En su libro La salvación de lo bello, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos habla sobre “lo pulido” como “seña de identidad de la época actual”. Lo pulido “más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general: encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los ‘me gusta’… toda negatividad resulta eliminada”. Estamos en una era en donde todo quiere mostrarse impoluto, donde quiere eliminarse cualquier rasgo que pueda dar una imagen conflictiva, principalmente sobre el protagonista de esta era: yo, claramente no el autor de este escrito sino el individuo como figura aspiracional –¿de qué? de un yo mejor que yo mismo-, culto a la persona, ya no a las celebridades como otrora sino a cualquiera, fundamentalmente a uno mismo, era de la selfie y la sonrisa eterna sin importar las circunstancias, sin importar incluso si se está en el memorial del Holocausto.
Pero solo lo positivo es digno de mostrarse en tiempos de lo pulido. Todo lo que tiene que ver con el individuo se maquilla. Para eso no solo tenemos las viejas y confiables operaciones estéticas sino los novedosos filtros de las distintas aplicaciones, belleza instantánea para la foto, sin bisturí y al alcance de un dedazo. Tiempo de mascaradas donde la apariencia es más importante que la verdad. Pero para todo esto ¿qué es la verdad? Lo mismo que preguntó un trabajador de Facebook hace varios meses a unos reporteros. Realidad aparente, mayoritariamente virtual sobre la otra realidad, ¿cuál? ¿la auténtica? ¿Quién es realmente uno, quiénes son los otros? Crisis de representación. Y es en medio de estas preguntas y esta crisis que una forma va ganando espacio en el teatro, el arte de la representación por excelencia: el testimonial autorreferencial.
Es notoria la proliferación de espectáculos autorreferenciales que se están creando en todos los países. El problema de muchos de estos espectáculos es que trasladan todas las dinámicas que nos exige este mundo al escenario. Abundan obras de intérpretes a los que no les pasa nada y que actúan con gestos rígidos y vacuos, puestas en escena donde los autores e intérpretes solo nos muestran lo que quieren que veamos de ellos, escenario como Instagram, piezas que son sucesión de imágenes construidas solo para agradar, para sonsacar un me gusta -corazoncito para ser más preciso con la analogía-, onanismo vendido como arte. ¿Cómo reconocemos estas obras? Con una simple pregunta: ¿a mí que me importa la vida de esos individuos? Este tipo de espectáculos han destruido una de las experiencias fundamentales del teatro: la reivindicación de la alteridad. El teatro nos recuerda que existen otros y que esos otros importan. Bueno, no este tipo de experiencias de las que hablo.
Y lo peor es que muchos “creadores” de este tipo han intentado justificar su quehacer mediante el abordaje de temas “comprometidos”, tanto de actualidad como históricos, tomándolos como simple forma para aparentar que sus “creaciones” tienen algo más que vacío, incluso como conocedores de su oficio han logrado agregar más máscaras a la de la sonrisa eterna de la selfie, han agregado gestos e inflexiones de dolor, indignación y rabia, pero ni aun así logran ocultar la banalidad que los constituye. Ante esto los espectadores siguen preguntándose ¿a mí que me importa la vida de esos individuos?
Por todo esto, que existan creadores que propongan otras maneras de narrar el yo para desestructurar los relatos hegemónicos son fundamentales. Es necesario que se muestre que no todo es perfecto, que no siempre podemos sonreír, que no siempre nos esperan finales felices y que no somos sino simplemente esto que somos, ni más ni menos, una mezcla de miedos, fragilidad y anhelos. Acá es donde presento a un joven creador argentino que ha hecho de su vida y su dolor una obra de arte: Gael Policano Rossi ¿Arte en qué sentido? Fundamentalmente en el sentido que Tolstoi mencionaba en sus reflexiones sobre arte, como una manera con la cual el artista logra emocionarnos mediante el hecho de compartirnos su universo íntimo. Algo aparentemente muy sencillo, pero altamente complejo en un tiempo en que los otros parece que importan cada vez menos, en un tiempo de egoísmo, del yo sobre todas las cosas. Emocionarse por lo que le pasa al otro no es menor en este mundo en el que hemos empezado a normalizar los actos más atroces en contra de nuestros semejantes, en el que la vida, y las manifestaciones artísticas han comenzado a dejarnos impertérritos.
Gael es dramaturgo, novelista, poeta y actor, y como artista ha enfocado gran parte de su labor a la creación y presentación de conferencias performáticas donde él es el protagonista. Pero ha logrado transcender el yo individual para alcanzar un yo político, lo privado como social. De este modo no solamente da cuenta de sí mismo sino de la era en la que le tocó vivir, era de la virtualidad y la apariencia, del cibermundo, ciberamor, y cibersexo y otros términos que casi no se enlistan en pos de salvaguardar el mundo de lo pulido: la cibersoledad, el ciberdolor.
Amor brujo
Hace algún tiempo se viralizó una noticia sobre un actor que presentó un monólogo en un teatro sin un solo espectador. Hasta la fecha me pregunto, ¿si nadie lo vio podemos seguir llamándole teatro? No lo sé. Por otro lado, a mí me tocó ver hace años una función donde yo fui el único espectador. No me cabe duda de que eso fue teatro. Ahí conocí el trabajo de Gael. De manera valiente, considerando que la valentía no es ausencia de miedo ni fragilidad, honesta y contundentemente me compartió su vida, no de forma condescendiente como lo hacen los influencers para mostrarnos que ellos también sufren como cualquier otro simple mortal, tampoco de manera exhibicionista como algunos internautas que muestran sus lágrimas orgullosos de sentir tanto, nada de esto, lo hizo acaso de manera ritual como menciona Peter Brook cuando dice que los artistas ofrendan su sufrimiento a los espectadores.
Pero lo que quizá llamó más mi atención de esa experiencia fue la manera en que se notaba que había una intervención artística sobre su vida. No solo se paraba y contaba anécdotas, sino que había técnica artística aplicada a lo real, de tal manera ese momento no quedó solo como una entrañable plática entre dos desconocidos, sino que se elevó a pieza artística. Había sorpresa, progresión, digresión, contrastes y tensiones. Todo enunciado en un incisivo verso libre. Sobre todo lo técnico usado de forma virtuosa me sentí tocado, por el lapso de la presentación pude acompañar a Gael en sus desventuras como si de un personaje se tratara, pero no era un personaje, me encontré maravillado ante el descubrimiento de otro ser humano.
El hecho de que Gael traicionara nuestro tiempo y mostrara lo que hay detrás de la máscara de lo pulido, aquello que todos se esfuerzan por enterrar en lo más profundo de sus historias de Facebook, de Instagram o en sus tweets es algo que a pesar de los años no logro olvidar. En un mundo de apariencias la honestidad trasciende el tiempo. Sé que Gael es un creador joven que ya está dando de qué hablar en su país y solo es cuestión de tiempo, estoy seguro, de que empiece a sonar por otras partes.
Al final de la función quedé con el deseo de que muchos más espectadores vivieran lo que yo había vivido, un encuentro íntimo y entrañable, franco y honesto. Espero que ahora que Gael viene a México a presentar sus conferencias performáticas Amor brujo y Mamadera no sea yo el único espectador esta vez.

Foto: @DaríoCastroPH