Aún recuerdo claramente aquel primer instante en que nos encontramos. Era muy pequeño, y al igual que las revistas de pasteles de mi tía, me encantaba hojear con curiosidad aquellos libros de arte que tenía mi madre sobre la mesita de la estancia. Y así es como te acercaste a mi por la orilla de las páginas, vestida de tranquilidad y encaje, rodeada de flores presionadas por la corriente contra tu cuerpo. Casi podía escuchar el sonido de la inmensidad del río inundando mis oídos como cuando flotas boca arriba en la alberca tratando de mantener el equilibrio; nuestra respiración retumbando en nuestra cabeza. “¿Cómo te llamas?”, me preguntaba. ¿Por qué siento como si una gota de agua helada recorriera mi espalda al ver a esta muñeca de escalofriante melancolía? ¿Necesitas ayuda? Y si así fuera… ¿querrías que te ayudara? Es comprensible que a tan temprana edad no te reconociera ni supiera de tu historia y tampoco imaginaba que algún día entendería en carne viva aquello que te llevó aquel día a besar el fondo del río, confundiendo materia con reflejo. No descansabas pacíficamente y los pétalos no eran coincidencias estéticas dispuestas a enmarcar un desenlace fatídico; sino pensamientos, sentimientos punzocortantes, pesadas piedras en tus bolsillos. ¿Si me pongo mi vestido más bonito, me ayudaría a flotar o a hundirme más rápido? Durante años he volteado a ver mi rostro reflejado en el agua junto al tuyo más de una vez y, al igual que Marianella en su jardín, me surge una pregunta entre los golpes violentos del arco contra el violín: ¿se le puede cambiar el destino a una tragedia?
¿Qué buscabas en el fondo del río? ¿Qué te hizo asomarte más allá de la orilla? ¿Fue decisión o destino? ¿Gravedad o empujón? ¿Qué fue tan grande y voraz que te consumió por completo al punto de perder tu identidad y tu valor? ¿Qué pensamientos plantaron y regaron en el jardín de tu mente para hacerte creer que allá abajo encontrarías las respuestas? ¿Las encontraste?
En 1851, John Everett Millais se disponía a pintar su propia visión del trágico desenlace de tu historia. No puedo imaginar otra mejor corriente para retratar un corazón roto que a la hermandad Prerrafaelita, no solamente por la fascinación por representar a la naturaleza con la crudeza del realismo de sus colores, sino por la sinceridad y honestidad personal del que la retrata, y la preocupación por ilustrar de la manera más minuciosa y detallada el fondo tanto como el sujeto de la obra. Millais pasó casi 5 meses pintando el fondo del cuadro a la orilla de un riachuelo, por lo tanto los diferentes tipos de flores que aparecen en el cuadro y que pertenecen a distintas estaciones del año, como recuerdos de una vida entera. Se enfrentó a todas las adversidades que la naturaleza le presentó en el nombre del arte. La forma en que procuró los detalles florales de la obra llevó un día a un maestro de botánica al que le fue imposible llevar a sus alumnos al campo a una galería de arte a estudiar dichos especímenes con sus estudiantes de lo preciso de sus pinceladas, según cuenta el hijo de Millais. “El cultivo de un jardín es una de las prácticas que más ternura radical requiere”, dice Marianella mientras abona las tablas del escenario.
La modelo elegida, la fantasmagórica Elizabeth Siddal de entonces 19 años, en una tina de estaño en el estudio del número 7 de la calle Gower en Londres. Millais te ve en el rostro de la taheña mientras flota inmóvil en el agua durante horas. Lámparas de gas mantienen la temperatura del agua tibia. Millais, enfrascado en su labor de narrador no se da cuenta que las lámparas llevan horas rendidas. Siddal, manteniendo el rigor que se le ha enseñado a una modelo que debe demostrar y sosteniendo sobre sus hombros la responsabilidad de una tragedia ajena, heredada, impuesta. En este estupor, encarnando el personaje, Siddal flota durante horas en agua helada, en idealización, en expectativas, en el abandono de su persona. Como una especie de macabra premonición sobre el trágico y lento final que sufriría ‘Lizzie’ años más tarde a mano de una sobredosis de láudano y a la relación que mantenía con el artista Dante Gabriel Rossetti, Siddal contrajo una seria neumonía consecuencia de la prolongada y casi imperceptible exposición al agua helada. ¿Quién pensaría que este cuadro sería un presagio de su destino? Una fotografía de una futura escena del crimen romántico. “Ofelia, a ti solo te bastó un río y un amor para lograrlo”.
Murmurabas una canción mientras caminabas por la orilla del río recogiendo flores. ¿La recuerdas? “Desde que te vi, mi identidad perdí. En mi cabeza estás solo tú y nadie más…”. El aire secó las lágrimas en tu rostro, “Mira que el día que de mí te enamores yo voy a ser feliz. Y con puro amor te protegeré y será un honor dedicarme a ti. Eso quiera Dios”. Ay, Ofelia… no cabe duda que como William Shakespeare (¿lo conoces? No creo que te guste…) alguna vez escribió: “El amor no mira con los ojos, sino con la mente y por ello, al alado Cupido lo pintan ciego”. Siempre he pensado que más gente ha caído por culpa del amor que por cualquier plaga. Voluntariamente cavamos nuestra tumba en nombre de aquel gran ídolo falso que exige nuestra propia inmolación ritual a cambio del amor sin límites del otro que nos promete valor a cambio. Es curioso que te escriba esto a ti, pero yo no quiero morir. No por amor.
¿Por qué morimos por amor? ¿Qué no nos han enseñado que el amor es la fuerza más poderosa del mundo? ¿Que hay que amarnos los unos a los otros? ¿Qué no nos han enseñado que morir por amor es el acto más noble de todos? Y ahí está la raíz del problema: nos lo han enseñado. Una niña mira a su madre llorar mientras la despide en el andén antes de subir al tren y le entrega una miniatura del David de Miguel Ángel, una réplica que a su vez le fue heredada por su madre. Junto a la estatuilla, la madre le obsequia a su hija un pañuelo para secar sus lágrimas. “Un clásico y un cliché”. El David, el hombre perfecto, el ideal, el sueño. Un ídolo por adorar. Aunque sea una réplica, es la réplica de un clásico y nuestro bagaje lo eleva, nuestro imaginario lo triplica. Buscamos el amor sin cuestionarlo, sin darnos valor, convirtiéndonos en conservadores de aquella estatua, y descuidando nuestra propia constitución. Idealización y sufrimiento, causa y efecto. “No seas patéticx, ten dignidad”.
Subiste a una rama llevando contigo las coronas que tejiste con tus pensamientos, utilizándolos como todos nosotres para decorar el exterior de nuestra existencia para contar la historia del interior (“Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”, Oscar Wilde). Lizzie lleva un vestido antiguo que el mismo Millais compró en una tienda de segunda mano por cuatro libras, finamente bordado con detalles florales en color plateado. Rebordando la historia, la hermosa fachada de un hecho atroz.
El amor romántico, Ofelia. El amor romántico que nos ata a modelos que el heteropatriarcado necesita para alimentarse a costa de poblaciones vulnerables. Modelos anticuados, modelos asesinos, modelos que generan violencia. A nosotres desde muy temprana edad se nos presenta la idea de la “familia tradicional” como sinónimo de amor, de éxito, de felicidad. “Algún día cuando crezcas y seas un hombre con una carrera y un trabajo, tendrás a tu esposa, a tus hijos y a tu perro en una hermosa casa”. El sueño heterosexual y de su amor romántico es una plaga para todas aquellas relaciones sentimentales de las sexualidades periféricas, generan violencia, rechazo, misoginia y una desbordante oleada de homofobia internalizada que desemboca en una alta tasa de suicidios, crímenes de odio y desigualdad. La mitología de la heterosexualidad es la piedra en nuestros bolsillos.
Me pongo a pensar en tu lucha, en mi lucha, en nuestras luchas, en las piedras en nuestros bolsillos. Entiendo que no puedo pelear por ti, que tú no puedes pelear por mi. Pero eso no quiere decir que no podamos entender la lucha del otro, encontrar la igualdad de nuestra desigualdad, y ser aliados en la distancia y desde nuestra trinchera solitaria, abonar el jardín del otre. Anteponer nuestras luchas individuales a las de otres no solamente sería inhumano e insensible, si no incorrecto. Las identidades minoritarias nos conformamos de varios aspectos que al mismo tiempo que nos dividen, nos unen, nos encuentran y nos hacen únicos y nos hacen pertenecer a varios frentes en distintas luchas pero con una finalidad en común: la libertad de ser, de pertenecer y al mismo tiempo de ser diferentes, ser iguales. “Mantengan los clásicos a la mano para evitar la caída”, decía Virginia Woolf. ¿Clásicos? ¿De qué clásicos habla? ¿De comportamientos arcaicos, caducos, machistas, misóginos, homofóbicos, transfóbicos, xenofóbicos y un largo etcétera? ¿De qué caída habla? ¿De los mismos clásicos? ¿Cómo alejarnos de los clásicos que tanto restringen la creación moderna? La creación de un mundo sin Ofelies. “Un bello jardín requiere tiempo, amor y paciencia. Una gran cantidad de ternura radical.”
Si leemos con el mismo cuidado con que Millais atendió a la amapola que flota sobre tu vientre, el cuadro y la obra, podemos darnos cuenta de un detalle casi imperceptible. Sutil. Al igual que con “Para No Morir Por Amor: Ensayo Sobre Lo Patético”, somos espectadores a la orilla del río presenciando el camino a la tragedia. Siddal, Ofelia, Marianella, los ojos están abiertos. Los labios delicadamente separados por una canción. Flotando en silencio. Al caer, el vestido atrapa el aire y les mantiene a flote por un momento, haciéndoles creer que todo estará bien. Como en la obra de Millais, estamos frente a Marianella en un momento crucial.
Ambos somos vulnerables. Ambos estamos en desventaja. A ambos se nos está quitando la vida, Ofelia. Por ser. Ambos pedimos libertad para vivir. Víctimas de un sistema que se auto preserva, que inconscientemente alimentamos y que todos los días nos quita hermanas, hermanos y hermanes. ¿Pero de qué se nos acusa? ¿De amar? ¿De ser? Nuestro crimen contemporáneo, Ofelia, es hacer con nuestra vida lo que nosotres queremos. Un fotógrafo puede hacer posar a una mujer completamente vestida en un riachuelo, pero no puede hacer a un petirrojo posarse sobre su cabeza. Somos artistas, pintores, modelos, un río. Sostengamos el pincel. Cambiemos el destino a una tragedia.