Cuenta la leyenda que Ludwik Margules aseveraba que todo el teatro es, por fuerza, político. La declaración esparcida como rumor verosímil por quienes lo conocían y por quienes admiraban su trabajo como uno de los profesores y directores más importantes hasta ahora del teatro mexicano, ha devenido en motivo vital para los creadores contemporáneos, quienes más allá de insertar el discurso en sus obras para hacer de los montajes un todo significante la mayoría de las veces prefieren escindirlo con la intención de enfatizarlo.
Evidentemente hay muchas formas de insertar el discurso político en la escena, una de ellas es continuar con el modelo propuesto por Rodolfo Usigli y Jorge Ibargüengoitia, tal como han hecho, por ejemplo, LEGOM, Flavio González Mello y Fernando Bonilla en algunas de sus obras. El modelo consiste en dar casi una preferencia exclusiva a la temática política, partir de algún acontecimiento histórico para reinterpretarlo de acuerdo a las problemáticas actuales, y así, actualizar las críticas contra el Estado para potenciar las acusaciones de injusticia, censura y corrupción.
Otra manera de incluir una postura crítica (a mi gusto muchas veces reduccionista y maniquea), es tal y como lo están haciendo algunos creadores actuales. La tendencia a convertir el teatro en una herramienta de protesta “feroz” que empata con el quehacer demostrativo del teatro mexicano actual se fortaleció con el problema de Ayotzinapa. Al finalizar las funciones muchas de las puestas concluían, una vez que la obra propiamente cerraba con la escena final estipulada por el texto, con un pronunciamiento en contra de lo que estaba pasando.
Encabezada con las frases, que a partir de entonces jamás serán más que lugares comunes “Nos faltan cuarenta y tres” y “Fue el Estado”, la queja se acompañaba de la lectura del manifiesto de la autonombrada comunidad artística que en resumidas cuentas decía que no estaban de acuerdo con la situación. Incluso, algunas veces se pedía la cooperación económica del público cautivo para los padres de los normalistas. Un bote o una lata para depositar el donativo pasaron de mano en mano recorriendo algunas de las salas más importantes de la Ciudad de México.
Interpreto la lectura del manifiesto, así como el donativo para los padres de los normalistas tanto como un acto de apoyo social como una válida expresión del descontento generalizado. Lo que no termino por comprender es la necesidad que tiene la comunidad teatral por enfatizar su postura política. Estoy segura que mucha gente sigue yendo al teatro simplemente para entretenerse, para pasar un buen rato, no para formar parte de un movimiento o de una colecta. No para ser invitado a una marcha.
Utilizar el teatro como propaganda francamente inclinada hacia una postura política contestataria no me parece del todo correcto. Es cierto que el teatro muchas veces funciona como generador de conciencia, pero a mi parecer debe hacerlo mediante las obras mismas. Suficiente tiene la sociedad con la divulgación de la información en los medios como para llegar a una sala y ser atacado con lo mismo. No es que no aplauda lo que hacen, sobre todo grupos como el de las Reinas Chulas –honrosas herederas simbólicas de los espectáculos de “Palillo”- cuya mordacidad, humor, calidad de sus espectáculos y discurso las hicieron acreedoras de un reconocimiento en el Senado de la República en diciembre del año pasado. No digo que no se pueda tener como ellas, una postura clara y un discurso crítico y político. Pero son sus obras las que hablan por ellas. Si observamos con detenimiento la tendencia actual lo que ocurre no es esto, sino la anexión forzada de un discurso ajeno a la representación. Un discurso que no ocurre en la escena sino fuera de ella.
Como ciudadanos, quienes hacen el teatro en México tienen todo el derecho de opinar lo que quieran, basta ver sus redes sociales para enterarse de su pensamiento, basta ver sus fotografías sosteniendo carteles con la frase o hashtag en boga. Basta con leer las creaciones de los poemas breves y reflexiones que compusieron el movimiento literario liderado por David Gaitán que llevó por nombre “Contagiar la Rabia” y que tenía la intención de hacer conciencia a partir de los textos.
De ahí a que tengan que demostrar una y otra vez su postura haciendo uso de mecanismos externos que no ocurren propiamente en las funciones me hace pensar que quizá se esté descuidando la necesidad artística que motiva una obra teatral, y que más bien se están preocupando por ser parte de una protesta a como dé lugar. Aunque el cierre de los teatros a manera de reclamo guarde poca coherencia con solicitar luego una beca al sistema que repudian.
Impensable pensar en el arte por el arte mismo, la política se ha convertido poco a poco en el eje rector del universo teatral mexicano, en su preocupación vital (no auguro, advierto); subir el telón significa sublevarse. El teatro es presente, habla necesariamente de actualidad, es por sí mismo eco de la realidad, portavoz y paliativo ¿Por qué restarle a la escena misma su capacidad de conmoción y conciencia? ¿Qué es lo que quieren demostrar? ¿Por qué así? ¿A qué viene su pretendida desesperación? ¿A quién quieren impresionar? ¿A quién contagiaron?