Hace algunos días he ido a Madrid con el propósito de ver dos propuestas que, para cualquier fanático del teatro, justifican cuantas horas de viaje hayan sido necesarias. Se trata de “Tierra del Fuego” de Mario Diament y “Animales Nocturnos” de Juan Mayorga. La primera dirigida por Claudio Tolcachir –móvil principal para que hayamos decidido asistir a la función- , se presentó en la sala Max Aub en el Teatro Matadero, mientras que la segunda, dirigida por Carlos Tuñón, tuvo lugar en la sala Fernán Gómez del Centro Cultural la Villa. Ambos montajes cuestionan las posibilidades de confrontación con “el otro” en ambos casos representado por “el extranjero”, ese sujeto que ha dejado de pertenecer a su lugar de origen sin lograr tampoco ser enteramente parte de un nuevo sitio, esos seres nostálgicos que sueñan, extrañan, suspiran y llevan consigo la promesa de un futuro mejor posible en algún lugar lejano que, sin embargo, nunca llamarán “hogar”.
“El extranjero” es un hombre intermedio entre el pasado y el futuro, esta titubeante posición le obliga a simultáneamente a abrazar y adaptar al nuevo entorno lo culturalmente aprendido en su entorno familiar. Es importante entender que no se trata solo de usos y costumbres, sino de gestos fundamentales que trascienden y significan el estar en el mundo del individuo, modos que condicionan su forma de ser, elementos que conforman su identidad. Así pues, comprendemos que no se trata de accesorios de los que pueda prescindirse a voluntad con el paso del tiempo, porque hasta el momento de partida parecían tan naturales, tan propios, incluso tan invisibles, en tanto que nunca antes se había tenido que reparar en ellos que jamás alcanzamos a explicarnos cuando pueden llegar a estorbar.
Nuestra identidad puede causarnos problemas siempre y cuando se enfrente a la cerrazón de pensamiento que caracteriza a la intolerancia, aún más, cuando la inflexibilidad de posturas se sostiene de bases legales que no son necesariamente justas y que incluso parecen apoyar al racismo y la exclusión.
Cuando la ley apoya a la intolerancia surgen políticas que hacen comprender al extranjero como delincuente, fomentando que la sociedad los relegue y castigue. Algunas veces el extranjero comete alguna acción que en efecto, violenta de manera consciente contra la sociedad, como ocurre con el terrorismo[1]. Esta situación es representada en “Tierra del Fuego”, cuya trama se desenvuelve a partir del encuentro entre un terrorista con su víctima, un hombre que en su juventud, siguiendo sus convicciones radicales políticas y religiosas, cometió un asesinato masivo en el que pereció la mejor amiga de la mujer que ahora lo visita en la cárcel, intentando comprender los motivos del hombre detrás del criminal sin que ello signifique necesariamente perdonarlo.
El encuentro promete una tensión prolongada, sin embargo, la potencia de la confrontación se diluye gracias a la aparición de otros personajes (el marido y los padres de la mujer, el abogado del árabe terrorista) que complementan la historia individual de la mujer y bastante poco el acontecimiento que detona el drama (el encuentro después de muchos años de víctima y victimario). Las historias alternas alargan la obra y pueden resultar prescindibles para el espectador.
Como ya hemos dicho, el asesino respondía a un movimiento terrorista en defensa de los presupuestos del Islam, que reclamaba la tierra donde sucedió el atentado como suya, en defensa de los intereses del pueblo judío. La historia de la dominación de una civilización a otra es un tema que parece no agotarse en tanto que siempre encuentra formas de actualización, de ahí que su tratamiento resulte necesario y urgente.
“Tierra de fuego” propone la tolerancia y la inclusión, la empatía y acercamiento de los seres humanos independiente a su cultura, estrato, religión, etcétera, es un discurso de paz e igualdad que invita al reconocimiento del otro como un hermano, saber quién es el otro, tratar de entenderlo, ponernos en su lugar. Esto queda claro solo en el vínculo del terrorista árabe y la mujer judía, no así con el resto de las personas que rodean la vida de la mujer, como si solo importase la amistad de los contrarios, mientras la separación y extrañamiento entre iguales es permitida.
A pesar de la sensación de intimidad entre los personajes que siempre consigue Tolcachir, especialmente con la limitación de los diálogos a dos participantes a la vez (nunca hablan más de dos, cara a cara), hay algo que aleja este montaje del teatro vivo, acaso la notoria posición del lado de los judíos de autor y director, quienes señalan al árabe como el otro mediante la cuidada elección de actores, el énfasis en su tipo y acentos, mientras que los judíos no presentan ningún rasgo característico, representan los españoles promedio. Esta es para nosotros una toma de postura. El riesgo de esta interpretación es entonces el tratamiento que se le da al “extranjero”, el otro, al que miramos como alguien distinto, con quien guardamos nuestra distancia, aquel que debe agradecer nuestro acercamiento y acaso lástima. Como esa gente poderosa que se toma fotos con los damnificados para presumir su filantropía. Esa es la sensación que nos causa.
Enarbolar la bandera de la igualdad con el fin de sentirnos humanamente superiores. Acaso la frialdad escénica pueda deberse al tipo de actuación empleada, alejada de toda pasión verdadera. No es que esta obra no sea por esto sumamente valiosa, sino que simplemente no ha sido para nosotros un acontecimiento como la mayoría de las obras dirigidas por Tolcachir (nos referimos por supuesto sus obras creadas para el circuito off).
La obra de Diament es una obra comercial con pretensiones artísticas, esto justifica el poco suspenso, silencio y vacío. Los textos teatrales de esta naturaleza (comercial) generalmente dicen todo, así el espectador puede adoptar una actitud totalmente pasiva. Deja poco sitio a la imaginación poética en su intento de resultar más contundente. Lo único que no alcanzamos a comprender del todo es la decisión final de la protagonista, aquello que la inspira a prestar ayuda al atacante de su mejor amiga, su decisión a disminuir de alguna forma su condena y no sabemos si ha sido solamente un arrojo de compasión o si realmente se ha convencido de la transformación del penitente en un hombre de paz.
Al contrario de “Tierra de Fuego”,“Animales nocturnos” está plagado de momentos misteriosos[2], hay mucho más de lo que no se dice que dota al montaje de un espesor fascinante. Resulta más complejo en tanto que los personajes muestran lo peor de sí mismos y este rasgo es al mismo tiempo, su mayor virtud. Un rasgo de carácter que les ha permitido seguir la vida que llevan, sobrevivir.
Al igual que la obra de Diament, el extranjero es alguien cercano al crimen, aún cuando, en la obra de Mayorga, solo se trate de no pedir permiso para habitar un espacio por el que se pretende trabajar con honradez. Es un crimen en tanto que infringe las políticas de inmigración que no permiten a un no nacido en España (en este caso) radicar definitivamente en el país sin un empleo fijo, con todos los trámites que esto supone. En “Animales nocturnos” se trata el tema de la extranjería retratando el problema de la inmigración y del abuso descarnado y absurdo de poder.
El montaje de Carlos Tuñón presenta la historia de un hombre que descubre que su vecino habita el país de forma ilegal y decide aprovecharse de la situación en beneficio propio a base de chantaje y mermando con sus exigencias la dignidad del otro, que obedecerá solo, para poder seguir ahí donde ha decidido depositar sus esperanzas. Cada uno estos hombres representa un polo de la animalidad del hombre, está el salvaje y el apacible, el depredador y la presa. Todo depende de quién tenga la posición de ventaja, en este caso aquel que ha nacido en el país es más poderoso que el habitante ilegal, aun cuando ambos trabajen y que el segundo tenga valores más humanos.
“Animales nocturnos” se configura a partir de una metáfora profundamente bella, entender al mundo desde la realidad de los animales en cautiverio y es que no somos otra cosa que salvajes que han aprendido a disfrazarse para dominar al mundo aún cuando esto suponga esclavizarse a él. Nos deleitamos con nuestra libertad ficticia y padecemos pasivamente cuando alguien amenaza nuestra felicidad. Simplemente porque es más cómodo. Sobre la discriminación, la sutileza de la pluma de Mayorga, consigue que el espectador comprenda que todos somos refugiados de algún lugar y que las leyes de exclusión han sido llevadas al absurdo.
Se trata de un teatro compasivo, humano, fundado en la misma esencia de las relaciones humanas, el encuentro del uno con el otro, la reacción ante la diferencia. La metáfora se materializa en una escenografía perfecta, un cubo de madera que simula las cajas cerradas por la noche de los zoológicos, donde a veces se transportan a las bestias. Todos somos peligrosos. Aún en cautiverio. La caja diseñada por Alfonso Pizarro, se despliega para mostrar los apartamentos de los protagonistas y se cierra cuando la escena ocurre en cualquier exterior, un café, una oficina, un asilo, el zoo. La escenografía logra la creación de un universo cerrado. Ideal para la trama.
Tampoco podemos evitar destacar de esta puesta en escena el tipo de actuaciones que emplea para la representación. La energía, concentración y despliegue emocional de Jesús Torres y Pablo Gómez Pando protagonistas, llegan a lo más profundo del espectador porque parece que todo lo que sucede en escena los afecta hasta la entraña. Esa conexión, esa verdad se contagia. El público no puede más que reaccionar a todo lo que pasa en escena y conmoverse con cada uno de los caracteres humanizados, el vecino siniestro que muestra sin embargo una faceta enternecedora, y un hombre cuya sensibilidad extrema lo acerca a la debilidad hasta derrotarlo. Ante nosotros tenemos la historia de un fracaso doloroso en la búsqueda de un sueño. Es entonces que notamos la nostalgia que todos llevamos a cuestas, el arraigo duele tanto como el andar sin rumbo. Los espectadores sienten que conocen a los personajes aún cuando apenas tienen pequeños detalles de su historia personal. He ahí la maestría de Mayorga.
Es verdad que el ejercicio de comparación de ambas puestas revela nuestras preferencias, no podemos ni queremos evitarlo. Lo importante para concluir el ejercicio es enfatizar la relevancia de los montajes en una época en que “la diferencia” es una bomba de tiempo a punto de estallar. En un mundo como en el que vivimos donde la intolerancia ha alcanzado cimas peligrosas es necesario detenernos y ver en “el otro” lo más bello de nosotros mismos. Luchar contra la vanidad, la superioridad y el desprecio en aras de un mundo incluyente, dialéctico, armónico a pesar del desequilibrio. En este sentido nos atrevemos a asegurar que ningún lugar consigue un victoria más poética que el teatro.
[1] Siguiendo la definición de la Real Academia Española, entendemos este término como la Dominación por el terror, sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por locomún de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos.
[2] Estamos concientes de que, como dice Jorge Dubatti, no “deberíamos” juzgar dos obras con los mismos parámetros, en tanto que los cánones son obsoletos. Nos encontramos en una época de multiplicidad del canon. Por tanto, comprendemos que cada obra debe requiere su propia forma de análisis, plantea una forma única de comprensión. Aún con esto nos regodeamos en el ejercicio intelectual de la comparación que ayuda a dilucidar mejor los componentes específicos de dos o varios fenómenos estéticos distintos.