Los vasos comunicantes entre el género musical por excelencia de la cultura urbana actual y el arte de la representación escénica son tan numerosos y evidentes, que me resulta extraño ser la primera en hablar de su conexión intrínseca. Quizá se deba a que muy pocas veces el rap se ha incluido como parte de alguna puesta en escena[1] porque los teatreros aún desconocen las similitudes entre lo que hacen ellos y los raperos o porque consideran este tipo de música más adecuada para escuchar en su vida lejos de los escenarios que como parte de su quehacer artístico, o porque ninguno de los que consideran sus “grandes maestros” en dirección o diseño sonoro lo ha hecho y les provoca cierta desconfianza no seguir con la tradición y con lo que se les ha enseñado que es adecuado para la escena. Aun cuando la mayoría de creadores de teatro declaran su necesidad por romper con lo establecido, lo cierto es que la declaración vanguardista usualmente es mera repetición antes que convicción genuina. Acaso convenga poner de manifiesto las coincidencias entre un género y otro para animar su conjunción, de tal suerte que podamos verlas más a menudo como parte de un mismo espectáculo. O por lo menos para reconocer simplemente que, al compartir su razón de ser tanto como sus propósitos, ambas resultan poderosas armas discursivas.
Fundamentalmente hay que señalar el carácter político de ambas manifestaciones. Desde sus orígenes, teatro y rap llevan intrínseco un alto grado de resistencia frente al sistema. Tras nacer en el seno de la exclusión, raperos y teatreros (especialmente los carperos de otrora y los cabareteros de siempre) han hecho uso de la palabra para dar cuenta del contexto que los afecta. Las letras del rap, así como algunas dramaturgias o letras de rap insertas en los montajes, representan a las clases populares denunciando la desigualdad como consecuencia de la globalización y administración económica de los países donde tienen lugar. De hecho, más que como discurso, el concepto de resistencia, como eje central del rap y del teatro (popular), se considera una práctica. El simple hecho de elegir hacer teatro como práctica artística, tanto como rapear, funciona a partir de un cuestionamiento sobre la circulación y el funcionamiento del conocimiento y cualquier otra forma de poder.
El rap (tanto como el punk, rock y ska) , el teatro popular y el cabaret, como expresiones urbanas marginales de la música y de las “bellas artes” u otras formas de teatro consagradas según la organización cultural burguesa, toman como punto de partida la vida cotidiana, eje articulador de las culturas populares. Usando sus respectivas formas de expresión para canalizar todo lo que ocurre en el interior de sus comunidades. Por ello los autores de las líricas de barrio, los teatreros y cabareteros están conscientes de su compromiso con el grupo social al que pertenecen y procuran ser solidarios con las problemáticas grupales Artistas escénicos y artistas de barrio tienen el poder de transformarse de hombres y mujeres ordinarias a héroes y heroínas anónimas al levantar la voz para denunciar las injusticias que sufren sus comunidades. El rap y el teatro popular deben su esencia a “la calle”.
Ambos tipos de hacedores tienen el potencial y casi la obligación de devenir en “mensajeros de la verdad”. Como voceros de la cultura popular, raperos y teatreros cumplen una función muy importante: hacer pública de una manera particular, una realidad que todo el mundo conoce pero de la que pocos hablan, una realidad que, aunque todo el mundo sabe que existe, son pocos los que se atreven a denunciarla. Ambas prácticas hacen visibles todas las transformaciones culturales, sociales y económicas sufridas por sus comunidades y por los países de los que forman parte, manteniendo así una relación simultánea entre lo local y lo global. El teatro y el rap suelen ser formaciones colectivas en las que por lo tanto se encuentra un compañerismo profundo y horizontal, difícil de hallar en otras actividades. Lo cierto es, por supuesto, que como parte de cualquier comunidad, los raperos y teatreros nunca conocen a todos y cada uno de sus compatriotas, lo importante realmente es que en cada uno vive la imagen de la comunión.
Como prácticas de resistencia, el hip hop, el teatro y el cabaret devienen auténticos estilos de vida tanto como identidades que los distinguen de otras formas expresivas. Incluso, hay quienes consideran a estas subculturas como “naciones”, debido, entre otras cosas a que como tales, tienen fronteras limitadas que les permiten el reconocimiento de otras naciones. La nación hip hop y la nación teatro o “gremio teatral”, como les gusta decir, son depositarias de historias de segregación y marginación urbanas. Es innegable que ambas formas de expresión son absolutamente propias de las ciudades.
Como naciones culturales autónomas, los raperos y cabareteros crean nuevas identidades y se inventan nuevos modos de representación y participación. Reinventándose y reafirmándose cada vez que les es posible con el único propósito de sobrevivir en un contexto que de seguir sus normas los obligaría a desaparecer. La existencia de la gente que se dedica al teatro y al cabaret y la que se dedica al rap depende de su capacidad para expresar, fortalecer, legitimar, posicionar, reconstruir y crear discursos y culturas propias, creando así nuevas formas de comunidad. Formas alternativas de habitar el mundo. Manifestaciones artísticas disidentes. ¿Por qué no se unen más a menudo? Ya lo he dicho, porque aún no se reconocen mutuamente, pero el día que lo hagan, respetando la especialización de unos y otros (sobre todo no pretendiendo que cualquier dramaturgo puede escribir un rap sino recurriendo a liricistas y freestylers profesionales), lograrán potenciar aún más su potencial discursivo contra sistema. Me encantaría ser testigo de esta unión.
[1] En los últimos años recuerdo haber visto algunas obras que incluían rap como parte del montaje, dos a petición mía como curadora de dichas propuestas: “Lobata. Teatro experimental para niñxs revolucionarixs” dirigida por Cecilia Ramírez Romo y “Amelia, Coronel Amelio” espectáculo de cabaret dirigida por Francisco Granados. También lo vi en “La espantosa y marginal vida de Godzilla” dirigida por Carlos Converso y “Trending Topic. Teatro documental sobre violencia de género” escrita por Ricardo Ruiz Lezama, dirigida por Paulina Orduño «Esto no es Daisy» de Rodrigo García dirigida por Paulina Orduño y sé que “Salimos del mar y soñamos el mundo” dirigido por Nora Manneck, «Minotauro» de Patricia Yáñez y «Nuestra venganza es ser felices» de Diana Reséndiz dirigida Karen Condés, «Alicia» de Jimena Mancilla, «El insomnio de Segismundo» de Martín López Brie, «Monster Truck», «Desvenar» y «Bozal» de Richard Viqueira», «Puro Lugar» de Orteuv y Teatro línea de sombra, «Código bolero» de la Compañía de teatro danza Apoc poc , «El paraíso o la vida pasada en limpio» de Rubén Ortiz, «Animalia» y «Bestiario Humano» de Diego Álvarez Robledo también utilizan el rap como elemento principal en algunas escenas.