Una vez le oí decir a un actor: “No importa que el público se duerma, al final siempre se levanta para aplaudir”. Me pareció un comentario bastante cínico pero verdadero. Independientemente de lo que ocurra en una función siempre hay aplausos (no he vivido una función donde el público no aplauda al final o abuchee, de hecho por como he visto que nos comportamos los espectadores en la actualidad, ambas posibilidades me parecen inconcebibles).
Dependiendo de la idea que se compre de espectáculo variara el aplauso; por ejemplo, si es un pretencioso espectáculo internacional de esos que no ofrecen nada más que el nombre de quien lo dirige, al levantarse de su siesta muchos espectadores aplaudirán fervientemente, otros se pondrán de pie y algunos más gritarán “bravo”. A final de cuentas nadie quiere decir que no vio las inexistentes pero lujosísimas nuevas ropas del emperador.
Se supone que el aplauso debería medir la aprobación de los espectadores por lo que contemplamos. De tal manera que a mayor aplauso mayor aprobación, ¿Entonces por qué aplaudimos hasta lo que no nos gusta? En el caso del teatro independiente que no nos gusta, ¿aplaudimos porque el boleto salió barato, porque un conocido es parte del elenco, porque no entendimos nada y lo festejamos, porque en vista de que el teatro independiente no da para vivir, al menos el aplauso sirva como alimento del alma de quienes lo hacen? En el teatro comercial que no nos gusta, ¿aplaudimos porque el boleto salió caro, porque invirtieron mucho dinero en producción, porque los actores son famosos, porque fuimos a pasar un buen momento y lo haremos con o a pesar de la obra? Retomando nuestro ejemplo de teatro internacional que no nos gustó, ¿aplaudimos para que vean que aplaudimos, para reflejados en los otros como narcisos perdernos en un vanidoso mar de apariencias? Y si nos dormimos, ¿aplaudimos porque aprobamos que nos hagan dormir, siempre y cuando hayamos sido arrullados por un espectáculo culturalmente aceptado, para poder decir: me dormí, pero la obra estaba buena?
Afortunadamente no todos los aplausos que nacen en el teatro tienen estos desvirtuados sentidos. No siempre se aplaude lo que aquellos mecanismos que avalan la cultura señalan que “vale la pena”, ni tampoco siempre se aplaude por convención. Cuando uno presencia verdaderos fenómenos teatrales, a veces donde ni se imagina, el aplauso alcanza un sentido ritual.
Cuando una obra acontece sentimos que todos los espectadores fuimos parte del milagro que se produjo ante nuestros ojos. Al encenderse la luz y la sala entera es un batir de palmas y gente conmovida, el aplauso celebra lo inefable y todos durante un momento somos parte de su melodía discordante. Nos volvemos música.
Hay obras en las que antes del aplauso todo el público callamos. Pero no es porque esperemos algo más, sino que los espectadores fuimos uno con la representación y tardamos en retomarnos. Luego de esos momentos de incertidumbre en los que fuimos obra de arte, un aplauso de algún sitio llega para recordarnos que la ficción ha terminado. Ese lugar que habitamos entre el final de la obra y el aplauso, ese momento que antecede la celebración de palmas es otro ritual. Obras así nos permiten ser silencio.
Celebrar lo inefable, ser música, ser silencio, estas y otras cuestiones que se me escapan son parte del ritual del aplauso que hemos reducido a una costumbre meramente de cortesía, a un simple: la función ha terminado.