Carlos Talancón escribe, dirige e interpreta el monólogo “El Nahual” en el que cuenta la historia de un vendedor de pistaches asesinado por un narcomenudista que permanece en la esfera de los vivos vagando como fantasma, contando su historia tras de la nuca de algún transeúnte descuidado, él sabe que no pueden escucharlo pero lo intentará hasta el fin de los tiempos porque ese es su único consuelo.
“Lo que más nos encabrona a los muertos es no tener posibilidades de venganza” dice el vendedor de pistaches a manera de lamento, incapaz de resignarse se dirige hacia el público para hablarnos de cómo era su vida antes del asesinato y sobre qué pasó tras su muerte. La producción de la obra es intencionalmente precaria, la sencillez de los elementos justifica la poética del montaje: una silla de metal (de esas que reconocemos de los puestos de barbacoa o de reuniones familiares de clase media) colocada sobre una alfombra de primeras planas de periódicos de nota roja (Alarma, La Prensa, El Esto, El Metro). Una violinista (Adriana H. Forcada) en una esquina que con su instrumento comenta y acompaña la narración y la iluminación focalizada directamente sobre el sitio donde el protagonista pasa la mayor parte del tiempo de función (la silla) bastan para introducirnos al mundo de los barrios pobres de la Ciudad de México.
La obra comienza con el vendedor de pistaches conocido en las calles como “el güerito” (nunca sabremos su nombre real) sentado en la silla de metal, levantando las hojas de periódico y leyendo los encabezados en voz alta. Buscando la noticia de su muerte aprovecha para preguntarse ¿Cuál de todas esas notas retrata la muerte más tonta, cuál de ellas la más triste? Sin duda los títulos amarillistas le restan seriedad a las tragedias, es por eso que a los pocos minutos se cansa y prefiere narrar el mismo su historia. Sólo así dejará de sernos anónimo. Sólo así repararemos en que así como existe él hay muchos otros seres grises en los que nunca reparamos. Confiados, salimos a la calle con la seguridad de encontrar en el camino a los vendedores ambulantes que sólo interesan por su utilidad inmediata, no sabemos quiénes son, cuáles son sus sueños, cómo viven o si están enamorados. No nos interesan. Son personajes de paso, mera utilería de la vida cotidiana.
“El güerito” nos cuenta que en vida habitó un lugar conocido como “El hoyo”, alguno de esos barrios construidos al azar que escapan de toda regulación legal. Sin código postal, ni la obligación de pagar predial o algún servicio (en esos sitios todo es improvisado), en el barrio, dice, todo mundo es compadre, comadre o ahijado del vecino, y las cuentas por pagar se cobran por propia mano. No hay más sistema de justicia que la que imparten los delincuentes de los que él sería, como sabemos, víctima por un asunto que no llega a esclarecerse, quizá se trate de una confusión. “
El pistachero parece haber sido buena gente, trabajador, sincero, simpático su mayor carencia se reciente en su nivel educativo (tiene una pésima habilidad lectora y un lenguaje reducido repleto de groserías). Su vida ha sido de lo más ordinaria. Rodeado de pobreza, visible en sus jeans rotos, sus zapatos desgastados y su playera barata que lleva por estampado el escudo de Supermán, nos cuenta sobre sus primeras experiencias de “placer prohibido” en el deshuesadero de automóviles a los que todos los jóvenes iban para tener sus primeros escarceos libidinales, sobre sus aspiraciones de poeta, sobre su enamoramiento de una joven a la que nunca se atrevió a hablarle y, finalmente sobre el episodio de su muerte y cómo comenzaron a decir que era un “nahual”, un ser fantástico culpable de todas las desgracias del barrio.
Como ser maldito la muerte del nahual es entonces celebrada y su entierro consta nada más de aventarlo al basurero envuelto en una cobija. Como alma vagabunda, el pistachero fantasma revelará al público que lo único que conservan los muertos es la capacidad de dar zapes y que lo que más se extraña en la línea intermedia hacia el más allá es el deseo. La narración fluida a cargo de una actuación viva y exacta de Carlos Talancón quien hace las veces del pistachero con interrupciones en las que interpreta a otros personajes (la madrina, los vecinos, “el pipis”, etcétera), deviene en un retrato sobre ese sector social olvidado, omitido, en portavoz de los seres anónimos cuya vida transcurre junto a la nuestra. “El Nahual” repara en la seriedad de la muerte de todas esas personas sin nombre y con rostro desdibujado, es pues un gran trabajo de dignificación de los seres marginados que nos complace recomendar.