I. Algunos pensamientos previos
Este mes en que se conmemora el nacimiento de Stanislavski me puse a pensar en mi relación con él, sus enseñanzas, sus reflexiones… Haciendo memoria, busqué y di con este texto que escribí hace algunos años, cuando todavía era estudiante de la licenciatura en actuación. Viendo la fecha de publicación descubro con sorpresa que no pasó tanto tiempo, siento como si hubiera sido mucho más.
Surgió como propuesta de un maestro con el que tenía unas pláticas muy enriquecedoras cada que nos encontrábamos en la cafetería de la escuela. -“Escribe algo, lo que quieras, en relación con tu experiencia como estudiante u otra cosa. Algo como nuestras pláticas” -fue su propuesta. El resultado: esta reflexión. Siempre le estaré agradecido a aquel maestro por esas inolvidables charlas y por la oportunidad y el espacio para decir lo que sentía en aquel momento. Quedé en escribirle algo más, aún sigo buscando las palabras.
No sé si hoy en día sigo tan de acuerdo con esto que escribí, es ajeno y cercano, me reconozco y no. Mucho lo discutiría, ¿o acaso justificaría? Tal vez simplemente me he vuelto menos vehemente, más correcto. Aunque ya no sé qué tanto soy el mismo, hoy le pongo mi nombre a estas palabras que en su momento se publicaron como anónimo.
II Stanislavski ha muerto[1]
A quién lo lea:
Te comparto, desconocido lector, un recuerdo. Un joven estudiante sentado en la cafetería de una escuela de teatro escuchando algo que no debería oír. Profesores y alumnos hablando mal de otros colegas y compañeros. Ese joven escucha cómo aquellos profesores y alumnos hablan mal de una obra de la escuela y dicen, además, que los estudiantes que participan en ella son lo peor que le pudo pasar al teatro. El joven no puede evitar preguntarse si sus maestros hablarán de él de esa misma manera. -Si los estudiantes somos tan malos, por qué no desaparecemos las escuelas de arte- se pregunta aquel joven estudiante.
¿Nadie se ha preguntado si las escuelas y los maestros son los que realmente no sirven para formar artistas? Mamet dice al respecto: “La educación formal para el actor no sólo es inútil, sino que es perjudicial. Acentúa el modelo académico y niega la primacía del intercambio con el público… La escuela nos enseña a obedecer y la obediencia en el teatro no os llevará a ningún sitio…”[2] ¿Por qué la culpa, entonces, se le adjudica siempre al estudiante? ¿Acaso él no va con total disposición siguiendo una promesa que no se cumplirá? No salimos artistas de la escuela de arte. Pero todos lo sabemos, maestros y alumnos (alumnos que no se auto engañan, claro), sin embargo pasamos de primero a segundo, de segundo a tercero y egresamos. Escuchamos a los maestros, no todos, hablar mal de tal o cual alumno y colega. Y no se hace nada. No se es riguroso con la verdad. Las escuelas necesitan un mínimo de estudiantes para poder funcionar (encima de para poder validarse ante el Estado). Ya lo dijo Stanislavski en su autobiografía: “Sin dotes y sin talento no se debe ir al drama. En la escuela de arte dramático no es así. Allí se hace indispensable tener un mínimo de estudiantes que pagan por sus estudios. Y no todo el mundo que paga tiene talento ni se puede convertir en actor… Pagan los que tienen menos aptitudes o los que carecen de ellas. Ellos sostienen materialmente a la escuela, mantienen a los profesores y proporcionan calefacción al piso. Y este es el resultado: para dar formación a un dotado es necesario engañar a cientos de incapaces.”[3] Pero cómo sabemos si somos un dotado en formación o un incapaz engañado. En quién confiar si los maestros no terminan de ponerse de acuerdo y para unos somos maravillosos y para otros no tenemos esperanzas, o peor aún, nos aprueban, pero luego nos enteramos que lo hacen sólo para no cargar con la responsabilidad de reprobarnos. Cómo confiar en ellos si sus juicios muchas veces se ven afectados por la empatía o antipatía que tengan hacia nosotros. En qué confiar entonces si este es, asimismo, un país en el que se aplauden nombres y no propuestas, sin olvidar que aquí la cortesía es más valiosa que la exigencia por la honestidad artística.
Egreso de la licenciatura en actuación viendo con tristeza que Stanislavski ha muerto. Salimos de la carrera sin haber logrado a veces ni un momento de verdad. Diciendo te amo en escena y apenas mostrando el más insignificante aprecio y viendo cómo todos jugamos otro juego que no es el del verdadero teatro (el juego de la verdad), sino el juego de hacer como que hacemos y sonreír complacientes aceptando nuestra mentira. A final de cuentas el público va a nuestros exámenes, se sienta y aunque se duerma se despierta para aplaudir. Nosotros hacemos como que actuamos y el público hace como que es espectador. Ese es el nuevo juego del teatro aprendido en las academias: el sinsentido y el vacío. Lo desolador de esta situación es que estas dinámicas nacidas de las escuelas se extienden al teatro profesional. No hablo de todas las producciones del país, pero como le oí una vez a alguien: “Sí, México tiene una de las carteleras más grandes del mundo, ¿pero cuánto de ese teatro vale la pena?” ¿Desde hace cuánto que el teatro podría haber dejado de existir en nuestro país y su pérdida sólo la lloraríamos los creadores? O tal vez ni nosotros.
Stanislavski ha muerto. Las escuelas de teatro se erigen sobre su cadáver.
[1] Texto publicado en la revista mensual Santo y Seña. No 22 Agosto 2014. Año 2. Pp 10-11
[2] MAMET, David. Verdadero y falso. Herejía y sentido común para el actor. Traducción: Josep Costa, Alba Editorial, colección Artes Escénicas, España, 2011, p.24.
[3] STANISLAVSKI, Konstantín. Mi vida en el arte. Traducción: Jorge Saura y Bibicharifa Jakimziánova, Alba Editorial, colección Artes Escénicas, España, 2013, p.99.