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Zavel Castro

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Zavel Castro

Historiadora. Estoy obsesionada con el fenómeno teatral.

Críticas

Consagrada. El fracaso del éxito.

por Zavel Castro 1 abril, 2024

Es por eso por lo que estamos aquí. Para luchar entre el dolor y, siempre que sea posible, para aliviar el dolor de los demás…

Andre Agassi, Open.

 

El dolor es la única constante. Algo, tarde o temprano nos tiene que doler: el camino que elegimos, las decisiones que tomamos, nuestra forma de querer, los sueños que alcanzamos y lo que no,  las ilusiones que soltamos en el camino… es inevitable que acumulemos heridas a medida que crecemos, algunas de ellas dejan huella en nuestro cuerpo para recordarnos lo que hemos vivido.  Pocas personas son tan conscientes del dolor como quienes entregan su vida al deporte.  Las atletas asumen que padecer es inherente a todo éxito o fracaso: entrenar, esforzarse por alcanzar una meta, insistir, resistir, están plagados de sufrimiento, de ello da cuenta de la obra Consagrada. El fracaso del éxito* interpretada por Gabi Parigi, con dirección de Flor Micha, escrita en coautoría por ambas artistas.

Parigi entra al recinto encorvada, como quien carga una cruz; en el cuello, sostenido por un cabestrillo le cuelgan medallas y en la cabeza vendada lleva una diadema de trofeos miniatura.  Avanza entre el público como si se tratara de una procesión, con ayuda de una muleta, sus piernas -una cubiertas también por vendajes y férulas- indican que se encuentra en proceso de recuperación.  A pesar de su actitud derrotada o quizás motivada por ella, se dispone a compartir su historia con el público. Su presentación sugiere que no será una historia feliz pues, ya desde esa primera aparición nos revela algo que en el mundo del deporte suele ser un secreto a voces: que los triunfos siempre son relativos, pues quien gana, a menudo, no sabe y no puede disfrutarlos.

En ese mundo las coronas lastiman.  Para los y las deportistas de alto rendimiento, ganar puede sentirse como una maldición, pues los galardones alientan y al mismo tiempo condenan a quienes los ganan a persistir en un camino lleno de frustraciones, sacrificios y sobre todo dolor, mucho dolor. El sufrimiento que implica cada triunfo a la larga les resulta redituable.  Algunos de los padecimientos son conocidos:  luxación, esguince, tendiditis, pero aquellos que dejan las secuelas más desgarradoras, a menudo, no se nombran.

Fotografía: Maca de Noia

Esta renuncia a la palabra se percibe en buena parte de la obra, pues Parigi narra gran parte de su historia con acciones, confiando en la expresividad de su cuerpo para transmitir lo que para ella implicó dedicar su infancia y juventud a la gimnasia artística: escuchar constantemente y terminar por convencerse de que nunca sería suficientemente virtuosa para ser una de las mejores, sobre todo porque su peso siempre supondría un problema para alcanzar sus metas.

La imposición de la cultura de la superación, que obliga a las gimnastas a aceptar todo tipo de maltratos y sacrificios; la privación de la comida, el control de la vida social y la limitación de las relaciones afectivas en nombre de la gloria deterioran la vida de las atletas, quienes suelen sufrir todo esto en silencio y en complicidad con otras deportistas que saben exactamente por lo que tienen que pasar para subir a un podio.

La palabra emerge a su debido tiempo convirtiéndose en una más de las herramientas que Parigi utiliza. Todos los elementos sobre el escenario, incluyendo su cuerpo le sirven para construir imágenes, alcanzando incluso, en algunos momentos, metáforas visuales. Estas se construyen especialmente cuando los objetos desobedecen el uso para el que fueron creados, como el plinton que sirve como pedestal y pantalla de proyección y la muleta que también sirve como soporte para micrófono. Este recurso enfatiza el vínculo entre el deporte y la ortopedia, una relación que por lo general es apenas mencionada por los medios, aún cuando las atletas pasan tantas horas recuperandose de las lesiones como aquellas que destinan a los entrenamientos.

La poca atención en los reportajes sobre la rehabilitación física que conlleva el atletismo profesional, se debe a que esto desluce el halo de gloria con que el periodismo recubre las notas sobre las competencias: lo que importa es insistir en que con disciplina, constancia y talento “cualquiera”puede convertirse en ídolo y ganarse la admiración del resto del mundo.

Fotografía: Maca de Noia

Este tono grandioso de las notas que tienden a ocultar los pesares del atletismo, se traduce escénicamente en el uso del contrapunto, que en la obra, consiste en narrar un suceso desagradable utilizando recursos cómicos, confundiendo, a propósito al público, que acompaña las escenas con una sensación agridulce e inquietante.  Por ejemplo, cuando Parigi narra el comportamiento de uno de los personajes que representan la figura del entrenador deportivo: sujetos exigentes y déspotas que someten a las gimnastas a los peores castigos (quien haya visto el documental Athelete A intuye cómo suele ser este tipo de maltrato). Sin embargo, esta escena tiene un toque de humor, la protagonista parodia al entrenador exagerando sus gestos, para mostrarlo como lo que es: un ser despreciable y ridículo, su actuación provoca risas entre el público, quien a la vez se siente muy incómodo. Una sensación que resulta familiar a las atletas aunque nunca se habituen del todo a ella.

A largo de su carrera, se acostumbran a recibir abusos y humillaciones de todo aquel que sienta que tiene autoridad para juzgar su desempeño y su figura, principalmente los comentaristas deportivos, aunque los aficionados también hablan con un tono de autoridad cuando de juzgar se trata (pensemos por ejemplo en los comentarios que algunos periodistas se permiten hacer en pleno siglo XXI sobre la gimnasta mexicana Alexa Moreno).

El uso del contrapunto también nos permite reconocer los matices y la complejidad de la vida deportiva. Pues a pesar de que hay mucho sufrimiento, también hay momentos gozosos. Se hacen amigas, se disfruta poner a prueba el propio cuerpo y alcanzar una nueva meta, viajar, competir. No es que todo sea malo pero es difícil vivir así.  A medida que se acerca el final, porque las carreras de las atletas suelen ser cortas, es inevitable preguntarse si todo ha valido la pena ¿No habría sido mejor rendirse? ¿valió la pena tanto sacrificio para conseguir una medalla? ¿Qué sigue al bajar del podio?

Quizás ganar tenga más que ver con reconocer que siempre tenemos la oportunidad de comenzar otra vez, que hay vida más allá de cualquier triunfo o derrota. En sus memorias, Andre Agassi llega a la siguiente conclusión: «Aunque no sea tu vida ideal, siempre puedes escogerla. Sea como sea tu vida, escoger lo cambia todo.» Esto es precisamente lo que ha hecho Parigi: rechazar el papel de víctima para construir una nueva vida.  No es el dolor lo que la define, sino las ganas de seguir.

Al salir del recinto lleva puesta una nueva corona, esta vez no la lastima. Saluda y sonríe con la cabeza en alto. Ha ganado en sus propios términos.

 

 

*Esta crítica fue escrita a partir de la función del 26 de marzo de 2024, en el Centro Cultural España en México.

 

Reflexiones

Estimad@s egresad@s:

por Zavel Castro 14 agosto, 2023

En julio del año pasado, el maestro Isaac Pérez Calzada me invitó a fungir como madrina de la generación trigésimo novena de la carrera de actuación del Centro Cultural Virginia Fábregas, a quienes dirigí estas palabras que hoy comparto con todas las personas que estén por egresar de cualquier escuela de formación artística.

A Yudith Coelho, Fernanda Córdova, Miguel Ángel García e Indra Martínez

Estimad@s egresad@s:

Quiero expresarles mi profunda admiración por haber hecho realidad el sueño de estar en un escenario, sé que para lograrlo algunas de ustedes han confrontado reticencias familiares, dificultades económicas y situaciones que las han hecho dudar si han elegido el camino correcto, personalmente pienso que sí, porque estoy convencida de que las personas que tienen la valentía para insistir en hacer lo que las hace felices, tienen la capacidad de encontrar su lugar en el mundo. Si tienen buena fortuna, habrá compañías y procesos que las hagan sentir parte del medio artístico, en este caso, bastará con que se acoplen a una dinámica preexistente y que pongan a prueba las herramientas que adquirieron durante su proceso de formación. De todo corazón les deseo que su incorporación sea amable e indolora; cuando estén dentro, les pido que no olviden la alegría que les causó esa sensación de pertenencia y que siempre reciban con generosidad y cariño a las generaciones que vendrán después de ustedes. No hay necesidad de enemistarse con quienes comparten su misma pasión, o por lo menos, no hay que hacerlo de antemano, solamente porque en la escuela nos hayan fomentado un espíritu de competencia desmedido: la única forma de destacar positivamente es el propio trabajo.

La segunda posibilidad, es que para encontrar su lugar en el mundo, tengan que enfrentar algunas adversidades. Quizá se encuentren con personas o instituciones que sientan que el teatro es suyo y que hay que pedirles permiso para formar parte de él. Esas personas no soportan que haya más de un camino posible para hacer lo que nos gusta y mucho menos que ese camino pueda llevarnos lejos. Les aconsejo que no teman a esos guardianes y que en lugar de empeñarse en ganar su aprobación, tengan presente que nadie, por más que aparente, tiene el poder de abrir o cerrar todas las puertas. El mundo es muy grande. No es necesario forzar ninguna cerradura, ni someterse a los caprichos de quienes les niegan el paso. Si consiguen sobreponerse a esta situación, les pido que no olviden la sensación de frustración y de tristeza que les provocó que alguien intentara detenerles y que cuando tengan oportunidad de incluir a alguien en los proyectos en los que estén, lo hagan sin temor a ser desplazados, sé que escucharán muchas veces esa amenaza velada que dice que “nadie es indispensable”, lo cierto es que cuando hacemos un buen papel en lo que nos toca, podemos llegar a ser irremplazables. El escenario es muy grande. No hace falta insistir en esas prácticas que hacen del medio un lugar hostil.

La tercera y última opción es que aún no exista un lugar al que puedan llegar para desarrollar su talento, puede ser que no consigan adaptarse a los modelos de creación existentes, no es que ustedes estén haciendo algo mal, sino que los tiempos han cambiado y quizá demanden la reinvención de lo que conocemos como teatro. En este caso tendrán que inventar su propio camino, sus propias formas de hacer teatro, distintas a las convencionales. Si este es el caso, les pido que intenten crear un mundo mejor del que tenemos ahora, que asuman que una de sus tareas consista en reconocer aquello que no quieren repetir del medio (conductas, discursos, formatos, tipos de relación con el público), todo aquello que les impida disfrutar del escenario y hacer del teatro un paréntesis en la vida cotidiana.

Me dará mucho gusto coincidir con ustedes en el futuro próximo y celebrar los hallazgos que encuentren en su camino.

 

Reflexiones

El público: recuerdos, rumores y presagios*

por Zavel Castro 3 noviembre, 2022

Buenas tardes, quiero agradecer a Javier Ibacache y a Pepe Zapata por su invitación y por la inspiración, al consejo asesor y a los equipos de producción y logística por haber realizado el enorme esfuerzo que supone idear y concretar un evento de esta magnitud, cuyo propósito, hay que decirlo, es tan noble como pertinente. Los espectadores y las espectadoras merecen una mención especial por haber respondido al llamado para ayudarnos a mejorar nuestra relación con ustedes.

Debo confesar que, cuando me invitaron a compartir esta conferencia, me puse bastante nerviosa,[1] pues me había sido encomendada la difícil tarea de sintetizar en una narración coherente y de ser posible entretenida, la trayectoria del público desde sus orígenes hasta vislumbrar sus futuros posibles. Acepté el reto, limitando la exposición a la historia occidental. A pesar de esto, confío en que la observación de la transformación de su comportamiento constituye una problemática global.

Naturalmente, es imposible abarcar la diversidad de las comunidades de público en una sola charla; prefiero dar cuenta de esta limitante antes que pretender que mi discurso incluye, representa y es capaz de interpelar a todas y a todos. Al igual que las obras, los textos se construyen a partir de la imagen de un espectador o espectadora ideal y las mías, son aquellas personas dispuestas a escuchar comentarios poco optimistas sobre la relación del teatro con sus públicos, considerando que quizá, haya algunos problemas que resolver y que estos no desaparecen descalificando a la mensajera.[2]  Prefiero decirlo, antes que pretender que mi discurso incluye a todas y a todos. Me parece importante enunciarlo porque, aunque los mecanismos de exclusión son inherentes a cualquier discurso y a cualquier representación, muchas investigaciones escénicas y académicas, obvian este factor, ya sea porque a su parecer, es demasiado evidente o porque al generalizar, facilitan las conclusiones de sus estudios. Este y otros problemas que voy a señalar corresponden al campo de la investigación teatral y particularmente al campo de los estudios de público. Este congreso me parece un espacio idóneo para recuperar también esta discusión, para que acaso, las espectadoras y los espectadores incluyan en las demandas de su manifiesto, que la investigación explicite a quienes excluyen sus discursos. Voy a estar soltando algunas ideas sobre el manifiesto esperando que algunas de las reflexiones detonadas por las exposiciones y los talleres sirvan para apuntalar las consignas.[3]

Ante la imposibilidad de contener la historia del público en una sola exposición, haciendo una glosa de los textos fundamentales y de los hechos históricos que dan cuenta de la existencia de las espectadoras y los espectadores en distintas épocas, he preferido apelar a la naturaleza creativa del oficio de historiar y prestar atención a los rumores que existen sobre el público, rumores que han inventado unos para advertirnos sobre su naturaleza violenta y otros para promover la figura del espectador y de la espectadora ideal. Ambos tipos de rumores funcionan actualmente para determinar el tipo de público cuya presencia es digna de celebrarse.

Hablo de rumores porque finalmente mucho de lo que sabemos sobre el público de otros tiempos, así como del público de hoy, no son más que especulaciones, datos muy imprecisos o información que sirve solo para conocerlo de manera superficial. Tomar las especulaciones como una fuente fidedigna, nos permite acceder al imaginario colectivo del sector teatral, dejándonos conocer cuáles han sido los prejuicios, los temores y los ideales a partir de los cuales han construido sus representaciones sobre ese cuerpo colectivo que se ocupa de mirar, sentir y pensar el teatro, para dotar de significado a las obras.

Atender a las representaciones de los públicos es fundamental para comprender las razones por las cuales, la mayoría de las obras y la mayoría de los teatros los relegaron a un segundo plano y por qué ahora nos preocupa tanto que recuperen su protagonismo.

Recuperar el imaginario sobre el público, en lugar de retomar el discurso que ha articulado el sector con ayuda de la comunidad académica, no quiere decir que no me he tomado en serio la tarea que me han encomendado, por el contrario, pienso que en el futuro las investigadoras y las espectadoras debemos tomarnos mucho más en serio nuestro derecho a imaginar y que tenemos que defenderlo como una forma legítima de conocimiento, puesto que así, podremos ofrecer mayor resistencia a las figuras y las empresas que pretenden “enseñar a pensar al público” y “ayudarle a entender las obras” (en sus términos).

Lo repito: la imaginación del público es una forma legítima de conocimiento.

Las interpretaciones que haga sobre lo que ve son válidas y no necesitan de la aprobación académica, de hecho, la investigación académica y, desde luego, también la investigación histórica, tienen mucho de invención y esto no merma su validez, por el contrario, nos ayuda a reconocer el quehacer creativo y poético de quienes interpretan los signos.[4] Restablecer la imaginación como una vía de conocimiento, honra la esencia del teatro pues, en todo caso, nuestra imaginación ha provocado que sintamos la necesidad de inventar mundos efímeros y hacerlos existir en un escenario, y  también se expresa en el deseo de ficción que nos lleva a ocupar las butacas.

La imaginación es el elemento fundacional del fenómeno teatral y también es la clave para entender el tipo de relaciones que hemos establecido con las espectadoras y con los espectadores, pues por lo general, el vínculo está condicionado por lo que creemos que son, por lo que nos han dicho que son y por lo que deseamos que sean; usualmente, al público lo intuimos y lo suponemos. Hemos hecho muy poco para que esto sea de otra manera.

Es necesario poner a prueba las suposiciones que derivan de teorías y estudios, incluyendo las historiografías de las autoridades del pensamiento. De hecho, una posible tarea para el futuro podría ser cuestionar todo lo que se ha dicho al respecto, corregir las imprecisiones y prescindir de las ideas caducas y de los discursos que no son aplicables a la realidad. No quiero que se me malentienda: el empeño de la comunidad académica para conocer al público es hermoso y loable, sin embargo, pienso que la mayoría de los estudios ampliarían sus alcances si incluyeran de vez en cuando, los testimonios de las observadoras y los observadores del fenómeno teatral, modificando la metodología para incluirles en las investigaciones.  Quiero pensar que cuando decimos que estamos buscando una mayor participación del público en el teatro, incluimos también este campo. Hoy tenemos frente a nosotras a esas personas que reclaman que dejemos de tomarlas como objetos de estudio sin consultar con ellas y ellos los avances de nuestras investigaciones. Hoy están aquí invitándonos a que las conozcamos mejor y, sobre todo, a hacerles partícipes de muchas más áreas de las que les hemos permitido estar.

Uno de los problemas de haberles tratado como objetos de estudio sin procurar un diálogo directo e incesante con ellas y ellos en el curso de nuestras investigaciones, es que esto dio pie a la homogeneización de las comunidades de públicos, difuminando la diversidad de quienes las integran.[5] Al ignorar la variabilidad de bagajes, preferencias y motivaciones de las cuales derivan distintas interpretaciones a propósito de una obra, se crea la ilusión de que, alrededor de ella convergen personas con ideas y gustos similares. Sabemos muy bien que esto no es así, pero si revisamos la mayoría de los textos, son demasiado pocos los que especifican las particularidades de los grupos que estudian y aún menos los que acusan una participación directa, voluntaria y explícita en las investigaciones.

La generalización de los públicos empata con el discurso, ultra promovido, de que el teatro es un territorio neutral, donde es posible suspender lo que nos diferencia para concentrarnos en lo que nos hermana. Hoy sabemos que es posible convivir en paz a pesar de nuestras diferencias, incluso a partir de nuestras diferencias. A la luz de varios eventos recientes, hemos llegado a pensar que sería mejor manifestar públicamente aquellas ideas en las que diferimos, pues de otro modo, salen a relucir cuando menos lo esperamos, afectando, ahí sí, al bien común.  Si todos los días lidiamos con nuestras diferencias ¿Por qué el sector teatral insiste en que es posible dejarlas de lado durante una función y por qué esto se presenta como algo deseable?

La objetivación y la falacia de la neutralización permean las narrativas sobre la historia del público occidental. Se insiste en esto, aun cuando sabemos que es imposible que un grupo de personas de distintos lugares y distintas épocas, con distintos intereses y necesidades, reciba las obras de la misma manera.

Otra cosa que ayuda a vehicular la generalización sobre el público es la excesiva atención a las reacciones externas, condicionadas y aprendidas, al término de una función. Si seguimos confiando en los aplausos y en las exclamaciones al finalizar las obras, así como del entusiasmo que demuestran durante las funciones, seguiremos obviando la interiorización de los contenidos y otros tipos de participación e implicación que complejizan el análisis de la recepción.

Sospechosamente, en nuestros tiempos, por lo general, el público reacciona de manera positiva a las obras. Y es que se le ha hecho pensar que amar al teatro es amar a las obras. A todas ellas. El mejor espectador es el que aplaude, agradece y recomienda. Porque todas las obras son fruto de las mejores intenciones y de los mayores esfuerzos. Porque todas tienen algo valioso. Porque todas están hechas “por su bien” en algún sentido (para que se divierta, para que se entretenga, para que reflexione o para que aprenda). A buena parte del sector teatral le tranquiliza pensar que los públicos son muy felices con las obras que se hacen y que el discurso de las obras es eficaz. También les reconforta difundir que el público se ha equivocado en la valoración de obras significativas, como cuando le dieron el tercer lugar en un concurso a la Medea de Eurípides y cuando abuchearon La Gaviota de Chéjov, para señalar que a veces “no ha sabido ver”.

A partir de todo esto me pregunto: ¿Qué tan exactas pueden ser las conclusiones de cualquier investigación histórica? ¿Qué tan precisa puede ser un estudio sobre la recepción cuando no problematiza los factores que hacen que alguien asista, observe e interprete una obra a partir del libre ejercicio de su imaginación?

Entiendo que ninguna investigación puede abarcarlo todo, sin embargo, la metodología que se utilizó por lo menos hasta mediados del siglo XX para estudiar a los públicos, nos dejó una deuda muy grande en el conocimiento de las comunidades efímeras que se congregan a propósito de una obra de teatro. Quise dar cuenta de los vacíos de la historiografía, con la intención de que en el futuro las espectadoras que elijan profesionalizarse en el campo de la investigación, los tengan en cuenta y no caigan en los vicios de la tradición.

Quizá mis impresiones estén equivocadas, hace falta preguntar a las espectadoras y a los espectadores si efectivamente sienten que se le ha excluido de los registros históricos sobre el teatro y de los estudios de público, si habían pensado siquiera en la posibilidad de ser incluidos más que retratados, si están conformes con el tipo de participación que se les ha permitido o si les interesa participar en este campo, pero si fuera cierto que hasta ahora no nos ha importado lo suficiente incluirles en los estudios teatrales, confiando en la precisión de la mirada de “los y las especialistas”, tendríamos que aceptar que su historia ha sido narrada siempre por alguien más.

¿Por qué les hemos negado el estatuto de especialistas de su propia historia a quienes observan y significan las obras para entregárselo, en cambio, a quienes ostentan títulos académicos?  ¿Por qué los testimonios del público no tienen cabida en los estudios teatrales? ¿Con esto les habremos convencido de que lo que tienen que decir sobre el teatro no es tan importante como lo que tienen que decir los investigadores y los artistas?

La exclusión del público del campo del saber académico “legítimo”, explicaría en alguna medida por qué las espectadoras y los espectadores han preferido reservar la relatoría de sus experiencias al ámbito privado y por qué sabemos tan poco sobre su historia. La distancia entre las comunidades artísticas, académicas y de audiencia, se ha traducido en un silencio que debería preocuparnos.

Puede ser que las suposiciones a partir de las cuales se construye la narrativa histórica, se deban no sólo al desinterés sino al silencio con el que han tenido que lidiar las investigadoras y los investigadores, siendo una de las principales razones por las cuales se han escrito un sinfín de interpretaciones sobre lo que es, sobre lo que quiere y peor aún, sobre el tipo de teatro que necesita. Sin tomarlo en cuenta. Es preciso subrayar que la culpa no la tiene el público, sino que es resultado de una serie de acciones ejercidas por distintos agentes a lo largo del tiempo: es momento de asumir nuestra responsabilidad y dar cuenta de esa historia. Desde una perspectiva positiva, el reconocimiento del silenciamiento del público puede servir para que, en épocas venideras, las espectadoras y los espectadores decidan si quieren seguir en el anonimato, dejando que su historia la escriban otros, a partir de suposiciones, idealizaciones y prejuicios, o si, por el contrario, quieren ser escuchadas y escuchados y que, como he dicho, participen del sistema teatral incluyendo la investigación sin representantes ni intermediarios.

En la historiografía teatral, las representaciones del público operan en tres sentidos: como realidades, enigmas y ficciones históricas. Los discursos proyectan los deseos, pero sobre todo los temores de los y las artistas, aunque en épocas recientes es frecuente encontrar señales de ese temor también en los programadores. Ahora que los necesitan más que nunca ya que los públicos se muestran renuentes a volver a las salas.

La historia del teatro ha reducido la imagen de las espectadoras y de los espectadores como algo que primordialmente cumple dos funciones: mirar y aplaudir. Por tanto, la iconografía del público enfatiza los elementos que el sector teatral considera relevantes: los ojos y las manos. La imagen que resulta de ello es una criatura múltiple, a la que es mejor tratar bien y mantener al margen pues, con frecuencia, se le representa como una cosa terrible.

Ilustración: Mar Aroko

Los rumores cuentan que hay que tener cuidado sobre todo con sus fauces, pues supuestamente, lo que emana de ellas tiene el poder para destruir obras y artistas.

Probablemente, el temor a sus fauces justifique su silenciamiento, pero ¿De dónde viene ese temor?

Hasta donde sabemos (o lo que hemos inventado), como casi cualquier otra práctica cultural, los orígenes de la recepción teatral se remontan a la Antigua Grecia. Los registros sobre el comportamiento del público evidencian que en aquel tiempo tenía diferentes formas de expresar su agrado o desagrado; además de aplaudir, se tiene noticia de que los espectadores silbaban, gritaban, pateaban y golpeaban los asientos durante las representaciones.

La historiadora Lynne Conner señala que también arrojaban piedras, nueces, higos y todo tipo de alimentos para protestar u homenajear el tratamiento de los mitos de los dramaturgos y la interpretación de los personajes de los actores.  Se dice que los actores respondían con la misma efusividad los comentarios, replicando las ofensas y aventando cosas a los espectadores desde el escenario. De acuerdo con los cronistas, el ambiente teatral se caracterizaba por el bullicio y el público se caracterizaba por su participar y por hacer ruido, además, se dice que se implicaban profundamente con las ficciones, principalmente cuando abordaban temas políticos o consejos morales. También dicen que en esa época la opinión de la multitud se consideraba más valiosa que la opinión de los críticos.[6] Asimismo, cuentan que desde esa época existe la figura de alguien encargado de preservar el orden silenciando a los observadores escandalosos, a quienes golpeaban con una vara (desconocemos si los golpes conseguían su propósito o si por el contrario, los envalentonaban).

La recepción como un libre ejercicio de movimiento y palabra continuó hasta el siglo diecisiete, época que destaca por la conformación de grupos de espectadores conformados por personas que pagaban las entradas más accesibles para ver las obras parados en una zona especial, que a menudo era el foso o una planta baja cercana al escenario. Este tipo de público jugó un papel fundamental en la historia del teatro europeo debido a su comportamiento escandaloso, sus prácticas incluían hablar, silbar, bailar, cantar durante las representaciones, imitar las actuaciones y se burlarse en voz alta de cualquier persona. Las personas que se aventuraban a participar desde esa zona, podían esperar ser robadas, empujadas e incluso golpeadas. Se dice que muchas veces lo que ocurría allí era el atractivo principal para asistir a una función.[7]

Hay comportamientos en la historia que se repiten: la escandalosa participación del público en este tiempo también era respondida en la misma medida por los intérpretes de las obras, quienes se permitían reaccionar a sus comentarios, insultándolos y arrojándoles cosas desde el escenario. Muchas veces, las autoridades tuvieron que intervenir para calmar los enfrentamientos.[8]

La función primordial del público en este tiempo seguía siendo emitir un juicio colectivo sobre las obras, manifestando su aprobación o rechazo por medio de acciones que iban desde aplaudir o abuchear hasta arrojar naranjas al escenario. Se cuenta que, por ese entonces, la respuesta del público podía determinar el éxito de una obra o incluso la carrera de actores, actrices y dramaturgos. El público que hoy consideramos desobediente, en otro tiempo fue una fuerza descomunal que llegó a amenazar seriamente el orden desafiando constantemente a las autoridades. Su influencia fue considerable, pues hizo que su voz fuera escuchada y tomada en cuenta por los directores de teatro, llegando incluso a incidir en las decisiones de programación y en los contenidos de las propias obras, con la pura amenaza de su descontento y de los disturbios que podrían ocasionar si no se les daba lo que pedían.

Como era de esperarse, el poder de estos públicos molestó cada vez más a los artistas y a las personas encargadas de mantener el orden en la sociedad, por ello, a principios del siglo dieciocho, las autoridades publicaron edictos que pretendían disciplinar el comportamiento rebelde de las audiencias. Las normas de comportamiento fueron distribuidas en folletos y leídas en voz alta en los teatros. Entre otras cosas, estas leyes prometían castigar a quienes interrumpieran las actuaciones y a quienes utilizaran sombreros, por su parte, los castigos variaban: iban desde prohibir la entrada de los espectadores sospechosos hasta reprender públicamente los comportamientos inaceptables. Algunos directores de teatro, artistas, críticos y espectadores, aplaudieron los esfuerzos para controlar los actos rebeldes, mientras que otros se opusieron a ellas, argumentando que aminoraba la participación del público dificultando la comunicación entre los espectadores y los artistas. Me es preciso anotar que, hasta este momento, no se consideraba inaceptable comer, platicar ni moverse libremente durante la función.[9]

Estas medidas fueron reforzadas espacial y materialmente por los dueños de los teatros, quienes instalaron asientos en sus recintos, creyendo que, al limitar la movilidad, manteniendo al público sentado, se calmaría. Además, por estos tiempos las técnicas de iluminación cambiaron: se sustituyeron las velas por lámparas y se inventó un sistema de poleas que permitió manipular los candelabros de los teatros, dirigiendo la luz y la atención hacia el escenario, oscureciendo al público para debilitar su participación directa y sus interrupciones, impidiendo que protagonizara las funciones. La instalación de las butacas y la luz eléctrica cambió para siempre la distribución de los recintos y la organización de la mirada colectiva, a costa de la participación de las comunidades de públicos. Por estos tiempos fueron relegados a los márgenes, de los cuales aún la mayoría no ha podido salir.

Hay quienes ven en todos estos esfuerzos un proyecto de domesticación y manipulación.

Un paréntesis para hablar de la resistencia a estas medidas: la evidencia histórica demuestra que, a pesar de esto, el ruido y las interrupciones en las funciones continuaron hasta la primera mitad del siglo diecinueve, pues, hasta entonces, se siguieron abucheando las obras y los actores que no eran del agrado del público, y exigiendo que se repitieran escenas y números musicales. Además, el sector teatral siguió considerando la opinión de la audiencia como el veredicto más importante.[10]

Hasta el siglo XIX, ni la recepción ni la participación guardaba relación con la quietud ni el silencio ¿A qué debemos entonces que este se haya cristalizado como un ideal de comportamiento?

No fue sino hasta mediados del siglo XX que la pasividad de las espectadoras y los espectadores finalmente pudo determinarse como el modo de recepción ideal con ayuda de la institucionalización el establecimiento de protocolos de comportamiento.  Entre otras cosas, esto ocasionó que el rol evaluador del público se debilitara, para fortalecer, en cambio, una dinámica de poder que favorecía a los intérpretes, quienes justificaban las demandas de quietud y silencio por el respeto que merecía su trabajo y la solemnidad que requería el desarrollo de las ficciones.  Cabe la posibilidad de que las comunidades de público, por consenso, hayan decidido, tanto establecer como obedecer las reglas de comportamiento para disfrutar del teatro en un entorno tranquilo y para contemplar el trabajo de las y los artistas con el respeto que se merecen, o bien, puede ser que estas reglas le hayan sido impuestas para controlarlo, con la intención de evitar la repetición de antiguos comportamientos. En cualquier caso, su docilidad no es algo natural, sino que, por lo que se ha visto, y por lo que se ha dicho, es resultado de una serie de decisiones propias o ajenas, tomadas a lo largo de la historia.  En consecuencia, los espectadores y las espectadoras del presente se encuentran sometidas por voluntad o por decreto, a la oscuridad, la quietud y el silencio.

Por lo general, los artistas aman a los públicos hasta que se descontrolan.

Los dispositivos de participación vigentes han limitado mayoritariamente las reacciones del público al aplauso y al halago; dejando sus impresiones más honestas para el ámbito privado y para sus círculos de confianza. Es preciso anotar aquí que las plataformas digitales han sido utilizadas como si se trataran de espacios seguros controlados por los usuarios, por esto, es posible encontrar opiniones desfavorables vertidas en esos medios, aunque no es lo más común, pues he visto cómo los artistas responden esos comentarios desacreditando las capacidades cognitivas y el nivel de cultura de quienes no gustan de su trabajo.

La consolidación de la figura del espectador ideal lo representa como una persona viva, pensante, sensible y sobre todo, silenciosa. Resulta llamativo que durante la pandemia se hayan detonado dos intereses al unísono: la atención del sector teatral a los estudios de público y el auge del movimiento de “adopción” de plantas de interior. Pareciera que el sueño de la gente de teatro es que una persona, al convertirse momentáneamente en espectadora, simulara un comportamiento más vegetal que animal, con lo cual, como sospecho, ambos fenómenos tendrían alguna correlación.

El comportamiento ideal- vegetal de los públicos durante el desarrollo de una función, corresponde a la idea de que el silencio es sinónimo de respeto y de que el teatro, en tanto que es un «ritual sagrado», lo amerita. Además, se nos ha dicho que debemos agradecer la oportunidad de participar en él. La limitación de la participación del público al aplauso y al agradecimiento, también afianza el discurso de las artes escénicas como benefactoras social: se piensa que con cada obra vista, el espectador y la espectadora, se vuelven, inevitablemente, mejores personas.  No es mi intención invalidar la posibilidad del teatro de ser una vía de transformación de la vida de la gente, simplemente estoy precisando la frase sin obviar lo que todas y todos sabemos en el fondo: ni todas las obras impactan de manera positiva y ni toda la gente cambia por ir al teatro. En todo caso ¿Cómo podríamos saber cómo ha cambiado el público si ni siquiera lo conocemos?

Estos discursos atraviesan la historia del teatro y por lo tanto, las historias de los públicos.

Pienso que, ante la falta de testimonios, podríamos interesarnos en identificar los discursos que guardan una relación directa con la transformación del comportamiento del público a través de la historia: pasando de ser excesiva y explícitamente participativo y ruidoso a contemplar las obras en el mayor silencio posible. A partir de esto, también podríamos preguntarnos por qué han surgido rebrotes de desobediencia como de los que da cuenta la investigadora de audiencias Kirsty Sedgman, quien ha seguido el fenómeno desde el 2018.[11] Quizás las espectadoras y los espectadores del presente hayan recordado inconscientemente su pasado y hayan decidido recuperar antiguas formas de participación. Quizás no vuelvan a los teatros hasta que las cosas cambien.

Durante los últimos años han recordado cuán valiosa es su presencia, por eso es que quizás (todas estas son especulaciones) ahora exigen que se le deje participar plenamente en aquello que disfrutan ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué no están yendo al teatro?

Tras el resguardo pandémico es común encontrarlos en bares, restaurantes, museos y salas de conciertos. Incluso se han animado a viajar. Es muy común encontrarlos en las plataformas digitales. En todos estos sitios se sienten bienvenidos y a salvo, en todos ellos pueden hablar y moverse libremente. Por el contrario, la pandemia parece haber exacerbado las actitudes de control en el teatro. Las redes sociales han dejado ver que buena parte del sector teatral no está dispuesta a ceder el control ni a modificar sus dinámicas, incluso podemos leer publicaciones de actrices, actores, directores, directoras y productores, reprendiendo a los espectadores por no saber comportarse; desde sus cuentas de Twitter comparten sus sueños de humillar públicamente a las espectadoras y espectadores, interrumpiendo las funciones para exhibirlos y además solicitan que se escriban edictos para castigarlos.

A mi parecer, la ausencia de los públicos de las salas y su comportamiento indisciplinado presagia que es necesario transformar los dispositivos, las dinámicas de participación y los códigos de conducta. El rebrote de desobediencia y la ausencia del público en las salas, me hace pensar que algo está a punto de cambiar, que estamos viviendo el declive de un modelo de recepción y que quizás sea tiempo de dejar que el público redefina su posición y participación en el teatro, para esto hará falta que el sector deje de temerle y castigarle por el poder de sus fauces.

Las señales de los últimos tiempos presagian un público feroz y aún más monstruoso de lo que lo han imaginado, pues en próximos años, no será ni animal ni vegetal sino un cyborg,  un híbrido, mitad persona, mitad avatar. Una criatura que habitará en el teatroverso. Acaso allí pueda recuperar sus libertades perdidas, lejos del control de los guardias de las normas de la presencialidad.

*La primera versión de esta conferencia fue presentada en el marco del Primer Congreso Internacional de Espectadores de Teatro, comisionado por Pepe Zapata en colaboración con Aforafocus.  Más información en: https://www.aforafocus.cat/es/congresoespectadoresbcn/

 

Agradecimientos especiales:

Mar Aroko : Ilustraciones

Fernanda Jardí : Asesora video

Ricardo Ruiz Lezama: Editor y compañero

 

Notas 

[1] También lo estuve mientras la pronunciaba. A días del evento comprendo mejor por qué: había sido pensado para celebrar el regreso del teatro presencial y las ganas de la gente de volver a los teatros, yo sabía que lo que había escrito no correspondía a ese ánimo, pero también sabía que era una buena oportunidad para manifestar la preocupación por la crisis de afluencia y señalar algunos problemas del vínculo entre el teatro y su público, así que la crítica tendría que hacer de nuevo el papel de  aguafiestas.  No puede ser de otra manera, pero ahora entiendo por qué estuve tan tensa y tan “seria” como me dijeron algunos, especialmente quienes esperan que la crítica sea simpática porque les han dicho que su tarea consiste en encontrar lo valioso y lo positivo de todo lo que ve. Por el contrario, creo que el campo de acción de la crítica son los problemas. Espero volver sobre estas ideas y sobre la imagen de la crítica como aguafiestas en un siguiente escrito.

[2] Reescribí este párrafo a mi regreso de Barcelona tras el intento de  uno de los espectadores invitados de desacreditar la conferencia por no haber partido de la perspectiva que él estimaba conveniente para tratar el tema, por no haber citado a un autor que él hubiera citado y por no haber incluido en los eventos de la historia del público un evento que él consideraba relevante. Aunque este tipo de participaciones no son extrañas para mí (siendo una investigadora aún considerada joven cuya formación no viene del campo de las artes escénicas siempre hay un hombre que sabe más y mejor lo que debería decir y no duda en hacérselo saber al resto) lo que me preocupa realmente es que se trata de una figura que está a cargo de un espacio de formación de espectadores (en México) y que esta invalidación pueda ser una práctica común. Insisto, a estas alturas estoy muy acostumbrada al mansplaining y este tipo de intervenciones no me hacen dudar de lo que llevo años pensando, pero me pregunto si alguna espectadora habrá pasado por lo mismo y haya temido volver a compartir una idea o hacer una pregunta por miedo a la humillación pública de «los que saben». Escribo esto para dejar constancia de la situación y para abrir espacio a una reflexión que hizo falta: las dinámicas de poder y las violencias pueden habilitar dichos espacios. Por cierto, esta persona solo intervino en mi conferencia, en el resto de las mesas no tuvo ningún reparo.

[3] Manifiesto de Barcelona sobre los espectadores de teatro: https://www.aforafocus.cat/wp-content/uploads/2022/10/Forma_Afora_Focus_CIET_Manifesto_Web-1.pdf  (página visitada por última vez el 3 de noviembre de 2022).

[4] Si bien, estoy a favor de que existan espacios que brinden herramientas de apreciación a las espectadoras y a los espectadores, muchos de estos han sido monopolizados por cierto modelo pedagógico que, en lugar de habilitar la interpretación y la crítica fundamentada, impone un discurso que los y las participantes simplemente repiten.

[5] Para identificar el problema sobre la identidad colectiva del público y la homogeneización de sus características ha sido de gran ayuda la problematización de Helen Freshwater en Theatre and Audience. 2009. Gran Bretaña: Methuen Drama. pág 5-11.

[6] Conner, Lynne. 2013. Audience Engagement and the role of arts talk in the digital era. Estados Unidos: Palgrave Macmillan. pp. 45-47.

[7] Ibid pp. 47- 52.

[8] Por supuesto, también había espectadores tranquilos, como los que hay ahora, por eso me interesa llamar la atención sobre aquellos que han desaparecido con el tiempo y preguntarnos por las razones de su domesticación.

[9] Estoy hablando del tipo de teatro que se institucionalizó precisamente a partir de estas normativas. Sabemos de la existencia de otras dinámicas que, hasta la actualidad, no censuran estos comportamientos, pero por lo general, se trata de géneros y compañías que no forman parte de los circuitos privilegiados por el Estado.

[10] Resulta llamativo que, en la actualidad el público no se siente autorizado para emitir un juicio sobre las obras. A propósito, la mayoría de los proyectos de espectadores que se presentaron en el Congreso, manifestaban abiertamente un rechazo a concebir sus espacios de diálogo como espacios críticos. Queda pendiente abrir una discusión al respecto.

[11] A propósito recomiendo la lectura de: “We need to talk about (how we talk about) Audiences” en: Contemporary Theater Review. En línea. < https://www.contemporarytheatrereview.org/2019/we-need-to-talk-about-how-we-talk-about-audiences/> Consultado el 4 de julio de 2022 y  The Reasonable Audience. Theatre Etiquette, Behaviour Policing, and the Live Performance Experience. Palgrave Macmillan.

 

Fuentes consultadas 

Colomer, Jaume. “Perquè hi ha menys espectadors teatrals que abans de la pandèmia?” en: Bissap. <https://bissap.es/es/perque-hi-ha-menys-espectadors-teatrals-que-abans-de-la-pandemia/> página revisada por última vez el 2 de octubre de 2022.

Conner, Lynne. 2013. Audience Engagement and the role of arts talk in the digital era. Estados Unidos: Palgrave Macmillan.

Freshwater, Helen. 2009. Theatre & Audience. Gran Bretaña: Methuen Drama.

Sedgman, Kirsty. 2019. “We need to talk about (how we talk about) Audiences” en: Contemporary Theater Review. En línea. < https://www.contemporarytheatrereview.org/2019/we-need-to-talk-about-how-we-talk-about-audiences/> Consultado el 4 de julio de 2022.

———————. 2018. The Reasonable Audience. Theatre Etiquette, Behaviour Policing, and the Live Performance Experience. Palgrave Macmillan.

Spregelburd, Rafael. Spam.

White, Hayden. 2010. Ficción histórica, historia ficcional y realidad histórica. Buenos Aires: Prometeo Libros.

Reflexiones

Homenaje a Tito Vasconcelos

por Zavel Castro 1 julio, 2022

Exquisitez y picardía son dos palabras clave para describir la trayectoria de Tito Vasconcelos. Ambas se han conjuntando en su vida y en su obra para dar lugar a movimientos políticos, apuntalar corrientes artísticas y generar comunidades de inclusión y disidencia. Al igual que muchas otras personas congregadas por este homenaje, conocer a Tito marcó un antes y un después en mi vida, su cabaret me constató la potencia del teatro político, ese género del que tanto había leído y que, hasta ver una de las versiones de “La Pasión según Tito” en el Foro A Poco No —en el 2014—, parecía que sólo existía en la teoría. Ese momento fue para mí una revelación: era la primera vez que veía en México un trabajo escénico dicotómico: entretenido e inteligente, sinvergüenza y elegante, serio y burlón, crítico y divertido, analítico y ligero; comprometido con sus ideales sin caer nunca en la tentación de aleccionar a la audiencia porque sí hay algo que promueve el cabaret de Tito es la libertad y el goce. Esto me lleva a la segunda constatación teórica: el ideal del público emancipado.

Algo pasa con los cabarets de Tito que te hacen sentir en casa, desde que cruzas la puerta sabes que eres bienvenida, esta sensación es extraordinaria, especialmente para quienes nos sabemos poco gratas para la sociedad conservadora y patriarcal, como quienes integran a la comunidad LGBTTTQIA+ y las mujeres que decidimos dedicarnos a generar pensamientos propios, renunciando a la imposición de replicar y obedecer el pensamiento de los “grandes maestros”.  Muchos teatros nos dejan entrar porque no les queda de otra. Porque necesitan aceptar tantos clientes como les sea posible para presumir en redes sus funciones llenas. Pero que te dejen entrar no significa que te acepten. En todo caso, te toleran. Por el contrario, el cabaret de Tito, celebra tu existencia, invitándote a despojarte de los condicionamientos sociales para que puedas expresarte libremente, allí puedes perder la compostura. Es un espacio seguro. El mundo exterior exige silencio y mesura, en el cabaret de Tito sabes que puedes soltarte y reír a carcajadas. Es un espacio carnavalesco, en el que se suspenden las jerarquías: allí el artista no se sitúa por encima de su público, condicionando sus reacciones ni sometiéndolo a la ortopedia del buen comportamiento y la modestia. Hablo de emancipación, porque el cabaret de Tito propone una relación horizontal entre público, creadoras y creadores, de otra manera no habría posibilidad de entablar un diálogo, un vínculo de comunicación recíproca en el que cualquiera es libre de aplaudir, discutir o abuchear la representación sin miedo a represalias. Sin temor a que el artista le recrimine su estupidez por no haber entendido la obra ni su poca cultura por no guardar silencio durante la función. Y es que a Tito no le interesa formar espectadoras y espectadores obedientes, sino seres libres, aceptando su capacidad para construir sus propios criterios.

Esta conformación de comunidades libres de pensamiento, habla, tanto de la generosidad de Tito como de su apabullante inteligencia, sobre esto último da cuenta cada una de sus obras, en las que se manifiesta su aguda mirada crítica y su afilado sentido del humor. También da cuenta de ello cuando baja del escenario y comparte una copa contigo. Es un magnífico anfitrión. Siempre tiene un comentario interesante en la punta de la lengua. Es justo decir que Tito es una de las personas más brillantes, elocuentes y risueñas que conozco. De pocas personas puede decirse además que son las mejores en lo suyo. Y Tito es, sin duda, el gran referente del cabaret político mexicano. Aquí viene a colación una vez más su generosidad e inteligencia, pues Tito, en lugar de quedarse para sí su erudición, la ha compartido, formando generaciones de cabareteras, cabareteros y cabareteres cuya inspiración y enseñanza resultan invaluables. A ellos, ellas y elles, Tito les ha enseñado la técnica y los trucos para crear espectáculos extraordinarios. Es especialmente exigente con esto, acaso porque una de las cosas que más le generan repulsión es la mediocridad, por ello no se la ha permitido nunca a sí mismo y ha procurado acercarse a otras criaturas maravillosas. En este sentido es también excepcional, pues no se intimida por el talento ni la inteligencia de otras personas, por el contrario, lo disfruta, se enriquece de ellas y procura enriquecerlas a su vez. Por eso, además de un gran artista, un gran divo y un ícono de la cultura en México, Tito será recordado siempre como un gran maestro —o “miss” como le dicen sus alumnas, alumnos y alumnes— un gran amigo y un gran ser humano. Su legado y su cariño son infinitos.

No me queda más que agradecer la invitación a participar de este homenaje. Es un honor y un privilegio. Muchas gracias.

 

*Estas palabras fueron compartidas en el Homenaje a Tito Vasconcelos  organizado por Teatro El Milagro el 9 de marzo de 2022*

Críticas

Tornaviaje. Crítica de Zavel Castro / Ilustración de Said Galván

por Zavel Castro 24 octubre, 2021

Han pasado dos años desde la primera vez que vi “el Tornaviaje” de Diana Sedano[1] . Respeto el artículo (el) que precede al título original (Tornaviaje), porque así es como lo llama ella con cariño, y al cariño hay que sumarse. Hago esta anotación sobre el tiempo que pasó desde la primera vez que la vi hasta los días que dediqué a escribir esto porque me parece importante defender la noción de la crítica como una reflexión que se cocina a fuego lento, como también la comprende Judith Butler a través de su interpretación del concepto de crítica de Foucault, para ella, la crítica es “una práctica que requiere cierta cantidad de paciencia, al igual que la lectura, de acuerdo con Nietzsche, requiere que actuemos un poco más como vacas que como humanos, aprendiendo el lento arte de rumiar.”[2]

Con este monólogo he actuado entonces como una vaca, y tras tanto masticar mis pensamientos he procurado articular una interpretación que no busca reiterar las cuestiones evidentes: que Diana es muy virtuosa, que los problemas familiares siguen siendo un material fecundo para la construcción dramática, que la escena del enmascaramiento literal (cuando Diana se disfraza de su padre) crea una imagen potente y que la resolución artística de su conflicto existencial, detonado por la relación con su padre, es conmovedora. Me parece que para pensar esta obra, más allá del veredicto consensuado, hace falta profundizar en las razones que hacen posible esta recepción. La decisión dramática y discursiva de la pieza  arroja la primera pista sobre el efecto sensible que produce en su totalidad, pues, funciona a partir de un mecanismo de enunciación que, de acuerdo con Óscar Cornago, se reconoce a partir de cierto tipo de actuación en primera persona, que remite a una verdad interior sobre la que se construye una identidad.

(El) Tornaviaje despliega un diseño identitario en el que confluyen el personaje artístico público de Sedano (una actriz  reconocida en el medio teatral mexicano),  el personaje que interpreta en el ámbito familiar (es la hija de alguien) —que hasta la escenificación de esta obra permanecía lejos de la esfera pública— y un personaje inacabado (a pesar de todo no sabe quién es) que busca definirse a través de las ficciones a partir de las cuales se han construido las narrativas sobre la identidad colectiva y la identidad personal; hablo de la ficción genealógica  (es así porque su padre era así) y la ficción sobre el origen (es así porque es de cierto lugar), que  lleva al personaje a decidir emprender un viaje con la ilusión de que al entrar en contacto con “sus raíces”, descubrirá algo de sí misma, con suerte algo que logre completar su narrativa y tranquilizar su sensación de incertidumbre; podríamos pensar que lo que busca este personaje es consuelo y que a su parecer este se logrará mediante el contacto con el mundo del padre y sobre todo con la compartición de esa experiencia. Siguiendo este orden de ideas, y a la luz de la teoría de Cornago, esta creación podría pensarse como un dispositivo confesional.[3]

¿Qué es lo que confiesa el personaje de Diana ? Para profundizar la interpretación, sugiero superar la anécdota de la obra, parece confesar algo sobre el padre de Diana,[4] pero quizá esté desvelando algo más significativo y vergonzoso para ella misma. Pienso esto porque la revelación de ese secreto no conseguiría conmover a una masa de espectadoras forjados en una cultura paterna definida por el abandono y el maltrato[5], y porque lo que dice sobre él tampoco se constituye plenamente como una confesión según la definición de Sergio Blanco: “[…] la revelación pública de algo ominoso, vergonzoso, humillante, siniestro, prohibido, ilegal, clandestino o indebido que antes de estar expuesto estaba oculto y velado […]”.[6]

Es posible adscribir (el) Tornaviaje en la categoría de la autoficción, un género literario (y escénico) que se define por la asociación de elementos autobiográficos y  ficcionales.[7] Esto deja fuera los cuestionamientos sobre lo “verdadero” y lo “falso” que pudieran estar en la obra, pues al ser dos conceptos al mismo tiempo, la frontera entre realidad y ficción se evapora, y en su lugar abre paso a la reflexión sobre la confesión escénica, retomo nuevamente a Blanco: “[…] la autoficción favorece que lo indecible pueda ser decible y permite que aquello que estaba relegado al silencio pueda encontrar un espacio de dicción [….] el acto de confesar -y sobre todo el acto de confesarse- implica un desahogo, un profundo alivio.”[8]

Acaso, la confesión de Diana al escenificar el viaje que realiza sobre sí misma, simultáneamente durante el viaje que realiza hacia el exterior, sea demasiado sencilla: quizás (re)presenta esto para sentirse menos sola, para soportar el vértigo que supone la vida, para saberse acompañada en esa incesante búsqueda de la certeza de que su padre la ama, aún cuando no haya querido incluirla en su vida pasada. Pienso que la confesión radica en esto y no en lo otro, porque en atención a nuestra cultura judeocristiana que recomienda el amor al prójimo pero no el amor a una misma, decir que queremos y necesitamos ser queridas puede ser vergonzoso.[9] Pregunten a cualquiera las razones de alguna elección (profesional, laboral, académica o personal) y probablemente lo último que escucharán sea la necesidad de ser y de sentirse queridas. Esta misma cultura vincula la confesión con la culpa, acaso el personaje de Diana sienta culpa por pedir que la quieran como no la han querido, pues  el aplauso que consigue con su personaje actriz, el abrazo que recibe su personaje hija, el descubrimiento que ocasionó su personaje incompleto han sido maravillosos y gratificantes, pero no han sido suficientes. Acaso la representación del dolor que produce esa necesidad y la intuición de que jamás llegará a satisfacerla del todo, y la culpa que produce esa confusión sean las razones por las cuales (el) Tornaviaje ha sido recibida con los brazos abiertos por el público, que aplaude porque esa es su manera de querer a una actriz que consigue sincerarse aún cuando no enuncia su confesión, pues, finalmente las espectadoras no necesitan escucharla, porque frente a ellas se encuentra un personaje frágil al que hay que cuidar dignamente. La vulnerabilidad es admirable, cuando acontece en el teatro, conmovedora.

 

todas somos hijas de alguien

y

todas queremos que nos quieran. 

 

Por supuesto que todo esto es simplemente una hipótesis, el desarrollo de una interpretación posible sobre una obra.

 

(escribir esto es la manera que tengo para hacerme querer)

 

 

 

 

[1] A la fecha he visto Tornaviaje tres veces: la primera (2019) en Xalapa, en el foro Área 51 por invitación de Alejandra Serrano, la segunda en Teatrix (2021) y la tercera (también 2021) en la Ciudad de México en el Sala Xavier Villaurrutia por invitación de Fernanda Árcega.

[2] (Butler, Judith. Trad. Marcelo Expósito. “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”. pág.8, en: https://transversal.at/transversal/0806/butler/es (consultado por última vez el 21 de octubre 2021) Por esto es que desconfío de las críticas que se escriben a vuelapluma, pues el pensamiento no avanza al ritmo que marca el sistema.

[3]Cornago, Oscar. Actuar “de verdad”. La confesión como estrategia escénica, en:  http://archivoartea.uclm.es/wp-content/uploads/2019/04/Oscar-Cornago-La-confesion-como-estrategia-escenica-1.pdf (consultado por última vez el 22 sw octubre del 2021). Según Cornago, la confesión (propia o ficcional) es la estrategia mediática-escénica predominante, ciertamente he podido localizarla en varias obras en los últimos años,  pienso en Cartografías de la memoria, Now Playing, Un acto de comunión, Conferencia sobre la lluvia, Manual para mujeres infames, La Prietty Woman, The Shakespearean Tour, Cachorro de León, Camille Claudet, Manual para mujeres infames, incluso en algunos números de stand up-comedy, como el de Luis Roberto Orozco “Garconne”.

[4] Esta posibilidad me tentó en su momento a sumar esta obra al debate sobre los límites éticos del teatro, si así fuera, provocaría la discusión preguntando si los hijos tenemos derecho a llevar al teatro los secretos de nuestros padres por el simple hecho de que esos secretos nos interpelan, y acaso nos hayan afectado en algún sentido, ¿Qué derecho tenemos sobre los secretos de nuestros padres o sobre cualquier persona? Por ahora guardaré estas preguntas para las discusiones con otras espectadoras.

[5] Pocas son las personas que declaran tener relación con su padre y menos aún aquellas en la que esa relación haya sido amorosa y benéfica. Yo no me cuento entre estas excepciones.

[6] Blanco, Sergio. Autoficción. Una ingeniería del yo. España, Punto de Vista editores: 2018. pág. 75. Para esta crítica quise buscar en el pensamiento de autorxs que sé que a Diana le interesan ¿De qué sirve la crítica si no busca tener un punto en común con las artistas, además de su obra?

[7] Ibídem. pág.21

[8] Ibídem. pág.75

[9] “[…] no escribo porque me quiera a mí mismo, sino porque quiero que me quieran ¿Por qué irrita tanto que alguien busque ser querido? ¿Puede haber acto menos arrogante que necesitar el amor de los demás?” Sergio Blanco, Óp. Cit. pág.109

 

Fuentes consultadas:

Butler, Judith. Trad. Marcelo Expósito. “¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault”. pág.8, en: https://transversal.at/transversal/0806/butler/es (consultado por última vez el 22 de octubre 2021)

Blanco, Sergio. Autoficción. Una ingeniería del yo. España, Punto de Vista editores: 2018.

Cornago, Oscar. Actuar “de verdad”. La confesión como estrategia escénica, en:  www.arte-a.org  (consultada por última vez el 22 de octubre de 2021).

Reflexiones

Nuevas perspectivas para la crítica teatral

por Zavel Castro 14 febrero, 2021

Emprenda, emprenda mucho,

elévese tu ingenio,

remóntese tu numen,

no aletee rastrero.

No tejas más laureles a ese contrario sexo,

que solo nuestra ruina fabrica sus trofeos….»

-Gertrudis de Hore Ley

 

Hace unos días, Andrea Fajardo,  Liliana Hernández Santibañez, Yuli Moscosa y Rosa Aurora Márquez Galicia, organizadoras de Medeas: Red de Jóvenes Investigadoras de la escena, me invitaron a compartir  algunas reflexiones a propósito de las nuevas perspectivas posibles para la crítica teatral en México, en el marco de su primer Festival.  Me animaron a pensar qué posición podríamos tomar nosotras las mujeres críticas para mirar e interpretar de forma distinta el fenómeno escénico al que nos dedicamos. Primeramente había que resolver  ¿Distinta a quién?, para ello debemos volver sobre nuestros pasos, mirar lo que hemos hecho para imaginar lo que podríamos hacer sin la intención de establecer una ruta definitiva, porque de hacerlo, volveríamos a caer en aquello que a mi parecer deberíamos abandonar: el tono autoritario con que se escribe la crítica y la ilusión de ejercer la crítica para imponer interpretaciones concluyentes.

Esta revisión al pasado, estaría motivada por la necesidad apremiante de repensar los fundamentos que soportan nuestro quehacer, reconocer cuáles han caducado y cómo podríamos sustituirlos para revitalizar la potencia de la crítica teatral. Gracias a la investigación que he desarrollado durante los últimos años, he podido reconocer dos de los principales agentes que han anestesiado esta potencia: el consumo y el patriarcado. Estos agentes tienen mucho que ver con el autoritarismo; el primero nos obliga a consumir y el segundo a obedecer.  Me parece que este es un encuentro propicio  para concentrarme en  el último.

Al observar los modelos de crítica vigentes, nos encontramos con una falta de creatividad manifiesta en la réplica de los mismos formatos de escritura, textos repletos de impresiones subjetivas, adjetivos irreflexivos y a menudo exagerados sobre las obras con una ausencia preocupante de argumentación.  La crítica que domina actualmente el panorama es hiperbólica, no realmente analítica. Las mismas frases que se repiten una y otra vez con la única intención de animar a las lectoras y potenciales espectadoras a comprar un boleto, la réplica incesante de la misma terminología rimbombante mediante la cual suelen adornar y justificar los juicios sostenidos en sus criterios de gusto, criterios que supuestamente son superiores a los del resto, pues se trata de criterios de un “espectador profesional”, a quien por lo general, solamente le ha bastado auto-designarse crítico para que se le conceda el derecho, o  mejor dicho, la autoridad para ejercer.

Así pues, por regla general cualquier hombre se convierte  en «espectador profesional»  designándose así tras un tiempo de asistir al teatro con regularidad. Ya sea por que haya pasado por una escuela de teatro en la que hubiese estudiado para formarse como actor, dramaturgo o director y tras fallar en ello haya encontrado en la crítica la última oportunidad para incorporarse al sistema teatral (fíjense ustedes en el historial académico de la mayoría de los críticos en México, especialmente aquellos que escriben con un tono autoritario porque supuestamente haber pasado por una escuela de teatro les concede mayores derechos), pero ¿Cómo pueden convencer al resto de que realmente se trata de «miradas especializadas»?   Mediante el despliegue simbólico del poder, ya sea que, a falta de poder fáctico, que pudiera incidir verdaderamente en el éxito o en el prestigio de un espectáculo, decidieran conformar una asociación para otorgar premios “a nombre del público” o “a nombre de los expertos”  o bien, lo que suele ser más común, que escribiera textos que le permitan performarse como una figura de autoridad, textos que les permitan asumir el papel del jueces que califican las obras de teatro.  Con ello, los críticos establecen una relación de poder condicionante, o al menos es lo que esperan,  que  las obras y la comunidad artística se ajusten a sus caprichos, a sus gustos, que los complazcan para obtener un veredicto favorable, un premio.  Sujetar al arte a los caprichos de un individuo o de una asociación que otorga premios puede sonar absurdo, excepto cuando reparamos en que esta relación de complacencia y sumisión ha sido impuesta desde siempre, en todos los ámbitos posibles por el poder patriarcal. Sería ingenuo pensar que este mecanismo no ha afectado también a la crítica. De hecho, como he escrito en otra ocasión, me parece que el ejercicio al que nos dedicamos es profundamente misógino.[1]

Tras haber descubierto el carácter misógino de la tradición crítica en México, me resulta imposible no reconocerlo constantemente. Lo noto cuando en el mismo momento en que una mujer  pronuncia públicamente su interés por la crítica, es abordada por un grupo o por un representante de un grupo de hombres que se acercan a ella sigilosamente con la intención de controlar su discurso, exigiendo acreditaciones que no le exigen a los hombres, porque una tiene que ganarse el derecho de auto-designarse crítica, mientras que ellos pueden decidirlo por la mañana y ser recibidos por la tarde con una calurosa bienvenida.

 

 No olvidemos nunca que la tradición de pensamiento occidental concibe a “la mujer que opina” como una criatura insubordinada, mientras que los hombres siempre han tenido el derecho de pensamiento y de cátedra.

 

Lo reconozco también en los talleres de crítica que imparto, cuando mis alumnos opinan con toda libertad sobre las obras que vemos o los temas que discutimos y las alumnas, en cambio, no se atreven a participar, y cuando lo hacen procuran disculparse por el atrevimiento y antes de decir cualquier cosa advierten que pueden estar diciendo alguna tontería o que probablemente su lectura no ha sido correcta.  Lo noto también cuando sospechosamente los textos que circulan con mayor rapidez son textos escritos por hombres o, lo que me parece más doloroso, por mujeres que complacen la frágil masculinidad de los artistas. Esto sucede cuando las críticas convierten sus textos en espacios de adoración fálica y alaban las «inconmensurables creaciones» de los «grandes artistas».   Pero sobre todo, lo reconozco cuando estas mujeres críticas, acostumbradas a ocupar el eterno papel de aprendices,  se comportan como una caja de resonancia del discurso de los «grandes» intelectuales, los maestros que les enseñaron como pensar y expresar ese pensamiento, asegurándose que ellas hicieran eco de su percepción, porque ellos son quienes deciden lo que es teatro y lo que no y nosotras solamente tenemos que seguir sus instrucciones.

 

Las eternas aprendices se conforman con repetir los nombres y categorías que ellos han puesto a las cosas, porque finalmente ellos han construido el jardín del pensamiento en el que nos han dejado entrar para que cuidemos sus plantas

 

¿Qué pasaría si nosotras quisiéramos cultivar nuestro propio jardín? Lo impedirían a toda costa pues, ese autoritarismo que señalé como característica principal de la crítica actual, curiosamente es una de las propiedades distintivas del comportamiento patriarcal que se asegura de controlar el discurso, de cuidar que digamos lo que les conviene. Tratarían de convencernos de seguir citándolos, serían amigables, condescendientes, paternalistas,  tratarían de halagarnos al tiempo que cuestionarían nuestra construcción de saberes autónoma, alejada de lo que piensan ellos, contraria quizá a todo lo que por tanto tiempo nos enseñaron. Ante nuestra negativa a ceder, se pondrían furiosos, nos bloquearían el camino, nos despreciarían en manada.  Fíjense bien a quiénes comparten sus amigos artistas ¿Acaso no solamente a quienes hablan bien de ellos? Analicen a quiénes apoyan los grandes maestros ¿Acaso no solamente a quienes repiten su discurso? 

En un ejercicio de honestidad que puede ser vergonzoso, tendríamos que preguntarnos cuántas veces hemos cuestionado los preceptos de estos «grandes» maestros, acaso, esto nos llevaría a reconocer que, en un ejercicio de fidelidad o fanatismo (comprendo lo primero, aborrezco lo segundo) hemos aceptado como verdades todo lo que ellos han dicho del teatro, porque han sido tan convincentes, tan simpáticos y tan generosos, que han compartido sus saberes con nosotras y nuestra esencia culposa sentimos que les debemos un favor.  A lo que estamos renunciando al rechazar el ejercicio de cuestionamiento es a la esencia de la crítica, que consiste en poner en juego la facultad juiciosa de nuestra razón para evaluar y discernir, para poner en crisis el estado de las cosas

 

¿Cómo hemos podido hacer crítica sin atrevernos sin dudar de lo que otros han dicho? No hay una sola teoría que no pueda ser cuestionada. No hay un solo fundamento incapaz de resignificarse.  No hay un solo ídolo que no podamos derrumbar.

 

La fuerza feminista que nos anima hoy en día tendría que darnos el valor para colocarnos en esa otra posición que nos permitiera mirar distinto a ellos; pararnos sobre la cima de los escombros de los edificios del pensamiento que debemos demoler para mirar más lejos, para construir nuestras propias visiones que trasciendan los esquemas prestablecidos por los creadores de un mundo que construyeron para ser dueños y señores;  para vislumbrar y dibujar un paisaje que sea una creación de nosotras y no una imitación de sus viejas fotografías; aprender a mirar con autonomía, concedernos el derecho a equivocarnos y a acertar con completa libertad, sin depender de una aprobación que castiga la percepción condicionada por nuestro género;  renunciar a los aplausos en manos de ellos, pues el estruendo de ese gesto eclipsa nuestra voz,  por el simple hecho de no ser una imitación de la suya; no asumir nada sin haberlo cuestionado previamente, especialmente aquello que haya sido establecido por un hombre y que por ello haya sido tomado como verdad. Esas serían las premisas que yo defendería y que estaría dispuesta a asumir en comunidad para proponer una nueva perspectiva digna de nosotras, las nuevas creadoras e investigadoras de la escena.

 

 

 

 

[1] “El sexo indecible: el impacto de la misoginia sobre la crítica escénica: https://aplaudirdepie.com/el-sexo-indecible-el-impacto-de-la-misoginia-sobre-la-critica-escenica/ (consultado por última vez el 14 de enero de 2021).

* Esta ponencia fue escrita y compartida durante mi participación en el conversatorio «Nuevas perspectivas en la crítica teatral» del Primer Festival de Jóvenes creadoras e investigadoras de la escena (MEDEAS)  el 6 de febrero del 2021  a las 20.30h , en la que tuve oportunidad de compartir espacio con Alejandra Serrano*  

Medeas. Red de jóvenes investigadoras de la escena: https://medeasinvestigadoras.com.mx/

 

Reflexiones

El sexo indecible: El impacto de la misoginia sobre la crítica escénica

por Zavel Castro 8 octubre, 2020

A Isabel Margarita, Jimena, Mariana, Masu, Mónica, Nora y Paty

 

Los esfuerzos por desarmar el patriarcado y reconstruir la estructura de nuestro sistema de producción artística desde una perspectiva feminista son de primera necesidad y de extrema urgencia. La violencia sistemática ejercida en contra de las mujeres en cualquier ámbito profesional  es brutal, cruel y evidente.  Pues como dijo Marianella Villa en su  brillante participación  en las jornadas preparatorias del Congreso Nacional de Teatro: “[…]  las mujeres en el gremio teatral vivimos una realidad alarmante, padecemos una serie de violencias y por supuesto, no estamos incluidas en el libre desarrollo de nuestra profesión, la igualdad de condiciones es para nosotras una falacia y la discriminación y las diversas violencias golpean nuestro quehacer.”[1]

Desde hace tiempo buscaba articular un texto que me permitiera expresar lo que he intuido desde hace años respecto al impacto que la normalización de la misoginia ha tenido sobre la crítica escénica.[2] Especialmente ahora, cuando la abundancia de blogs escritos por críticas, dramaturgas, actrices y espectadoras pudiera servir para ocultar o desdibujar la violencia que persigue la práctica del pensamiento e interpretación de una obra artística cuando no es realizada por un hombre.

Conviene buscar en la historia indicios de la aversión de los hombres hacia la figura de la mujer como guía intelectual.  Remontándonos al año 54, nos encontramos con la Primera Epístola a los Corintios escrita por Pablo de Tarso, conocido por ser uno de los propagandistas más enérgicos del cristianismo. En la carta, el apóstol prohibe a las mujeres cualquier tipo de expresión verbal en público: “[…] porque no les está permitido hablar. Deben estar sometidas a sus esposos, como manda la ley de Dios […] Y si no lo reconoce, que tampoco se le reconozca.”[3] Justificando su prohibición en su Primera Carta a Timoteo: “La mujer debe escuchar la instrucción en silencio, con toda sumisión; y no permito que la mujer enseñe en público ni domine al hombre.”[4] Graciano insistiría en ello 1086 años después, diciendo que “ni siquiera” una mujer erudita y santa podría atreverse a instruir a los hombres en la asamblea.[5] La influencia de este mandato es incalculable porque condensa los intereses patriarcales que demandan que la mujer no hable y que de lo contrario, su atrevimiento será asociado con la insubordinación. Quiero dejar en claro que la prohibición no comenzó con Pablo y Graciano, sino que para cuando  ellos se pronunciaron públicamente en contra de la opinión de la mujer, estaban haciendo eco de una tradición y representando un deseo colectivo.

Algunos hombres querrán negar con elocuencia este punto, pero basta observar su reacción frente a las críticas, especialmente cuando no  escriben para elogiarlos, ni para señalar la grandeza de sus creaciones. Cuando una mujer utiliza la crítica para cuestionar o problematizar una obra, vislumbrando tanto los aspectos luminosos como los oscuros, (especialmente si la oscuridad se relaciona con cuestiones éticas), los hombres del medio simplemente dejan de compartir esos textos colectivamente,  un grupo de hombres dejan de seguir esos blogs,  porque entre todos han llegado al consenso que determina que esos espacios “no valen la pena”, porque no dicen lo que ellos quieren que digan, porque no les sirven para reforzar su halo de genialidad, porque no devienen en piedras que les permitan construir sus monumentos, porque no están escritos desde la idolatría y la sumisión (ellos crean-nosotras aplaudimos). Las estrategias de violencia que utilizan son el menosprecio y la invisibilización colectiva, como sucedáneo de la destrucción de los testimonios que antes podían realizar: “Para imponer la exigencia de Pablo primero debieron destruirse todos los testimonios de mujeres que habían hablado, es decir, mujeres comunicadoras en un sentido cultural, puesto que existían abundantes ejemplos de mujeres predicadoras […]”[6] Debido a que ya no pueden destruir los testimonios, toman la decisión colectiva (es necesario insistir en este punto) de dejar de compartirlos, pues en su mente, todo lo que ellos no nombran o no muestran, no existe. Porque según ellos, de ellos depende el reconocimiento y nada vale la pena sin pasar el filtro de su aprobación. No hay que olvidar la fidelidad que ellos guardan hacia el milenario pacto patriarcal, donde es mejor no compartir la opinión de una mujer que pueda comprometer a la manada.  Entre todos se cuidan las espaldas. Dirán que esto no puede ser cierto e intentarán dar fe de su apoyo a las críticas escritas por mujeres, intentando demostrar que ellos siempre han admirado a tal o cual, pero una vez más, basta mirar de cerca, leyendo los escritos que dicen respaldar (aprobar, sería más justo):  rápidamente nos daríamos cuenta que todos esos escritos son halagos hacia sus obras con tintes de sapiencia.

Las mujeres que los hombres y las policías del patriarcado[7] están dispuestxs a reconocer como autoridades en el pensamiento escénico deben ser sus aliadas antes que cualquier otra cosa.  El castigo por no hacerlo, por la insubordinación, es la exclusión de la esfera de poder en la que solo tienen cabida los grandes maestros y sus cómplices (ellos la regla, ellas la excepción). Poco pueden hacer cuando a la crítica no le interesa acceder a esas esferas, cuando no es el propósito que guía su práctica, pues estas voces aprovecharan las grietas de su sistema imperfecto para irrumpir, sin que ellos y sus cómplices femeninas puedan impedirlo. Ha pasado (lo cierto es que, a menudo, suelen ser menos poderosos y poderosas de lo que aparentan).

Cuando la fierecilla no puede ser domada y  no se conforma con el permiso que, de vez en cuando, se le otorga de romper su voto de silencio y sumisión, para engrandecer los logros de los «maestros» (siempre en masculino), aparece como una criatura amenazante a la que se le percibe simbólicamente como una vagina dentata, que, “Allí donde aparece […] amenaza al pene con convertirlo, arrancándolo de un mordisco, en aquello a lo que la mirada fálica ha degradado a la vulva, esto es, una ausencia, un agujero, un espacio en blanco.”[8]  Esta condición amenazante fue reconocida y explicada con lucidez por Virginia Woolf quién detectó en el incansable trabajo de los hombres por menospreciar la expresión femenina, guiado por un “…interesante y oscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimiento feminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de ser él superior.” [9]

La historia de la oposición de los hombres al derecho de libre expresión pública de las mujeres tiene que ver con esta necesidad de sentirse superior, para lo cual necesitan hacer sentir a las mujeres que son inferiores. No es casualidad que las grandes autoridades de la crítica actualmente sean hombres, aunque haya innumerables investigadoras con trabajos igualmente valiosos pero menos visibles y rentables. Mantener a las mujeres en un segundo plano acaso sea una de las fuentes más importantes del poder patriarcal:

 

Por eso, tanto Napoléon como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fuesen inferiores, ellos cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles para los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que sea sin causar mucho más dolor y mucha más cólera de los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la vida disminuye.”[10]

 

La violencia misógina que solicita del agrandamiento de la figura del hombre a costa de la disminución de la figura de la mujer, se comprende a partir del reconocimiento del lugar simbólico que ocupa la vulva en nuestra cultura, supeditada al falo, símbolo máximo de poder cimentado en la Antigüedad, pues ya los griegos reconocían que el phallos era la fuente de toda actividad, mientras que los orificios eran simplemente sus receptores pasivos. El falo (o más precisamente la méntula) era el amuleto de Roma, los romanos inscribían en sus armas la frase Carior est ipsa mentula (Mi pene es más precioso que mi vida), las puertas de las casas ostentaban un amuleto itifálico conocido como tintinnabulum ,de bronce o de metal, que colocaban “para ahuyentar el mal”[11], las vestales romanas veneraban una figura que representaba el sexo de un hombre erecto,  los genitales masculinos estaban bajo la protección de un genio al que sacrificaban flores;  Genius era  quien engendraba.  De ahí, que sigamos relacionando a los hombres con la genialidad y que las mujeres genias suelan ser vistas como poco femeninas. Vaginas Dentatas.

 

Ilustración: Mar Aroko/ @EmeAroko

 

En Roma podemos situar los orígenes de la obsesión de los hombres por su falo como símbolo de poder y su correlativo temor a la impotencia.[13] ¿Sería descabellado pensar que esta obsesión ha llegado intacta hasta nuestros días? Basta observar una vez más el encono que los creadores sienten hacia las mujeres que los cuestionan, que opinan libremente y en público sin la intención de agradarles, pareciera entonces que las mujeres críticas amenazan su virilidad, provocándoles la insoportable idea de la detumescencia fálica. Pues si el falo no puede someter, entonces “no sirve”. La relación fálica con el poder explica que no exista un símbolo reconocible de la vagina y la vulva, “Y esto es porque el imaginario sólo provee una ausencia allí donde en otros casos hay un símbolo muy destacado.”[14], así lo reconoció Lacan. Dicho en una sola frase por Mithu M. Sanyal. “si no tienes pene no tienes órgano sexual verdadero.”[15]

Volviendo a los orígenes de nuestra ideología judeocristiana, nos encontramos precisamente con la prohibición de las mujeres de hablar en un púlpito, justificada simplemente porque “no tenían genital”.[16] Si bien, actualmente cualquiera se puede construir su propio púlpito virtual, abriendo su blog o usando sus redes sociales, lo cierto es que “las que no tenemos genital” nunca seremos escuchadas de la misma manera que los que “si lo tienen”. Prestemos atención a la manera en que los hombres cuestionan todo lo escrito por una mujer (especialmente si no es para adularlos), cómo se otorgan el derecho de corregir y burlarse de las opiniones femeninas en público y en privado, a las veces que practican el mansplaining a las autoras  a quienes les escriben directamente o aluden a sus textos para señalar sus fallas, fingiendo preocupación por su bienestar, ofreciéndose amablemente a reparar su ignorancia, diciéndoles lo que deberían haber escrito y dándoles la oportunidad de corregirlo, fingiéndose amistosos y benévolos (yo misma podría compartir alguna anécdota),   y cómo, por otra parte, cualquier hombre que abre un espacio de opinión es inmediatamente bienvenido y sus textos rara vez son cuestionados o corregidos. Ese pacto maldito.

Pensemos incluso en las premiaciones como ejercicio de legitimación, supuestamente sustentadas en el pensamiento crítico. No nos sorprendamos cuando en las semblanzas de los creadores y creadoras solamente aparezcan los premios otorgados por agrupaciones mayoritariamente integradas por hombres (sin reconocimiento como autoridades críticas, sin ocupar espacios de poder, sin  siquiera escribir en medios de circulación nacional),  y cómo, en cambio, el premio que otorga una sola mujer, con conocimientos del arte que califica,  con los mismos criterios de subjetividad, con el  mismo o mayor esfuerzo por ver la mayor cantidad de propuestas (pagando por verlas, a diferencia de las agrupaciones mayoritariamente masculinas), y  la misma intención de reconocer el trabajo artístico, no se menciona.  Si bien en este caso no se esfuerzan por invisibilizarla, porque ella misma ha reclamado su lugar,  y pueden decir que incluso les resulta «simpático» su ejercicio (¿por qué el de ella es simpático y el de ellos legítimo?),  lo cierto es que tampoco la toman en serio.  Detalles que delatan la violencia misógina.

Me resulta paradójico que la crítica escénica mexicana esté cimentada en nombres de grandes autoras y me pregunto si habrán sido policías patriarcales (y quién puede juzgarlas si tenían que encontrar la forma de sobrevivir rodeadas de depredadores)  o si al contrario habrán tenido que soportar estas mismas violencias. Haciendo eco de la admiración que expresó Virginia Woolf por las mujeres que «se atrevieron» a escribir en una sociedad machista, exclamó:  ¡Qué genio, qué integridad debieron de necesitar, frente a tantas críticas, en medio de aquella sociedad puramente patriarcal , para aferrarse, sin apocarse […]» (17). Para ellas, las que estuvieron antes, todo mi agradecimiento y mis disculpas si es que hace algunos años no supe valorar su quehacer.

Escuchemos con atención cómo se habla  de estas figuras críticas y alarmémonos cuando las anécdotas que se cuenten estén articuladas para ridiculizarlas, para evidenciar alguna falla o para menospreciarlas, y  pensemos en cómo, por el contrario, los errores de los grandes nombres masculinos, las imprecisiones, la falta de rigor  o la poca calidad de las críticas escritas por algunos hombres se omiten o se disculpan para no ensuciar su genialidad, para no minimizar sus esfuerzos, para no empequeñecer su imagen.  Sospechemos de las representaciones, de las parodias que circulan sobre la figura de la mujer que opina. A menudo veremos cómo la comedia excusa la misoginia  de personajes creados y, generalmente, interpretados por hombres vestidos de mujeres que «creen que saben cosas», de «críticas» que solamente abren la boca para ponerse en ridículo, porque lo chistoso para los creadores misóginos es que una mujer intelectual sea expuesta como una tonta (como lo que realmente es frente a sus ojos).  En el fondo ellos creen que su vicio es creer que sabe (como ellos o más que ellos) y su insoburdinación  hace a este tipo de mujeres merecedoras del escarnio. Los creadores podrán decir que es un homenaje, como cuando Derbez sostuvo que su parodia a Walter Mercado lo era, pero de nosotras, las receptoras, depende señalar las falacias y reconocer la profunda misoginia que soporta la creación de sus personajes y sus conductas. Esta razón también explica por qué resulta risible y por qué se ha viralizado el video de una mujer que se ha insertado en los círculos intelectuales, bailando, dando a entender que «baila mal», con el único fin de humillarla.

Es momento de cuestionar la violencia sistémica. Tomemos consciencia de la operación patriarcal en nuestro quehacer, dignifiquemos el ejercicio crítico, practicándolo como contrapeso del dominio machista de las artes escénicas. Dejemos de ser vestales y seamos diosas. Renunciemos a la idolatría al falo, desentendámonos de la obligación que nos inocularon de tener que agrandarlos con nuestros escritos. Sé que seremos capaces de dignificar nuestro ejercicio crítico, profesionalizándolo en lugar de banalizarlo, pues esto hace que importe poco y justifica que nos releguen a los márgenes. Dignificando nuestro quehacer, podremos elevar nuestras voces sin servilismos, sin modestia, con autonomía y valor para  protegernos  y difundirnos entre nosotras,  ahora que sabemos que no estamos solas, que ellos no nos hacen un favor al compartirnos, que no dependemos de su reconocimiento ni de su aprobación,   porque al momento que intenten reprimirnos nosotras también podemos señalarlos evidenciando su comportamiento.  Y cada quién elegirá a quién creerle.  Imaginémonos como una horda de Khalis, la diosa hindú de la insubordinación,  la única deidad que no se dejaba dominar por ningún dios ni atrapar por un sari de seda, y que prefería andar con los pechos desnudos, sin avergonzarse de su anatomía de mujer. Khali, la de la lengua afilada  asomada por su boca, diosa del pode de tomar la palabra.

 

 

 

ILUSTRACIÓN: MAR AROKO (@EmeAroko)

[1] “¿Cómo dignificar las condiciones del quehacer artístico para las MUJERES?” en: https://www.facebook.com/CDMXJornadasPreparacion3CNT/photos/pcb.1044579062626736/1044575582627084 (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

[2]  Recuerdo cuando Nora Huerta me preguntó en una entrevista de radio ¿Cuáles eran los mayores retos que una crítica tenía que enfrentar en el desarrollo de su profesión? Enfatizó el hecho de que era una mujer joven. Esa respuesta me acompañó durante mucho tiempo, pues en su pregunta reconocí simpatía y apoyo. Ella lo comprendía mejor que yo, su pregunta fue más bien un abrazo y una palabra de aliento. Lo que terminó por darme la fuerza y el coraje para animarme finalmente a escribir  este texto, como respuesta a la pregunta de Nora, es el haber estado a cargo de un taller de crítica teatral con un grupo con mujeres estudiantes que destacaban todas por su talento e inteligencia, que sin embargo, se expresaban con timidez, como quien se ha acostumbrado a pedir perdón y permiso antes hablar, como quien tiene que asumir de antemano que se equivoca para no ser tildada de arrogante, como quien tiene que fingir que sabe poco para que los hombres no la perciban como amenaza.

[3] Citado en Vulva. La revelación del sexo invisible. Pág. 75

[4] IBID, pág. 77

[5] IBID, pág. 76

[6] IBID, pág. 77

[7] El término “policía del patriarcado” refiere  a las personas que a través de sus acciones, represiones, escarnios y/o castigos, contribuyen a que el sistema patriarcal se mantenga y prospere. Tomo esta definición del capítulo “Las policías del patriarcado” del podcast de “Las desobedientes. Guerrilla con letra feminista” conducido por Marianella Villa y Liliana Papalótl: https://open.spotify.com/episode/4RWIy5ln5rQGGCr2EuMqtL?si=BG9p6LisRxWujX3A8m3Upg&fbclid=IwAR3qQ0gQZ4zjc9u1WUkf0Ee7QMvBHGI2QgvZgQxVAxzKK5CI89edqK1MEJQ (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

[8] Mithu M. Sanyal, Óp. Cit.  pág. 10

[9] Virginia Woolf, Una habitación propia. Pág. 77

[10] IBID, pág. 51 (las negritas son mías)

[11] Sin mencionar el arsenal de amuletos, colgantes, cinturones, collares, figuras con formas priápicas encontradas en las excavaciones arqueológicas.

[12] Pascal Quignard. El sexo y el espanto. España, Minúscula: 2017. Pág. 55

[13] Reconocer la relación de lo fálico con el poder podría darnos algunas pistas sobre las razones por las cuales el abuso de poder en el gremio teatral a menudo es ejercido en prácticas de violencia sexual.

[14] Citado en Mitu M. Sanyal, Óp. Cit. Pág. 7

[15] IBID, pág. 8

[16] IBID, pág. 76

[17] Virgina, Woolf. Óp. Cit, pág. 102

 

 

Fuentes citadas:

Mithu M. Sanyal, Vulva. La revelación del sexo invisible, España, Anagrama: 2012.

Quignard, Pascal. El sexo y el espanto. España, Minúscula: 2017

Villa, Marianella, “¿Cómo dignificar las condiciones del quehacer artístico para las MUJERES?” en: https://www.facebook.com/CDMXJornadasPreparacion3CNT/photos/pcb.1044579062626736/1044575582627084 (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

Woolf Virginia. Trad. Laura Pujol, Una habitación propia. España, Planeta: 2016.

“Las policías del patriarcado” en:  Las desobedientes. Guerrilla con letra feminista, conducido por Marianella Villa y Liliana Papalótl:https://open.spotify.com/episode/4RWIy5ln5rQGGCr2EuMqtL?si=BG9p6LisRxWujX3A8m3Upg&fbclid=IwAR3qQ0gQZ4zjc9u1WUkf0Ee7QMvBHGI2QgvZgQxVAxzKK5CI89edqK1MEJQ (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

Reflexiones

El ojo clínico y la apreciación escénica

por Zavel Castro 10 julio, 2020

ESTA CHARLA FUE IMPARTIDA A TRAVÉS DEL FB LIVE DE LA FACULTAD DE MEDICINA DE LA UNAM EL 26 DE JULIO DE 2020

Hace apenas unos días, compartimos una entrevista con Sergio Blanco, en la cual,  decía que, para él, como dramaturgo, lo fundamental era entrenar la mirada: “Todo acto de creación está precedido por una mirada”[1]:  Como acostumbro (acaso sea un mal hábito esto de querer llevar agua a mi molino), hice viajar esta idea hacia el terreno de mi vocación para sacar a relucir el cariz poético de la coincidencia, pues, precisamente, el ejercicio de la recepción teatral también depende de aprender mirar, con sorpresa, con empatía, con potencia vital.[2]

Quiero aprovechar que me encuentro frente a un auditorio de estudiantes de medicina para pensar en la observación sensible de manera relacional, es decir, que en el desarrollo de mi charla plantearé algunas analogías entre el diagnóstico clínico y la apreciación escénica; después de todo estoy aquí para intentar establecer un vínculo, para construir un puente entre su mundo y el mío, para ello les propongo que liberemos nuestra comprensión del mundo de la categorización disciplinar, que seamos inteligentes, tal como entendía René Leriche, que en su espléndido libro sobre Filosofía de la Cirugía,  define la inteligencia como “la aptitud para captar las relaciones secretas de las cosas […] el arte de los enlaces imprevistos”.[3]

Me gustaría invitarlas a pensar en el arte y en la ciencia como fenómenos de la vida que no están separados uno del otro, como quizás nos han hecho creer nuestras autoridades académicas, sino que, de la misma manera que en nuestro cuerpo, “todo es ligazón e interdependencia”.[4] Tendríamos que ser capaces de reconocer que tanto la apreciación escénica como la medicina son actividades creativas que dependen de la observación para hacer el diagnóstico sobre un cuerpo y sus órganos. Médicas y críticas depositamos la mirada en nuestro objeto de estudio con la finalidad de examinarlo y realizar un análisis. No se trata nunca de una mera contemplación, sino que nuestras observaciones tienen siempre una finalidad reflexiva.

Habría quienes incluso se apresurarían a asegurar que la apreciación serviría para hacer un diagnóstico de una puesta en escena y que la crítica tendría la capacidad y la responsabilidad (hay quienes se dan demasiada importancia) de “curar” una obra enferma o malograda. Personalmente no suscribo a esta percepción sobre nuestro quehacer como espectadoras especializadas, pero me ha parecido pertinente mencionarla en este ejercicio de relación, para señalar una diferencia fundamental entre el diagnóstico clínico y la apreciación escénica, y es que, mientras que las médicas observan a los pacientes para distinguir lo sano de lo enfermo, y en su caso determinar la gravedad de un malestar, la observación de un espectáculo no se concentra en señalar “lo que está bien “y “lo que está mal”, pues a menudo esta distinción depende de las reacciones epidérmicas de quien observa, y el gusto, como sabemos,  es un criterio cargado de prejuicios.  Por lo tanto, es justo señalar a la subjetividad como la desigualdad  principal entre la apreciación escénica y la apreciación clínica.

Las reacciones personales inmediatas son incapaces de constituir un argumento, precisamente porque no se puede pretender alcanzar la comprensión de una pieza a partir de los límites de una experiencia que se reduce a los límites perceptivos dados por el contexto en el que se ha desarrollado el observador devenido en comentarista.  El criterio del gusto es insuficiente para realizar el diagnóstico de una obra de teatro, tanto como es inútil para detectar la causa de un malestar físico. Ninguna persona dedicada al estudio de la medicina puede determinar la salud de su paciente a partir de si le gusta la descripción de sus padecimientos o de si sus malestares lo remiten a un recuerdo sobre su propia vida.

La examinación médica ha prescindido del criterio del gusto porque sabe que es una reacción que anestesia el pensamiento, mientras que en el ejercicio de apreciación aún no hemos conseguido erradicarlo, perjudicando la práctica al frenar la potencia de la recepción reflexiva que, al resistirse a la explicación de una obra a partir de las reacciones inmediatas, tiene la capacidad de ofrecer una valoración que reanima no solo el cuerpo de la representación sino el fenómeno mismo de las artes escénicas.  Solamente cuando nos resistimos a juzgar una obra a partir de nuestro horizonte de expectativas, podemos establecer un diálogo que supere el comentario superfluo, que vea más allá de lo evidente, que sea capaz de decir algo nuevo sobre lo conocido, algo que sea distinto y valioso.

La interpretación reflexiva de una representación artística es posible a partir de la adquisición de conocimientos propios de la disciplina, a través de la teoría y de la praxis.  Tanto la medicina como la apreciación escénica dependen de un inmenso trabajo de conocimiento, de muchas horas de estudio y de ensayo. En ambos quehaceres hay que poner a prueba lo que dicen los libros para que nuestros saberes no sean meras especulaciones. La comprobación de la teoría en la  práctica es necesaria para agudizar la sensibilidad de quien observa, facultando su mirada para que sea capaz de intuir un diagnóstico o de interpretar  de una obra, según sea el caso, captando detalles significativos en un solo golpe, así como las mejores médicas son capaces de adivinar el malestar de un paciente a partir de lo que para una mirada inexperta podrían parecer  trivialidades:

“Atención a las perforaciones del cinturón: las recientemente añadidas pueden ser indicio de incremento ponderal. ¿Es una mujer que se ha pintado las uñas de los pies? Si ella misma se aplicó la pintura, quiere decir que tiene cierta flexibilidad corporal incompatible con artritis y serios desórdenes musculoesqueléticos. Fijarse bien en la distancia que hay entre la pintura y la base de la uña: sabiendo que las uñas crecen a razón de 0.1 mm al día, es posible calcular cuándo la paciente estaba todavía en condiciones de aplicarse la pintura.” [5]

 

La agudeza de la observación permite al practicante de medicina desarrollar un “ojo clínico”. Desde la Antigüedad, los médicos consideraron la agudeza visual como la herramienta más importante para el diagnóstico, por ello, desarrollaron su metodología de examinación basada en la mirada atenta. En los primeros tratados de medicina del Islam y de Grecia se reconocía la vista como el sentido más apto para alcanzar nuevos conocimientos.  El perfeccionamiento y sistematización de la captación global e inmediata de un padecimiento llegó con la era hipocrática.

Fue también en la Antigua Grecia que la mirada entrenada cobró especial relevancia para determinar la calidad de un espectáculo, pues se celebraban concursos dramáticos en los que un jurado compuesto por ciudadanos era elegido, entre otras cosas, por contar con las herramientas de apreciación necesarias para determinar quién merecía la victoria. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XX que la expectación fue reconocida como un elemento fundamental para la concreción de sentido de una obra de teatro. La llamada emancipación del espectador enfatizó la recepción como un ejercicio activo y creativo fundamental para el desarrollo de una puesta en escena.

El ojo clínico aplicado a la apreciación, faculta la mirada crítica del público que permite valorar un espectáculo. Desafortunadamente la valoración se ha malinterpretado como un examen que resulta en una calificación, cuando de lo que se trata es de la capacidad de comprender la experiencia de un espectáculo a partir de la captación de los elementos que la articulan y el modo en que se despliegan para poner un mundo a vivir de manera efímera. La apreciación teatral tiene que ver con la capacidad de quien observa de identificar las razones de una obra en cuestión.

Hippolyte Michaud, Theaterpublik

 

De acuerdo a Gerard Vilar, toda obra artística posee una razón funcional, una razón poética y una razón comunicativa, por lo tanto, la apreciación consistiría en el reconocimiento in situ de la función instrumental, las posibilidades de sentido, la intención y la interpretación contenidas en un objeto artístico.[6]

La apreciación escénica, como la conjunción del ejercicio del ojo clínico y de la mirada crítica,  nos aleja de la impresión inmediata y habilita nuestra curiosidad, para elaborar preguntas y ofrecer respuestas tentativas que amplían la reflexión sobre una obra de teatro.  La interpretación de una puesta, como un primer diagnóstico, no se expresa en términos de resultado definitivo, sino que habilita la comprensión de un acontecimiento que escapa del régimen de la cotidianidad.

Quise utilizar la noción del ojo clínico para explicar el entrenamiento de la mirada que nos sería útil para la apreciación escénica, pues, en ambos casos, es necesario aprehender la totalidad de un cuerpo a partir de un proceso de ingeniería inversa: el médico (como el espectador) construye una hipótesis a veces inconsciente y luego la pone a prueba mediante técnicas objetivas o según la evolución temporal del paciente. Va de arriba-abajo, de lo universal a lo particular, captando primero el fondo de la cuestión y luego la forma.[7] De cierta forma, las mismas habilidades son requeridas para realizar un primer diagnóstico clínico y una primera interpretación de un espectáculo, pues en ambas es preciso percatarse de una atmósfera general a partir de los detalles captados de manera instantánea, confiar en la intuición y dejar el campo abierto para múltiples versiones.

Salvando las distancias y sin intención de equiparar la importancia de la medicina de la que depende la vida, con la apreciación escénica que sería más bien un lujo de la razón sensible, he aproximado su vinculación a partir de la noción del “ojo clínico”, útil para comprender la importancia de la inspección atenta que nos permite detectar las sutilezas, los indicios que podrían parecer triviales para la observación descuidada.  El desarrollo de la mirada crítica como la aplicación del ojo clínico es esencial para la apreciación teatral, pues del mismo modo que una examinación irresponsable, la pérdida de condición de la vista, nos conduciría a realizar un mal diagnóstico y a ofrecer una interpretación injusta, incapaz para comprender las razones de cada puesta, calificando en lugar de reflexionar y describiendo lo evidente, en lugar de esforzarse y profundizar. Cuando se realiza de manera irresponsable, la apreciación (como la crítica) se parece a una operación quirúrgica malograda, que mutila sin llegar a curar.

 

 

 

[1] “La escritura para mí no se limita al gesto mismo de escribir palabras en un papel o en un software, sino que empieza con una mirada que deposito sobre el mundo, las personas, las cosas. Creo que todo acto de creación está precedido por una mirada. Yo le llamo mirada sensible porque creo que es una mirada que deriva del cuerpo y de la sensibilidad y no de la estricta racionalidad […], Entrenamiento dramatúrgico: Sergio Blanco, en: https://aplaudirdepie.com/entrenamiento-dramaturgico-sergio-blanco/ consultado por última vez el 26 de junio de 2020.

[2] Recupero también estas características de la mirada creativa de la entrevista con Sergio Blanco.

[3] Leriche, René. Filosofía de la Cirugía. Madrid, Editorial Colenda, 1951, pág. 45.

[4] Leriche, René. Pág. 50

[5] “Reminisencia del ojo clínico”, en: https://www.letraslibres.com/mexico/revista/reminiscencia-del-ojo-clinico Consultado por última vez el 25 de julio de 2020.

[6] Vilar, Gerard. “Las razones del arte”. Taula: Quaderns de pensament, núm. 38, 2004.

[7] Traves, Torras Francisco, “El ojo clínico”, en: https://pacotraver.wordpress.com/2009/07/26/el-ojo-clinico/ consultado por última vez el 26 de junio de 2020.

 

Fuentes

Entrenamiento dramatúrgico: Sergio Blanco, en: https://aplaudirdepie.com/entrenamiento-dramaturgico-sergio-blanco/ consultado por última vez el 26 de junio de 2020.

De la Puente, Cristina. Médicos de Al-Ándalus. Nivola, Madrid, 2003.

González Crussi, Francisco. “Reminisencia del ojo clínico”, en: https://www.letraslibres.com/mexico/revista/reminiscencia-del-ojo-clinico Consultado por última vez el 25 de julio de 2020.

Gudiel Munte, Francisco. “Ojo clínico y evidencia científica”, en Educación Médica, vol.9, supl.1, diciembre 2006.

Leriche, René. Filosofía de la Cirugía. Madrid, Editorial Colenda, 1951.

Traves Torras, Francisco. “El ojo clínico”, en: https://pacotraver.wordpress.com/2009/07/26/el-ojo-clinico/ consultado por última vez el 26 de junio de 2020.

Críticas

La cría: Apuntes sobre teatro y terror

por Zavel Castro 3 febrero, 2020

Una de las más desfavorables consecuencias de la simplificación del pensamiento teatral, que obedece la subdivisión de este arte principalmente en dos géneros, comedia y tragedia, o, desde la modernidad, comedia y drama, quizás sea la resistencia que oponen cierto tipo de personas a la consideración de posibilidades que escapen a este dualismo. Así, les es difícil concebir hibridaciones, intercambios y rupturas, y con ello se muestran inhabilitados para apreciar la complejidad de las propuestas que desobedecen dogmas que, por cierto, hace mucho tiempo son inoperantes para explicar el fenómeno escénico.

Es impresionante seguir hablando la necesidad de diversificar los géneros a favor del estímulo del pensamiento complejo en el siglo XXI,  que nos permitiría comprender del que no se ha dicho todo porque no se ha comprendido completamente.  Pensar que la naturaleza del arte es versátil, quiere decir que está dispuesta a aceptar nuevos modos de hacer y en consecuencia, nuevas interpretaciones. La teoría del arte contemporáneo ha adoptado esta perspectiva desde hace tiempo con buenos resultados, sin embargo sigue siendo una tarea necesaria para las voces críticas dedicadas al pensamiento escénico, cuestionar las pretensiones del saber que han implantado los estudiosos de los géneros dramáticos para establecer normativas, como si se tratara de saberes exactos, para catalogar si una obra estaba “bien hecha” o “mal hecha”.

Son pocos los profesores y las profesoras con la disposición a actualizar, poniendo en tela de juicio, la Poética de Aristóteles, el Teatro Posdramático de Lehmann o la mayoría de los postulados de Stanislavsky, tres de las biblias incuestionables que estudiantes del fenómeno teatral en cualquiera de sus posibilidades creativas se les obliga a obedecer. Afortunadamente, el pensamiento crítico, opuesto absolutamente a la sumisión, se concede a sí mismo el derecho de poner a los dogmas una fecha de caducidad, dejando en claro que ninguna discusión ha llegado a su término de manera definitiva.

Foto: Darío Castro

El riesgo de pensar a partir de dualismos (“o es una cosa o es otra”) es la producción de obras artificiales, ajenas a naturaleza de la existencia humana, irreductible a una sola manera de hacer, expresar o sentir. Los estudiosos de la psicología, han descubierto que no existen emociones puras, es decir que una persona nunca está absolutamente asustada, triste ni contenta, sino que a menudo se acompañan de otras emociones, así podríamos pensar, por ejemplo, en la excitación de una persona cuando tiene miedo, en la tristeza iracunda y en la alegría culposa. Si las emociones responden a un comportamiento complejo, así tendrían que hacerlo también las creaciones artísticas.

Todo esto nos sirve al momento de pensar en el género de terror en el teatro. El pensamiento reduccionista diría que para producir un estremecimiento de miedo y angustia, las obras deberían articularse de manera exclusiva a partir de mecanismos macabros. Sin embargo, el efecto del terror suele ser provocado por una buena dosis de humor. Las consideraciones simples de las que hablaba (“o esto o lo otro”) difícilmente podrían percibir la compenetración entre humor y terror, incluso se les piensa como efectos contrarios, en cambio se trata de un dualismo productivo en el que las partes tienen características comunes.

Foto: Darío Castro

Tanto el humor como el terror son expresiones de la desmesura, causales de vergüenza según las autoridades morales (no podríamos olvidar la persecución y castigo emprendido por la Iglesia en contra de la risa) y se basan en un instinto de conservación: el terror procura protección y cautela y el humor, la evasión de la certeza de los peligros del mundo. Son reacciones frente a la consciencia de la muerte, por tanto, las ficciones de este estilo son, en el fondo, tranquilizadoras, en la medida en que evitan el desconsuelo ante lo inevitable y la angustia frente a lo incomprensible.

Un claro ejemplo de la efectividad del funcionamiento en conjunto del terror y del humor, es la versión musical de La Cría, dirigida por Tito Vasconcelos. Este espectáculo de cabaret no solamente desatiende al pensamiento reduccionista que sostiene la clasificación teatral en géneros cerrados, sino que además desobedece al textocentrismo que subyuga buena parte de las producciones teatrales que se contentan con traducir escénicamente lo que ha establecido el dramaturgo o la dramaturga: una vez más la obediencia que pretende impugnar  la operación crítica. En lugar de acatar las ordenanzas del texto de Carlos Talancón, especialmente el tono de suspenso y la búsqueda ininterrumpida del efecto terrorífico, que, como cualquier otro ritmo sostenido, suele resultar monótono y predecible[1], Tito diversifica el terror propuesto en el texto mediante la alternancia rítmica de su puesta en escena[2], tomando solamente la anécdota de la dramaturgia, sirviéndose de ella para acercarse a los temas prohibidos como son todos los que pertenecen al terreno de lo numinoso (del mysterium tremendum) con sentido del humor, tal como hicieron algunos maestros del género macabro en su vertiente literaria[3].

Al tomarse en broma lo fantástico y lo monstruoso, Tito Vasconcelos, Brissia Yéber, Víctor de Léon, y Hernán del Riego quien estuvo a cargo de la musicalización, “toman distancia, estableciendo una barrera entre ellos y el peligro” (Llopis 83), con lo cual consiguen suscitar en el público, como consecuencia del planteamiento terrorífico del texto, una risa inusual, ajena a la que produce una comedia convencional. Para lograr este resultado, la obra utiliza, como estímulos supramaximales, la intervención de títeres en distintas modalidades y técnicas (por cierto que la realización de los elementos visuales a cargo de Osvaldo Solsot merece nuestro reconocimiento).  Los títeres, como objetos inanimados que cobran vida frente a nuestros ojos, a menudo producen un efecto de incomodidad o extrañeza en el espectador, que han sido utilizados precisamente como detonadores de risa (pensamos en el teatro Guignol) o espanto  (basta reconocer cuántas películas de terror existen protagonizadas por títeres o  muñecos diabólicos).

Foto: Darío Castro

A partir del funcionamiento conjunto del terror con el humor y del juego entre la presencia y la ausencia de “Bombón”, la criatura más misteriosa y temible de la historia, su evocación/invocación y su figuración, esta versión alcanza a esbozar una posibilidad metafórica de la monstruosidad de nuestros engendros. La superación de la literalidad de la narración, abre camino a una multiplicidad de interpretaciones cuanto más disímiles más enriquecedoras, objetivo que no debemos perder quienes nos dedicamos al análisis ni quienes se concentran en el comentario.

El aparente antagonismo entre humor y terror, queda disipado en un espectáculo que diversifica la cartelera teatral de la Ciudad de México a medida que produce emociones complejas en sus espectadoras y espectadores, no es que le cause terror ni que le cause risa, sino que consigue un estadio intermedio, de difícil escisión, una respuesta contradictoria que reza la máxima de los masoquistas: cuanto más humor, más placer.

Se comprende por qué «Bombón» habita en el cabaret, en el que por definición, debido a su espíritu inconforme y transgresor, todo puede suceder y en el que no caben ni los dogmas ni las clasificaciones simplistas.

Bibliografía

Barba, Eugenio. “The Deep Order Called Turbulence: The Three faces of dramaturgy”, The drama Review 44, 4 (t 168), Winter 2000, pp.56-66

Llopis, Rafael. Historia natural de los cuentos de miedo. Con referencia a géneros fronterizos. Madrid, Ediciones de Escritura Creativa Fuenteaja: 2013.

Shakespeare, William. Trad. Luis Astrana Marin, Obras completas. Madrid: Aguilar: 1947.

 

[1] Para guardarme de un señalamiento sobre la subjetividad de mi percepción sobre la monotonía  propongo el análisis de las estructuras shakespeareanas. Entre otras cosas, la genialidad atribuida al autor inglés, se debe al dominio de la técnica dramática consistente en la variación rítmica, basta observar algunas de sus mejores obras (quizás Hamlet sería el mejor ejemplo) para notar la anteposición de una escena cómica a una escena dramática, el efecto de contraste (la tormenta que sigue a la calma) potencia el efecto del terror una vez que la risa ha bajado las defensas del espectador, así consigue un efecto contundente.

[2] Agradezco especialmente a Ricardo Ruiz Lezama, la claridad en su explicación sobre esta cuestión.

[3] Basta revisar Los Cuentos de la otra vida  y los Cuentos fantásticos de Núñez del Arce y, muy superior a este, las obras de Gustavo Adolfo Bécquer, Leyendas y Cartas desde mi celda. He llegado a estos textos gracias a las referencias del libro de Rafael Llopis.

 

Reflexiones

El temperamento melancólico

por Zavel Castro 7 enero, 2020

Séneca escribió que “no hay animal más sombrío que el hombre”, ni que la mujer, añadiría yo con justicia. Los hombres y mujeres que se sumen con facilidad en un estado taciturno, aquellos y aquellas que se alejan de la luz y se resguardan en la sombra, corresponden, de acuerdo a la patología humoral (popularizada como teoría de los humores) al temperamento melancólico. De acuerdo con esta teoría articulada por Hipócrates y desarrollada por Galeno y Teofrasto, el cuerpo humano se compone de cuatro sustancias: bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre. El desequilibrio entre las mismas ocasionaba enfermedades físicas y padecimientos anímicos. La melancolía se debía a un exceso de bilis negra, supuestamente, este desorden modificaba el carácter de las personas predisponiéndolas a la depresión y  haciéndolas más inquietas, distraídas, silenciosas, reflexivas, inestables y ansiosas.

Las personas de este tipo de temperamento se inclinan a la soledad, a la tristeza y, algunas veces, al teatro. Definido por Kartun como “ritual de violencia” y por Brook como el lugar en el que los y las creadoras ofrendan su sufrimiento (y añadiría, también con justicia a los espectadores y  a las espectadoras) crea, necesariamente, atmósferas dolientes, en el que el arte deviene en un acto de duelo público, en el que los y las participantes se reconocen como una “communitas del dolor”, haciendo “del dolor individual una experiencia colectiva” (Diéguez 24). En el teatro las almas tristes tienen oportunidad de expresar su dolor, y no a manera de queja ni quejido, sino como una forma de resignarse al taedium vitae, el hastío de la vida. Las melancólicas (como las materialistas) han comprendido que “la realidad es solo un instante de doloroso deseo” (Quignard 157),  que no somos más que átomos y vacío (Demócrito), que somos fruto del azar, que solo hay simulacros e instantes, que las multitudes son como las tormentas (Epicuro). Nada pueden hacer contra ello, pero al percibirlo, sus corazón ensombrece.

Las melancólicas se dedican al teatro para huir del hastío y soñar otras vidas, así lo sentimos cuando vemos una obra en el que el diseño ha sido creado por Natalia Sedano.  Algo hay en su juego de luces y en su mirada oscura que resulta enigmático e inquietante, algo que siempre deja tras sí una sombra, un no sé qué que nos seduce al abismo, una mezcla de sueño y aflicción. Natalia embellece la desdicha y con ello crea mundos hermosos.

Las melancólicas se precipitan al vacío y al llanto sin alcanzar el consuelo, incluso hacen de ello su impronta. Así lo vemos con Jimena Eme Vázquez y con Nora Huerta.  La primera ha hecho de la tristeza el eje de sus ficciones, ya sea latente como en el caso de Piel de Mariposa (que he analizado en otra ocasión[1]) y en Mitad tú, mitad yo, o explícita como en Me sale bien estar triste  y en Now Playing. La especificación de la emoción que sostiene a estas dos últimas, favorece su carácter representativo del tipo de público a la que van dirigidas. Aunque es cierto que a cualquier edad podemos sufrir de mal de amores[2] y que en todas las épocas se han cantado las penas que provoca, las obras de Eme sostienen que la tristeza es la emoción que define a los millenials, por ello encontramos guiños al lenguaje de las redes sociales, chistes locales de la comunidad virtual y referentes que solamente comprendemos con exactitud quienes estamos a punto de cumplir los treinta.  Jimena habla en nombre de una generación que se reconoce triste y lo celebra, así se vincula con el temperamento al que dedico esta reflexión pues, “la melancolía es la felicidad de estar triste”, así dijo Víctor Hugo. La felicidad que provoca el estado melancólico se debe al recuerdo de los momentos que añoraríamos volver a vivir, la memoria de aquello que no podemos recuperar, instantes de la vida que se fue, por eso en Now Playing se hace un recuento de la juventud perdida y se romantiza todo lo que alguna vez nos procuró placer, como melancólica, Jimena sabe que todas las voces en silencio, que la que alguna vez fue nuestra canción favorita, con el paso de los años resonará débilmente como eco.

Foto: Darío Castro

Las melancólicas aman y padecen al unísono. No pueden evitarlo. Nuestra educación sentimental nos obligó a creer que el amor es una derrota y que las mejores amantes son aquellas que dejan que su corazón sea devorado por la tristeza. Un epíteto homérico describe a la melancolía como “la autofagia del cuerpo por el alma” (Quignard 164), esta sentencia es letmotiv del del cancionero popular mexicano, que recoge magistralmente Nora Huerta en algunos espectáculos como Paloma QuéHerida, Rivotrip y Canción Taruga. Aunque las herramientas del cabaret que utiliza Huerta en estos recitales permiten la crítica y deconstrucción de la idea de que quien busca la felicidad en una amante está condenada al lamento, también evidencian la fascinación que sentimos las seres humanas por el drama pasional.  El repertorio musical de estas obras corresponde al retrato del temperamento melancólico definido por su  sintomatología: preocupación, pena, temor, olvido y remordimientos.  Nora canta las penas y da voz al hastío de la repetición del ciclo romántico, ese que hace que la lágrima siga siempre al latido.

Foto: Darío Castro

Las melancólicas abren sus almas a través de la escritura. Así lo hacen Conchi León y Maribel Carrasco. Ambas navegan sobre tormentas y suspiros para llegar a otros mundos, para perderse allí.  Las obras de León son como lágrimas cálidas que acarician las mejillas de quienes las miran, que son conscientes del sufrimiento que causa la vida y que sin embargo, buscan el consuelo.  Pienso en Del Manantial del Corazón, que trata sobre la muerte y el nacimiento de los bebés en la cultura maya, Cachorro de León, una obra tejida con reproches a su padre que deviene en un acto de compasión, De Coraza, sobre la esperanza que mantienen en pie a las mujeres en reclusión; obras que ofrecen un respiro a la permanente angustia del alma para los que comparten este temperamento.

Por su parte, las obras de Maribel, son la melancolía pura, apenas arrojan un poco de luz en nuestras naturalezas muertas, fabulan sobre las ilusiones perdidas sin prometer nunca consuelo. La melancholia en la dramaturgia de Carrasco, es sutil, simbólica, muy parecida a la nostalgia. Guardo recuerdos vívidos, imágenes fascinantes y dolorosas, de Los Cuervos no se peinan y Beautiful Julia, ambas retratan personajes que han sido abandonados a la vida, condenados a alguna especie de orfandad que los mantiene siempre incompletos, siempre distantes y taciturnos, con dolores y deseos perpetuos. La oscuridad creada por ella es escalofriante, no se sabe si a causa de la contemplación del dolor o de la belleza.

Algo hay en las imágenes sombrías que pueblan las creaciones de Natalia Sedano, Jimena Eme Vázquez, Nora Huerta, Conchi León y Mribel Carrasco, que genera la atmósfera de la melancolía. Me gusta escribir que es “un algo” porque considero que solamente lo que escapa al lenguaje es potente y poético. Creo que la melancolía es un gesto indecible, una experiencia que sucede en el cuerpo y que, por lo tanto, es efímera, como el teatro. El espacio escénico convoca a la communitas del dolor para distraerla del hastío de la vida, para abrazarla en silencio. El exceso de bilis negra en algunas creadoras se expresa en obras que nos recuerdan que estamos tristes, pero no estamos solas.

 

 

 

 

 

 

Bibliografía

Brook, Peter. Más allá del espacio vacío. Escritos sobre teatro, cine y ópera, 1947-1987, Alba Editorial.

Diéguez, Ileana. Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor. Córdoba: DocumentA/Escénicas Ediciones, 2013.

Lange, Federico Alberto. Historia del materialismo, tomo 1, Madrid.

López Huertas, Noelia. La teoría hipocrática de los humores. Gomeres: salud, historia, cultura y pensamiento [blog]. Disponible en: consultada por última vez el 1ro de enero del 2020.

Lucrecio, De la naturaleza de las cosas.

Quignard, Pascal. Trad. Ana Becciú. El sexo y el espanto. Barcelona, Editorial minúscula, 2005.

Séneca, Lucio Anneo. De la ira.

[1] Castro, Zavel. Piel de mariposa (crítica), en:  http://aplaudirdepie.com/piel-de-mariposa/

[2] El mal de amores es el tema central de Me sale bien estar triste y el  detonante del conflicto en Mitad tú… mitad yo y Piel de mariposa.

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