Esta reflexión está acotada a un lector muy específico: el teatral. Y dentro del teatral a los que se preguntan sobre la dramaturgia, sobre por qué y cómo escribimos. El objetivo de este escrito no es continuar ninguna polémica, ni responder a nadie en específico. La escribo pensando en mi generación. En mis compañeros que, como yo, recién estamos egresando de las escuelas de teatro y nos enfrentamos a ese extraño mundo profesional. Espero pueda abrir nuevas vías de reflexión y orientar nuestra energía a algo que construya antes que mordernos la cola. Y es que pareciera que, como dice la novela, “en México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”. Afrenta si se declara desierto un premio, afrenta si se otorga uno, afrenta porque la obra es narratúrgica, afrenta porque no es narratúrgica, afrenta porque pedimos la bebida con popote, afrenta porque se nos derramó el refresco, en cualquier caso, pareciera que la enunciación nos ofende y nos cala en lo más profundo de nuestro ser.
Polemizar está de moda, más ahora que Facebook y Twitter están tan al alcance de los dedos. Recientemente salió una nota llamada Se está abusando de la narraturgia (Cf. Universal Querétaro 19/07/18) y luego En defensa de la narraturgia (Cf. Aplaudir de pie 23/07/18) una reflexión de Ricardo Ruiz Lezama que me pareció afortunada. Afortunada no porque se esté a favor o en contra de un concepto, sino porque la nota le otorgaba la dimensión precisa a todo el lavadero: un pleito aburguesado que nace de prejuicios y de una arbitrariedad crítica que sorprende.
Lo que me hace preguntar: qué pasa si el mal «endémico» del teatro no es conceptual. ¿De qué nos sirve convertir a la dramaturgia en una máquina de conceptos? ¿Realmente importa, para nuestro teatro, si esto es aquello u otra cosa? Pareciera que ahora concentramos mucho de nuestro tiempo en la forma, en las maneras al estilo Manual de Carreño. Quizá sea nuestra herencia colonial por la que aún peleamos con la aspiración al formalismo, a defender que la creación debe nacer de lo geométrico, de la fórmula, como si fuera un parto de la inteligencia.
Hay un adagio que dice: «México es un país tan formalista que, si la gente no encuentra el asa, no podría levantar una taza».
La crisis de la dramaturgia tiene la característica, me parece, que en el afán de renovarse a sí misma, de demostrar (¿a quién?) que sí sabemos hacerla, se ha descuidado uno de sus aspectos más valiosos: cuenta historias, nuestras historias. Necesitamos historias. Cada país necesita de sus propias historias y narraciones. Necesita confrontarse a sí mismo. Responder ante los estímulos internos y globales, ante las pulsiones de los centros y la periferia, observar nuestra realidad social, y sabemos que la literatura puede construir los puentes necesarios.
Una anécdota: Rodolfo Usigli cuenta que cuando escribió su primera obra (El apóstol, 1931) sometió la obra a una lectura privada a la que asistieron Xavier Villaurrutia, Carlos Barrera y Alfonso Gutiérrez Hermosillo. Una vez que concluyó la lectura los antes enunciados le hicieron observaciones que iban desde su habilidad para crear retratos psicológicos y morales a su dolencia dramática al escribir una obra con exceso de literatura, ausencia de emoción y teatralidad. Dice Usigli:
«Ni Villaurrutia, ni Barrera, ni Gutiérrez Hermosillo ─cuyas opiniones retengo en la memoria─ dieron en el clavo a pesar de su interés y de su actividad dentro del teatro. Elogiaron el diálogo y la caracterización, pero se abstuvieron de comentar lo demás, que era, por ejemplo, la lucha entre la clase media de México y los snobs afrancesados, entre la clase media y el capitalismo […] el teatro no es una simple forma de arte ni un lugar para escupir frases brillantes: es un oficio que sólo puede desenvolverse con el conocimiento del mundo y de las pasiones del hombre dentro de él»
Toda proporción guardada, la anécdota de Usigli, me parece, ejemplifica (80 años después) lo que aún nos sucede. Gastamos mucha energía en querellas estilísticas, en tuitazos, en demostrar que hemos dado “el paso hacia adelante” y poco en profundizar en nuestros entornos: nuestras calles, nuestras rutas, nuestras protestas, nuestras experiencias, nuestra mexicanidad, nuestro lugar en el mundo. ¿La dramaturgia es un mero laboratorio de experimentación formal, de dislocamiento conceptual, de producción? La inmediatez, la polémica, el arribismo y el conformismo temático son los principales responsables de nuestra cojera dramática, no la narraturgia.
El estudio es importante, la crítica, la teoría, la difusión, el análisis de las obras que se escriben y de las que nos llegan, pero no lo es todo, hay que llenar esas herramientas con nosotros, con nuestro ser (latinoamericano) en el mundo, escribir con la ventana abierta, que las reflexiones no se queden en lo superficial, ni en la controversia, sino en la creación de diversas identidades.
Con todo lo anterior no estoy sugiriendo que escribamos de mariachis, nopales y figuras nacionalistas, somos culturas híbridas, somos sujetos de un espacio cada vez más y más virtual, pero no ajeno a nuestra tierra, personajes que no habitan una sola forma de teatralidad, sino una cantidad enorme de expresiones, el umbral es basto en lo formal, pero hay que tener la sensibilidad del contenido, reconocernos como algo que va más allá de un término del léxico teatral.