Pensar que una obra es apta para todo público es una noción idealista que les ha servido a algunos creadores para asegurarse de que su obra sea programada en la mayor cantidad de salas posibles y de no restringirse de la posibilidad de atraer a cualquier espectador y espectadora posible, lo importante es vender la cantidad de boletos necesarios para recuperar la inversión de la producción y con muchísima suerte obtener alguna ganancia (especialmente en el teatro independiente). Sin embargo, la idea de una obra “para todo público” revela su falsedad cuando los creadores se encuentran con algún espectador inconforme con la obra que expresa su opinión públicamente y, como respuesta a su disgusto, le dicen que quizá, si no la obra no le ha gustado es porque “la obra no era para él o para ella”. La réplica tira por la borda la noción del “todo público” porque si esto fuera posible, la obra que al espectador no le gustara si había sido creada para alguien como él y quizás algo habría fallado en la transmisión del mensaje. Probablemente quizás solo se trate de la imposibilidad que tienen algunos creadores de recibir una crítica negativa y que prefieran responsabilizar al espectador de la experiencia, haciéndolo sentir que no estaba preparado para tamaña genialidad o que su lenguaje no había alcanzado el refinamiento necesario para que pudiera comprenderla sensible o intelectualmente. No está de más anotar que tal vez sea tiempo de replantear el esquema de la creación teatral que colocaba al creador por encima del espectador que debía sentirse agradecido por recibir los dones del TEATRO en voz de su mesías (el director, el actor, el dramaturgo). Quizás haya llegado el momento de equiparar la relación y de ver a los espectadores realmente como la pieza fundamental del proceso invirtiendo el mecanismo de gratificación y dejando atrás la costumbre tanto más dictatorial cuanto más pretendidamente cortesana de manipularlo para que se sienta en deuda, pugnaría por el cuestionamiento de frases como “esto lo hacemos por ustedes” y como siempre abogaría también por la necesidad de la autocrítica y del ejercicio de la honestidad.
El ejercicio de honestidad tendría que comenzar precisamente por la concepción de un público específico, eso que otrora era conocido como “el espectador ideal”. A la distancia identifico al menos tres posibilidades de expectación de una obra de teatro.
El espectador último: Tras hacer un ejercicio profundo de autocrítica los creadores podrían encontrarse con una verdad que no estarían dispuestos a declarar públicamente, especialmente los que acostumbren decir la frase de “esto lo hago por ustedes” refiriéndose al público general, del que desconocen sus rostros, sus nombres y apellidos, su ocupación, el tiempo que tardan para llegar al teatro, etcétera; el público que yo llamo “real”. La verdad incómoda es esta: hacen teatro para insertarse en la dinámica del sistema, para ganar apoyos, becas y estímulos, para ganar puntos en la institución cultural, apegándose entonces a sus parámetros, poéticas y exigencia (número de funciones, equipo creativo, discurso, temática, salas donde se han presentado, participación en programas), tratando pues de cumplir con los requisitos que les permitan llegar al grado más alto de la cadena. Lo que menos les interesa es la aprobación del público en el que reparan únicamente tras función cuando sobre el escenario agradecen su asistencia, en cambio buscan la legitimidad en la consecución de metas gubernamentales, se sabe que para un actor no es lo mismo presentarse en un teatro institucional que en cualquier teatro independiente. Llámese el jurado de beca o de concurso, productor, programador, incluso el presidente al que los teatreros invitan últimamente, siempre hay un espectador último, abstracto, al que imaginan viendo la escena desde arriba, a quien está dirigida una obra, este espectador importa más que los otros por ser un posible beneficiario de acuerdo a sus intereses.
La audiencia legitimadora: En este rubro cabría la crítica especializada que cumple con la función de producir textos que, de acuerdo a la preponderancia de su espectador último, necesitan los creadores para adjuntar a sus carpetas y enviarlas a las distintas instancias de programación y estímulos, aunque idealmente, estos textos debieran servir para legitimar las creaciones en el medio intelectual, académico y artístico. También se encuentran los textos de difusión, especialmente las reseñas y las recomendaciones que tienen el objetivo de atraer público a las salas, asegurándose de que la información de la cartelera circule y se visibilice a través de medios de comunicación masivos. Siendo sinceras, la mayoría de las veces importa muy poco el contenido de los textos especializados o de difusión, sino simplemente que existan y que en la medida de lo posible que sean de un medio de circulación nacional y tiraje considerable.
Los espectadores no autorizados: En México, estamos supeditados a una jerarquización tan evidente que se ha hecho innecesario siquiera reparar en ella. No es que invalide al espectador último, mucho menos a la audiencia legitimadora ni a los creadores que le conceden importancia central, sino que habría que explicitarlo cuantas veces bastaran para desgastar la falacia de que una obra se hace para “el público general”, que en este esquema figuraría como beneficiario remoto, que importa para llenar las butacas y cuando recomiendan las obras públicamente para que sean retuiteables y así den cuenta de que se trata de una obra imperdible (estamos tan llenos de clichés). Desmentir que una obra es para todo público ayudaría a dejar de pensar en él como una masa amorfa, enigmática, abstracta, flexible o lo que es peor, moldeable y gradualmente haría que la idea de que una obra puede o no ser para alguien específico fuera posible y honesta. Algo podría aprenderse de la segmentación que parte del conocimiento de las particularidades de expectación de determinados grupos, si es que realmente interesara llegar al espectador real.
Imaginemos un mundo en el que el espectador último es el espectador otrora no autorizado ¿Cómo cambiarían las poéticas? ¿Serían más o menos entretenidas? ¿Más o menos didácticas? ¿Más o menos largas? ¿Cuáles serían sus temas? Evidentemente esta reflexión abre debate y debe continuar a partir de una toma de consciencia: ¿quién es realmente el espectador ideal de las obras que montan?