia no trata de imponerte una forma de pensar o ver el mundo, de lo contrario se convertiría en un texto tendencioso, inclinado hacia una postura, pensando más en la doctrina que en el desarrollo de una historia rica en contrastes, como lo es la vida.
  • Permite que los actores encarnen. Si un texto dramático es pensado para llevarse a escena consideramos que debe estar hecho precisamente para la acción, para un cuerpo que fluye con las palabras, un cuerpo que encarna una historia, no simplemente que la reproduce. Es por ello que descreemos absolutamente de la “narraturgia”[1] como posibilidad artística. Utilizar a un actor en escena únicamente como vehículo oral de un texto, es demeritarlo como intérprete. Es someter una historia al buen uso de su voz y su proyección escénica, omitiendo todas las habilidades corporales, gestuales y de interpretación que posee. Es convertir en un narrador reemplazable. Es ignorar sus facultades interpretativas. Es denigrarlo.[2]

 

Lo contrario de los elementos que posee una buena dramaturgia suele salir fácilmente a la luz, puesto que también existen señales que nos ayudan a reconocer una obra “fallida”, que perjudican muchas veces la puesta en escena. Enlistaremos estos indicadores con el único fin de que quede claro el criterio que utilizamos a la hora de analizar una obra de teatro por su potencial dramático contenido en las palabras.

 

  • Una obra que pretenda explicarlo todo, que hable de lo que dicen los personajes, que no haya algo más allá, que no deje espacio a la imaginación, interpretación, una obra cerrada e inflexible, es casi siempre una obra intolerante y ya hemos hablado de los riesgos de la postura maniquea y panfletaria. Es necesario tener esto claro: las grandes obras no lo dicen todo. Las grandes obras no son predecibles (esto no quiere decir que no tengas pies ni cabeza).
  • Una obra que vaya por un lado de la historia y termine por otro que nada tiene que ver, que se traicione a sí misma en sus premisas o que carezca de ellas. No es que el rompimiento de la lógica sea inadecuado, siempre y cuando se haya elegido esta característica con consciencia y con un propósito específico, tal como lo propusieron las vanguardias desde la defensa de lo irracional. No cuando sea notorio que la obra salió de las manos del autor para ser un disparate que entretenga a como dé lugar, ya sea con historias entrelazadas que no se correspondan y no sean significativos para la trama, o concluyendo la obra abruptamente con alguna solución espontánea. La congruencia es importante, tanto a nivel de argumentación como en lo que respecta a la construcción de los personajes. Cuando una obra no va hacia algún lado ¿Para qué necesita de la atención del espectador? Lo mismo ocurre cuando es monótona.
  • Cuando es pretenciosa, sucede muchas veces que se intenta tratar un tema profundo de manera superficial, haciendo eco de opiniones sin sustento con argumentos de moda. Sin un posicionamiento ideológico o estético, buscando simplemente la complacencia de un rato. Se pensaría que esto solo pasa con el teatro comercial –a secas- pero no es así. Este tipo de obras funcionan como ocurrencia y no como metáfora. Y el teatro es ante todo una obra artística, una labor artesanal que lleva tiempo y esfuerzo, no un quehacer que pueda resolverse mediante fórmulas establecidas que por haber probado su éxito una vez funcionan por siempre.

 

No ignoramos que el teatro no está hecho para estar en papel, que el teatro escrito no es el fin de ningún dramaturgo. El teatro se escribe para la escena, sin embargo, no por ello puede tomarse a la ligera. Si el descuido existe desde la elaboración de la base escénica ¿Qué podemos esperar del montaje? Así mismo sabemos que el pensamiento es flexible y que el estudio ampliará nuestra visión y acaso modifique o sostenga los criterios que hoy compartimos.

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Notas

[1] Entendemos «narraturgia» a partir de la problematización del concepto (atribuido al mismo autor) de José Sanchís Sinistierra. Especialmente la acepción que refriere a las obras que tienen mayor carga hacia la narrativa que hacía el diálogo. Y que incluso, llegan a reducirse solo a los relatos, omitiendo o evitando la acción.

[2] Especialmente en México este último punto puede deberse más a un problema de dirección, que, sin embargo facilita este tipo de escritura. Sabemos que un texto narrativo puede ser encarnado y ser teatral, pero requiere de un proceso que solicita de los participantes que lo llevan  escena paciencia y concentración. Cuestión Insalvable cuando reparamos en que el panorama teatral nacional –estoy generalizando- señala multiplicidad y prisa.

 

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