Buenas tardes, quiero agradecer a Javier Ibacache y a Pepe Zapata por su invitación y por la inspiración, al consejo asesor y a los equipos de producción y logística por haber realizado el enorme esfuerzo que supone idear y concretar un evento de esta magnitud, cuyo propósito, hay que decirlo, es tan noble como pertinente. Los espectadores y las espectadoras merecen una mención especial por haber respondido al llamado para ayudarnos a mejorar nuestra relación con ustedes.
Debo confesar que, cuando me invitaron a compartir esta conferencia, me puse bastante nerviosa,[1] pues me había sido encomendada la difícil tarea de sintetizar en una narración coherente y de ser posible entretenida, la trayectoria del público desde sus orígenes hasta vislumbrar sus futuros posibles. Acepté el reto, limitando la exposición a la historia occidental. A pesar de esto, confío en que la observación de la transformación de su comportamiento constituye una problemática global.
Naturalmente, es imposible abarcar la diversidad de las comunidades de público en una sola charla; prefiero dar cuenta de esta limitante antes que pretender que mi discurso incluye, representa y es capaz de interpelar a todas y a todos. Al igual que las obras, los textos se construyen a partir de la imagen de un espectador o espectadora ideal y las mías, son aquellas personas dispuestas a escuchar comentarios poco optimistas sobre la relación del teatro con sus públicos, considerando que quizá, haya algunos problemas que resolver y que estos no desaparecen descalificando a la mensajera.[2] Prefiero decirlo, antes que pretender que mi discurso incluye a todas y a todos. Me parece importante enunciarlo porque, aunque los mecanismos de exclusión son inherentes a cualquier discurso y a cualquier representación, muchas investigaciones escénicas y académicas, obvian este factor, ya sea porque a su parecer, es demasiado evidente o porque al generalizar, facilitan las conclusiones de sus estudios. Este y otros problemas que voy a señalar corresponden al campo de la investigación teatral y particularmente al campo de los estudios de público. Este congreso me parece un espacio idóneo para recuperar también esta discusión, para que acaso, las espectadoras y los espectadores incluyan en las demandas de su manifiesto, que la investigación explicite a quienes excluyen sus discursos. Voy a estar soltando algunas ideas sobre el manifiesto esperando que algunas de las reflexiones detonadas por las exposiciones y los talleres sirvan para apuntalar las consignas.[3]
Ante la imposibilidad de contener la historia del público en una sola exposición, haciendo una glosa de los textos fundamentales y de los hechos históricos que dan cuenta de la existencia de las espectadoras y los espectadores en distintas épocas, he preferido apelar a la naturaleza creativa del oficio de historiar y prestar atención a los rumores que existen sobre el público, rumores que han inventado unos para advertirnos sobre su naturaleza violenta y otros para promover la figura del espectador y de la espectadora ideal. Ambos tipos de rumores funcionan actualmente para determinar el tipo de público cuya presencia es digna de celebrarse.
Hablo de rumores porque finalmente mucho de lo que sabemos sobre el público de otros tiempos, así como del público de hoy, no son más que especulaciones, datos muy imprecisos o información que sirve solo para conocerlo de manera superficial. Tomar las especulaciones como una fuente fidedigna, nos permite acceder al imaginario colectivo del sector teatral, dejándonos conocer cuáles han sido los prejuicios, los temores y los ideales a partir de los cuales han construido sus representaciones sobre ese cuerpo colectivo que se ocupa de mirar, sentir y pensar el teatro, para dotar de significado a las obras.
Atender a las representaciones de los públicos es fundamental para comprender las razones por las cuales, la mayoría de las obras y la mayoría de los teatros los relegaron a un segundo plano y por qué ahora nos preocupa tanto que recuperen su protagonismo.
Recuperar el imaginario sobre el público, en lugar de retomar el discurso que ha articulado el sector con ayuda de la comunidad académica, no quiere decir que no me he tomado en serio la tarea que me han encomendado, por el contrario, pienso que en el futuro las investigadoras y las espectadoras debemos tomarnos mucho más en serio nuestro derecho a imaginar y que tenemos que defenderlo como una forma legítima de conocimiento, puesto que así, podremos ofrecer mayor resistencia a las figuras y las empresas que pretenden “enseñar a pensar al público” y “ayudarle a entender las obras” (en sus términos).
Lo repito: la imaginación del público es una forma legítima de conocimiento.
Las interpretaciones que haga sobre lo que ve son válidas y no necesitan de la aprobación académica, de hecho, la investigación académica y, desde luego, también la investigación histórica, tienen mucho de invención y esto no merma su validez, por el contrario, nos ayuda a reconocer el quehacer creativo y poético de quienes interpretan los signos.[4] Restablecer la imaginación como una vía de conocimiento, honra la esencia del teatro pues, en todo caso, nuestra imaginación ha provocado que sintamos la necesidad de inventar mundos efímeros y hacerlos existir en un escenario, y también se expresa en el deseo de ficción que nos lleva a ocupar las butacas.
La imaginación es el elemento fundacional del fenómeno teatral y también es la clave para entender el tipo de relaciones que hemos establecido con las espectadoras y con los espectadores, pues por lo general, el vínculo está condicionado por lo que creemos que son, por lo que nos han dicho que son y por lo que deseamos que sean; usualmente, al público lo intuimos y lo suponemos. Hemos hecho muy poco para que esto sea de otra manera.
Es necesario poner a prueba las suposiciones que derivan de teorías y estudios, incluyendo las historiografías de las autoridades del pensamiento. De hecho, una posible tarea para el futuro podría ser cuestionar todo lo que se ha dicho al respecto, corregir las imprecisiones y prescindir de las ideas caducas y de los discursos que no son aplicables a la realidad. No quiero que se me malentienda: el empeño de la comunidad académica para conocer al público es hermoso y loable, sin embargo, pienso que la mayoría de los estudios ampliarían sus alcances si incluyeran de vez en cuando, los testimonios de las observadoras y los observadores del fenómeno teatral, modificando la metodología para incluirles en las investigaciones. Quiero pensar que cuando decimos que estamos buscando una mayor participación del público en el teatro, incluimos también este campo. Hoy tenemos frente a nosotras a esas personas que reclaman que dejemos de tomarlas como objetos de estudio sin consultar con ellas y ellos los avances de nuestras investigaciones. Hoy están aquí invitándonos a que las conozcamos mejor y, sobre todo, a hacerles partícipes de muchas más áreas de las que les hemos permitido estar.
Uno de los problemas de haberles tratado como objetos de estudio sin procurar un diálogo directo e incesante con ellas y ellos en el curso de nuestras investigaciones, es que esto dio pie a la homogeneización de las comunidades de públicos, difuminando la diversidad de quienes las integran.[5] Al ignorar la variabilidad de bagajes, preferencias y motivaciones de las cuales derivan distintas interpretaciones a propósito de una obra, se crea la ilusión de que, alrededor de ella convergen personas con ideas y gustos similares. Sabemos muy bien que esto no es así, pero si revisamos la mayoría de los textos, son demasiado pocos los que especifican las particularidades de los grupos que estudian y aún menos los que acusan una participación directa, voluntaria y explícita en las investigaciones.
La generalización de los públicos empata con el discurso, ultra promovido, de que el teatro es un territorio neutral, donde es posible suspender lo que nos diferencia para concentrarnos en lo que nos hermana. Hoy sabemos que es posible convivir en paz a pesar de nuestras diferencias, incluso a partir de nuestras diferencias. A la luz de varios eventos recientes, hemos llegado a pensar que sería mejor manifestar públicamente aquellas ideas en las que diferimos, pues de otro modo, salen a relucir cuando menos lo esperamos, afectando, ahí sí, al bien común. Si todos los días lidiamos con nuestras diferencias ¿Por qué el sector teatral insiste en que es posible dejarlas de lado durante una función y por qué esto se presenta como algo deseable?
La objetivación y la falacia de la neutralización permean las narrativas sobre la historia del público occidental. Se insiste en esto, aun cuando sabemos que es imposible que un grupo de personas de distintos lugares y distintas épocas, con distintos intereses y necesidades, reciba las obras de la misma manera.
Otra cosa que ayuda a vehicular la generalización sobre el público es la excesiva atención a las reacciones externas, condicionadas y aprendidas, al término de una función. Si seguimos confiando en los aplausos y en las exclamaciones al finalizar las obras, así como del entusiasmo que demuestran durante las funciones, seguiremos obviando la interiorización de los contenidos y otros tipos de participación e implicación que complejizan el análisis de la recepción.
Sospechosamente, en nuestros tiempos, por lo general, el público reacciona de manera positiva a las obras. Y es que se le ha hecho pensar que amar al teatro es amar a las obras. A todas ellas. El mejor espectador es el que aplaude, agradece y recomienda. Porque todas las obras son fruto de las mejores intenciones y de los mayores esfuerzos. Porque todas tienen algo valioso. Porque todas están hechas “por su bien” en algún sentido (para que se divierta, para que se entretenga, para que reflexione o para que aprenda). A buena parte del sector teatral le tranquiliza pensar que los públicos son muy felices con las obras que se hacen y que el discurso de las obras es eficaz. También les reconforta difundir que el público se ha equivocado en la valoración de obras significativas, como cuando le dieron el tercer lugar en un concurso a la Medea de Eurípides y cuando abuchearon La Gaviota de Chéjov, para señalar que a veces “no ha sabido ver”.
A partir de todo esto me pregunto: ¿Qué tan exactas pueden ser las conclusiones de cualquier investigación histórica? ¿Qué tan precisa puede ser un estudio sobre la recepción cuando no problematiza los factores que hacen que alguien asista, observe e interprete una obra a partir del libre ejercicio de su imaginación?
Entiendo que ninguna investigación puede abarcarlo todo, sin embargo, la metodología que se utilizó por lo menos hasta mediados del siglo XX para estudiar a los públicos, nos dejó una deuda muy grande en el conocimiento de las comunidades efímeras que se congregan a propósito de una obra de teatro. Quise dar cuenta de los vacíos de la historiografía, con la intención de que en el futuro las espectadoras que elijan profesionalizarse en el campo de la investigación, los tengan en cuenta y no caigan en los vicios de la tradición.
Quizá mis impresiones estén equivocadas, hace falta preguntar a las espectadoras y a los espectadores si efectivamente sienten que se le ha excluido de los registros históricos sobre el teatro y de los estudios de público, si habían pensado siquiera en la posibilidad de ser incluidos más que retratados, si están conformes con el tipo de participación que se les ha permitido o si les interesa participar en este campo, pero si fuera cierto que hasta ahora no nos ha importado lo suficiente incluirles en los estudios teatrales, confiando en la precisión de la mirada de “los y las especialistas”, tendríamos que aceptar que su historia ha sido narrada siempre por alguien más.
¿Por qué les hemos negado el estatuto de especialistas de su propia historia a quienes observan y significan las obras para entregárselo, en cambio, a quienes ostentan títulos académicos? ¿Por qué los testimonios del público no tienen cabida en los estudios teatrales? ¿Con esto les habremos convencido de que lo que tienen que decir sobre el teatro no es tan importante como lo que tienen que decir los investigadores y los artistas?
La exclusión del público del campo del saber académico “legítimo”, explicaría en alguna medida por qué las espectadoras y los espectadores han preferido reservar la relatoría de sus experiencias al ámbito privado y por qué sabemos tan poco sobre su historia. La distancia entre las comunidades artísticas, académicas y de audiencia, se ha traducido en un silencio que debería preocuparnos.
Puede ser que las suposiciones a partir de las cuales se construye la narrativa histórica, se deban no sólo al desinterés sino al silencio con el que han tenido que lidiar las investigadoras y los investigadores, siendo una de las principales razones por las cuales se han escrito un sinfín de interpretaciones sobre lo que es, sobre lo que quiere y peor aún, sobre el tipo de teatro que necesita. Sin tomarlo en cuenta. Es preciso subrayar que la culpa no la tiene el público, sino que es resultado de una serie de acciones ejercidas por distintos agentes a lo largo del tiempo: es momento de asumir nuestra responsabilidad y dar cuenta de esa historia. Desde una perspectiva positiva, el reconocimiento del silenciamiento del público puede servir para que, en épocas venideras, las espectadoras y los espectadores decidan si quieren seguir en el anonimato, dejando que su historia la escriban otros, a partir de suposiciones, idealizaciones y prejuicios, o si, por el contrario, quieren ser escuchadas y escuchados y que, como he dicho, participen del sistema teatral incluyendo la investigación sin representantes ni intermediarios.
En la historiografía teatral, las representaciones del público operan en tres sentidos: como realidades, enigmas y ficciones históricas. Los discursos proyectan los deseos, pero sobre todo los temores de los y las artistas, aunque en épocas recientes es frecuente encontrar señales de ese temor también en los programadores. Ahora que los necesitan más que nunca ya que los públicos se muestran renuentes a volver a las salas.
La historia del teatro ha reducido la imagen de las espectadoras y de los espectadores como algo que primordialmente cumple dos funciones: mirar y aplaudir. Por tanto, la iconografía del público enfatiza los elementos que el sector teatral considera relevantes: los ojos y las manos. La imagen que resulta de ello es una criatura múltiple, a la que es mejor tratar bien y mantener al margen pues, con frecuencia, se le representa como una cosa terrible.
Los rumores cuentan que hay que tener cuidado sobre todo con sus fauces, pues supuestamente, lo que emana de ellas tiene el poder para destruir obras y artistas.
Probablemente, el temor a sus fauces justifique su silenciamiento, pero ¿De dónde viene ese temor?
Hasta donde sabemos (o lo que hemos inventado), como casi cualquier otra práctica cultural, los orígenes de la recepción teatral se remontan a la Antigua Grecia. Los registros sobre el comportamiento del público evidencian que en aquel tiempo tenía diferentes formas de expresar su agrado o desagrado; además de aplaudir, se tiene noticia de que los espectadores silbaban, gritaban, pateaban y golpeaban los asientos durante las representaciones.
La historiadora Lynne Conner señala que también arrojaban piedras, nueces, higos y todo tipo de alimentos para protestar u homenajear el tratamiento de los mitos de los dramaturgos y la interpretación de los personajes de los actores. Se dice que los actores respondían con la misma efusividad los comentarios, replicando las ofensas y aventando cosas a los espectadores desde el escenario. De acuerdo con los cronistas, el ambiente teatral se caracterizaba por el bullicio y el público se caracterizaba por su participar y por hacer ruido, además, se dice que se implicaban profundamente con las ficciones, principalmente cuando abordaban temas políticos o consejos morales. También dicen que en esa época la opinión de la multitud se consideraba más valiosa que la opinión de los críticos.[6] Asimismo, cuentan que desde esa época existe la figura de alguien encargado de preservar el orden silenciando a los observadores escandalosos, a quienes golpeaban con una vara (desconocemos si los golpes conseguían su propósito o si por el contrario, los envalentonaban).
La recepción como un libre ejercicio de movimiento y palabra continuó hasta el siglo diecisiete, época que destaca por la conformación de grupos de espectadores conformados por personas que pagaban las entradas más accesibles para ver las obras parados en una zona especial, que a menudo era el foso o una planta baja cercana al escenario. Este tipo de público jugó un papel fundamental en la historia del teatro europeo debido a su comportamiento escandaloso, sus prácticas incluían hablar, silbar, bailar, cantar durante las representaciones, imitar las actuaciones y se burlarse en voz alta de cualquier persona. Las personas que se aventuraban a participar desde esa zona, podían esperar ser robadas, empujadas e incluso golpeadas. Se dice que muchas veces lo que ocurría allí era el atractivo principal para asistir a una función.[7]
Hay comportamientos en la historia que se repiten: la escandalosa participación del público en este tiempo también era respondida en la misma medida por los intérpretes de las obras, quienes se permitían reaccionar a sus comentarios, insultándolos y arrojándoles cosas desde el escenario. Muchas veces, las autoridades tuvieron que intervenir para calmar los enfrentamientos.[8]
La función primordial del público en este tiempo seguía siendo emitir un juicio colectivo sobre las obras, manifestando su aprobación o rechazo por medio de acciones que iban desde aplaudir o abuchear hasta arrojar naranjas al escenario. Se cuenta que, por ese entonces, la respuesta del público podía determinar el éxito de una obra o incluso la carrera de actores, actrices y dramaturgos. El público que hoy consideramos desobediente, en otro tiempo fue una fuerza descomunal que llegó a amenazar seriamente el orden desafiando constantemente a las autoridades. Su influencia fue considerable, pues hizo que su voz fuera escuchada y tomada en cuenta por los directores de teatro, llegando incluso a incidir en las decisiones de programación y en los contenidos de las propias obras, con la pura amenaza de su descontento y de los disturbios que podrían ocasionar si no se les daba lo que pedían.
Como era de esperarse, el poder de estos públicos molestó cada vez más a los artistas y a las personas encargadas de mantener el orden en la sociedad, por ello, a principios del siglo dieciocho, las autoridades publicaron edictos que pretendían disciplinar el comportamiento rebelde de las audiencias. Las normas de comportamiento fueron distribuidas en folletos y leídas en voz alta en los teatros. Entre otras cosas, estas leyes prometían castigar a quienes interrumpieran las actuaciones y a quienes utilizaran sombreros, por su parte, los castigos variaban: iban desde prohibir la entrada de los espectadores sospechosos hasta reprender públicamente los comportamientos inaceptables. Algunos directores de teatro, artistas, críticos y espectadores, aplaudieron los esfuerzos para controlar los actos rebeldes, mientras que otros se opusieron a ellas, argumentando que aminoraba la participación del público dificultando la comunicación entre los espectadores y los artistas. Me es preciso anotar que, hasta este momento, no se consideraba inaceptable comer, platicar ni moverse libremente durante la función.[9]
Estas medidas fueron reforzadas espacial y materialmente por los dueños de los teatros, quienes instalaron asientos en sus recintos, creyendo que, al limitar la movilidad, manteniendo al público sentado, se calmaría. Además, por estos tiempos las técnicas de iluminación cambiaron: se sustituyeron las velas por lámparas y se inventó un sistema de poleas que permitió manipular los candelabros de los teatros, dirigiendo la luz y la atención hacia el escenario, oscureciendo al público para debilitar su participación directa y sus interrupciones, impidiendo que protagonizara las funciones. La instalación de las butacas y la luz eléctrica cambió para siempre la distribución de los recintos y la organización de la mirada colectiva, a costa de la participación de las comunidades de públicos. Por estos tiempos fueron relegados a los márgenes, de los cuales aún la mayoría no ha podido salir.
Hay quienes ven en todos estos esfuerzos un proyecto de domesticación y manipulación.
Un paréntesis para hablar de la resistencia a estas medidas: la evidencia histórica demuestra que, a pesar de esto, el ruido y las interrupciones en las funciones continuaron hasta la primera mitad del siglo diecinueve, pues, hasta entonces, se siguieron abucheando las obras y los actores que no eran del agrado del público, y exigiendo que se repitieran escenas y números musicales. Además, el sector teatral siguió considerando la opinión de la audiencia como el veredicto más importante.[10]
Hasta el siglo XIX, ni la recepción ni la participación guardaba relación con la quietud ni el silencio ¿A qué debemos entonces que este se haya cristalizado como un ideal de comportamiento?
No fue sino hasta mediados del siglo XX que la pasividad de las espectadoras y los espectadores finalmente pudo determinarse como el modo de recepción ideal con ayuda de la institucionalización el establecimiento de protocolos de comportamiento. Entre otras cosas, esto ocasionó que el rol evaluador del público se debilitara, para fortalecer, en cambio, una dinámica de poder que favorecía a los intérpretes, quienes justificaban las demandas de quietud y silencio por el respeto que merecía su trabajo y la solemnidad que requería el desarrollo de las ficciones. Cabe la posibilidad de que las comunidades de público, por consenso, hayan decidido, tanto establecer como obedecer las reglas de comportamiento para disfrutar del teatro en un entorno tranquilo y para contemplar el trabajo de las y los artistas con el respeto que se merecen, o bien, puede ser que estas reglas le hayan sido impuestas para controlarlo, con la intención de evitar la repetición de antiguos comportamientos. En cualquier caso, su docilidad no es algo natural, sino que, por lo que se ha visto, y por lo que se ha dicho, es resultado de una serie de decisiones propias o ajenas, tomadas a lo largo de la historia. En consecuencia, los espectadores y las espectadoras del presente se encuentran sometidas por voluntad o por decreto, a la oscuridad, la quietud y el silencio.
Por lo general, los artistas aman a los públicos hasta que se descontrolan.
Los dispositivos de participación vigentes han limitado mayoritariamente las reacciones del público al aplauso y al halago; dejando sus impresiones más honestas para el ámbito privado y para sus círculos de confianza. Es preciso anotar aquí que las plataformas digitales han sido utilizadas como si se trataran de espacios seguros controlados por los usuarios, por esto, es posible encontrar opiniones desfavorables vertidas en esos medios, aunque no es lo más común, pues he visto cómo los artistas responden esos comentarios desacreditando las capacidades cognitivas y el nivel de cultura de quienes no gustan de su trabajo.
La consolidación de la figura del espectador ideal lo representa como una persona viva, pensante, sensible y sobre todo, silenciosa. Resulta llamativo que durante la pandemia se hayan detonado dos intereses al unísono: la atención del sector teatral a los estudios de público y el auge del movimiento de “adopción” de plantas de interior. Pareciera que el sueño de la gente de teatro es que una persona, al convertirse momentáneamente en espectadora, simulara un comportamiento más vegetal que animal, con lo cual, como sospecho, ambos fenómenos tendrían alguna correlación.
El comportamiento ideal- vegetal de los públicos durante el desarrollo de una función, corresponde a la idea de que el silencio es sinónimo de respeto y de que el teatro, en tanto que es un «ritual sagrado», lo amerita. Además, se nos ha dicho que debemos agradecer la oportunidad de participar en él. La limitación de la participación del público al aplauso y al agradecimiento, también afianza el discurso de las artes escénicas como benefactoras social: se piensa que con cada obra vista, el espectador y la espectadora, se vuelven, inevitablemente, mejores personas. No es mi intención invalidar la posibilidad del teatro de ser una vía de transformación de la vida de la gente, simplemente estoy precisando la frase sin obviar lo que todas y todos sabemos en el fondo: ni todas las obras impactan de manera positiva y ni toda la gente cambia por ir al teatro. En todo caso ¿Cómo podríamos saber cómo ha cambiado el público si ni siquiera lo conocemos?
Estos discursos atraviesan la historia del teatro y por lo tanto, las historias de los públicos.
Pienso que, ante la falta de testimonios, podríamos interesarnos en identificar los discursos que guardan una relación directa con la transformación del comportamiento del público a través de la historia: pasando de ser excesiva y explícitamente participativo y ruidoso a contemplar las obras en el mayor silencio posible. A partir de esto, también podríamos preguntarnos por qué han surgido rebrotes de desobediencia como de los que da cuenta la investigadora de audiencias Kirsty Sedgman, quien ha seguido el fenómeno desde el 2018.[11] Quizás las espectadoras y los espectadores del presente hayan recordado inconscientemente su pasado y hayan decidido recuperar antiguas formas de participación. Quizás no vuelvan a los teatros hasta que las cosas cambien.
Durante los últimos años han recordado cuán valiosa es su presencia, por eso es que quizás (todas estas son especulaciones) ahora exigen que se le deje participar plenamente en aquello que disfrutan ¿Qué pasa entonces? ¿Por qué no están yendo al teatro?
Tras el resguardo pandémico es común encontrarlos en bares, restaurantes, museos y salas de conciertos. Incluso se han animado a viajar. Es muy común encontrarlos en las plataformas digitales. En todos estos sitios se sienten bienvenidos y a salvo, en todos ellos pueden hablar y moverse libremente. Por el contrario, la pandemia parece haber exacerbado las actitudes de control en el teatro. Las redes sociales han dejado ver que buena parte del sector teatral no está dispuesta a ceder el control ni a modificar sus dinámicas, incluso podemos leer publicaciones de actrices, actores, directores, directoras y productores, reprendiendo a los espectadores por no saber comportarse; desde sus cuentas de Twitter comparten sus sueños de humillar públicamente a las espectadoras y espectadores, interrumpiendo las funciones para exhibirlos y además solicitan que se escriban edictos para castigarlos.
A mi parecer, la ausencia de los públicos de las salas y su comportamiento indisciplinado presagia que es necesario transformar los dispositivos, las dinámicas de participación y los códigos de conducta. El rebrote de desobediencia y la ausencia del público en las salas, me hace pensar que algo está a punto de cambiar, que estamos viviendo el declive de un modelo de recepción y que quizás sea tiempo de dejar que el público redefina su posición y participación en el teatro, para esto hará falta que el sector deje de temerle y castigarle por el poder de sus fauces.
Las señales de los últimos tiempos presagian un público feroz y aún más monstruoso de lo que lo han imaginado, pues en próximos años, no será ni animal ni vegetal sino un cyborg, un híbrido, mitad persona, mitad avatar. Una criatura que habitará en el teatroverso. Acaso allí pueda recuperar sus libertades perdidas, lejos del control de los guardias de las normas de la presencialidad.
*La primera versión de esta conferencia fue presentada en el marco del Primer Congreso Internacional de Espectadores de Teatro, comisionado por Pepe Zapata en colaboración con Aforafocus. Más información en: https://www.aforafocus.cat/es/congresoespectadoresbcn/
Agradecimientos especiales:
Mar Aroko : Ilustraciones
Fernanda Jardí : Asesora video
Ricardo Ruiz Lezama: Editor y compañero
Notas
[1] También lo estuve mientras la pronunciaba. A días del evento comprendo mejor por qué: había sido pensado para celebrar el regreso del teatro presencial y las ganas de la gente de volver a los teatros, yo sabía que lo que había escrito no correspondía a ese ánimo, pero también sabía que era una buena oportunidad para manifestar la preocupación por la crisis de afluencia y señalar algunos problemas del vínculo entre el teatro y su público, así que la crítica tendría que hacer de nuevo el papel de aguafiestas. No puede ser de otra manera, pero ahora entiendo por qué estuve tan tensa y tan “seria” como me dijeron algunos, especialmente quienes esperan que la crítica sea simpática porque les han dicho que su tarea consiste en encontrar lo valioso y lo positivo de todo lo que ve. Por el contrario, creo que el campo de acción de la crítica son los problemas. Espero volver sobre estas ideas y sobre la imagen de la crítica como aguafiestas en un siguiente escrito.
[2] Reescribí este párrafo a mi regreso de Barcelona tras el intento de uno de los espectadores invitados de desacreditar la conferencia por no haber partido de la perspectiva que él estimaba conveniente para tratar el tema, por no haber citado a un autor que él hubiera citado y por no haber incluido en los eventos de la historia del público un evento que él consideraba relevante. Aunque este tipo de participaciones no son extrañas para mí (siendo una investigadora aún considerada joven cuya formación no viene del campo de las artes escénicas siempre hay un hombre que sabe más y mejor lo que debería decir y no duda en hacérselo saber al resto) lo que me preocupa realmente es que se trata de una figura que está a cargo de un espacio de formación de espectadores (en México) y que esta invalidación pueda ser una práctica común. Insisto, a estas alturas estoy muy acostumbrada al mansplaining y este tipo de intervenciones no me hacen dudar de lo que llevo años pensando, pero me pregunto si alguna espectadora habrá pasado por lo mismo y haya temido volver a compartir una idea o hacer una pregunta por miedo a la humillación pública de «los que saben». Escribo esto para dejar constancia de la situación y para abrir espacio a una reflexión que hizo falta: las dinámicas de poder y las violencias pueden habilitar dichos espacios. Por cierto, esta persona solo intervino en mi conferencia, en el resto de las mesas no tuvo ningún reparo.
[3] Manifiesto de Barcelona sobre los espectadores de teatro: https://www.aforafocus.cat/wp-content/uploads/2022/10/Forma_Afora_Focus_CIET_Manifesto_Web-1.pdf (página visitada por última vez el 3 de noviembre de 2022).
[4] Si bien, estoy a favor de que existan espacios que brinden herramientas de apreciación a las espectadoras y a los espectadores, muchos de estos han sido monopolizados por cierto modelo pedagógico que, en lugar de habilitar la interpretación y la crítica fundamentada, impone un discurso que los y las participantes simplemente repiten.
[5] Para identificar el problema sobre la identidad colectiva del público y la homogeneización de sus características ha sido de gran ayuda la problematización de Helen Freshwater en Theatre and Audience. 2009. Gran Bretaña: Methuen Drama. pág 5-11.
[6] Conner, Lynne. 2013. Audience Engagement and the role of arts talk in the digital era. Estados Unidos: Palgrave Macmillan. pp. 45-47.
[7] Ibid pp. 47- 52.
[8] Por supuesto, también había espectadores tranquilos, como los que hay ahora, por eso me interesa llamar la atención sobre aquellos que han desaparecido con el tiempo y preguntarnos por las razones de su domesticación.
[9] Estoy hablando del tipo de teatro que se institucionalizó precisamente a partir de estas normativas. Sabemos de la existencia de otras dinámicas que, hasta la actualidad, no censuran estos comportamientos, pero por lo general, se trata de géneros y compañías que no forman parte de los circuitos privilegiados por el Estado.
[10] Resulta llamativo que, en la actualidad el público no se siente autorizado para emitir un juicio sobre las obras. A propósito, la mayoría de los proyectos de espectadores que se presentaron en el Congreso, manifestaban abiertamente un rechazo a concebir sus espacios de diálogo como espacios críticos. Queda pendiente abrir una discusión al respecto.
[11] A propósito recomiendo la lectura de: “We need to talk about (how we talk about) Audiences” en: Contemporary Theater Review. En línea. < https://www.contemporarytheatrereview.org/2019/we-need-to-talk-about-how-we-talk-about-audiences/> Consultado el 4 de julio de 2022 y The Reasonable Audience. Theatre Etiquette, Behaviour Policing, and the Live Performance Experience. Palgrave Macmillan.
Fuentes consultadas
Colomer, Jaume. “Perquè hi ha menys espectadors teatrals que abans de la pandèmia?” en: Bissap. <https://bissap.es/es/perque-hi-ha-menys-espectadors-teatrals-que-abans-de-la-pandemia/> página revisada por última vez el 2 de octubre de 2022.
Conner, Lynne. 2013. Audience Engagement and the role of arts talk in the digital era. Estados Unidos: Palgrave Macmillan.
Freshwater, Helen. 2009. Theatre & Audience. Gran Bretaña: Methuen Drama.
Sedgman, Kirsty. 2019. “We need to talk about (how we talk about) Audiences” en: Contemporary Theater Review. En línea. < https://www.contemporarytheatrereview.org/2019/we-need-to-talk-about-how-we-talk-about-audiences/> Consultado el 4 de julio de 2022.
———————. 2018. The Reasonable Audience. Theatre Etiquette, Behaviour Policing, and the Live Performance Experience. Palgrave Macmillan.
Spregelburd, Rafael. Spam.
White, Hayden. 2010. Ficción histórica, historia ficcional y realidad histórica. Buenos Aires: Prometeo Libros.