El 30 de noviembre del año en curso, algunos de los teatristas más representativos de la escena mexicana se reunieron en mesas de discusión en un encuentro organizado por Ignacio Flores de la Lama, director de CasAzul, para reflexionar sobre su quehacer y compartir sus impresiones y experiencias con estudiantes de la carrera de actuación, pensadores, curiosos y espectadores cautivos y potenciales.
Como receptores del discurso nos corresponde pensar y sobre todo cuestionar lo dicho, de otra forma estaríamos siendo cómplices conformistas de lo que sucede y la conformidad no nutre; solapa, soporta, asiente, sonríe, agacha la cabeza y agradece lo recibido, sea lo que sea. Es cierto que la sumisión caracteriza en la imaginación colectiva al pueblo mexicano, pero si nos apartamos un paso del estereotipo, ejercitando el pensamiento como debe hacerlo la crítica, nos encontramos con un pueblo que niega, reclama e interroga.
Si la conformidad no está de nuestra parte (los teatrólogos, los espectadores, los cómplices imprescindibles del teatro) encuentra cómodo asiento entre los hacedores. Los teatristas y responsables en buena medida de lo que pasa sobre el escenario cultural. Enfaticemos: la conformidad está de parte del teatrista. Esto es peligroso. Esto es reprobable. La conformidad paraliza.
“La gente va al teatro cuando encuentra algo que lo conmueve”
Como un ponente más, la conformidad acompañó la que acaso fuera la mesa más importante del encuentro, aquella que debía dar cuenta sobre el teatro que se hace en el país de forma sincera, aquella que debía acusar las áreas de oportunidad sin negar por esto las que funcionaban, dar un balance de lo positivo y negativo para señalar en qué punto nos encontramos para trazar un camino hacia adelante.
Afortunadamente hubo dos participante dispuestos a enriquecerse con el pensamiento del otro, dos hombres verdaderamente interesados por compartir y por pensar la situación del teatro mexicano: Enrique Singer, cuya lucidez iluminaba el rumbo de la conversación y Juan Meliá, probablemente el hombre con la opinión mejor argumentada de la mesa. Ambos han sentido la enorme responsabilidad de elegir y programar la puestas que representan a nivel internacional al teatro mexicano, de ahí que hayan desarrollado un criterio seleccionador y que sepan con exactitud la manera en la que convive el arte con la Institución, la libertad con la burocracia.
“El teatro es una obra de cocción lenta”
Las conclusiones de Singer y Meliá con respecto a la asistencia del público a las salas de teatro, la importancia de ejercer cualquiera de las funciones del universo teatral con humildad, el respeto a las jerarquías dentro del mismo sin que esto signifique adoptar una actitud autoritaria, el cuestionamiento sobre el olvido del teatro de calle en beneficio del teatro de sala, las muestras nacionales como exhibición del grado endogámico al que hemos llegado, la necesidad de correr riegos controlados, la reciente vinculación del teatro con las problemáticas políticas actuales, la toma de postura evidente de los hacedores con la situación nacional, la centralización de la cultura como un fenómeno inevitable, el lugar central que ocupa el género del realismo en las producciones que solo cambiaría con la reformación de los programas de las escuelas de teatro y la diferencia entre el teatro que queremos hacer y el teatro que se hace por encargo, fueron arrojadas sobre la mesa para seguirse pensando.
“El teatro que hacemos es el teatro que necesitamos hacer”
Lo reprochable aún hacia estas dos voces valiosas (Singer y Meliá), es que el tono general de la discusión era resultado de una visión quizá demasiado optimista y orgullosa de lo que está “logrando” el teatro mexicano, al que presentaron como plural, incluyente, producto de una tradición “inmensa”, rico y bien hecho –generalización dañina-; es decir el teatro mexicano como “mucho, variado y bueno”.
Habría que matizar estas aseveraciones contraponiéndolas con las fallas y fracasos, comparándola con otras situaciones y contextos internacionales. Siendo objetivos, más que conformistas. Sustituir esa actitud de “todo está bien” y “aquí no pasa nada” por una preocupación por aquello que no lo está, combatir lo que no funciona gracias, sobre todo, al apego a la institución, porque no es cierto, como aseguraron, que “abunden” las salas independientes en la Ciudad de México, de hecho este año cerró una de las más relevantes dentro del contexto (me refiero, por supuesto, al Foro El Bicho) y quizá no es del todo cierta esa supuesta democracia ejercida desde sus puestos.
Por supuesto que existe una burocracia que entorpece, un amiguismo y una lambisconería que hace de la adulación uno de los recursos más acusados de los teatristas para montar sus puestas. Por supuesto que hay un enorme nivel de hipocresía en el gremio y que no se ha incentivado lo suficiente el reto y la innovación. De ahí que Villareal, Gaitán y Álvarez Robledo sean grandes excepciones.
En fin que mientras el sistema cultural funcione bajo los mismos parámetros y los artistas se crucen de brazos por temor a perder su sustento, mientras el conformismo con lo que se está haciendo siga presente de alguna manera, no se conseguirá jamás un teatro incendiario, enloquecedor, caótico, pertinente, necesario, voraz, interesante, complejo, relacionado íntimamente con las necesidades de los espectadores (que también deben aprender a serlo), no solo con sus preocupaciones políticas. Mientras exista conformidad nuestro teatro no será una luz que guíe, un abrazo que consuele, una exhibición que sirva, una forma que arrebate. Mientras la conformidad esté ahí, el teatro mexicano no será nunca imprescindible.