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Mar Aroko

Reflexiones

Primera y última vez en el teatro

por Ricardo Ruiz Lezama 1 julio, 2022

Ilustración por Mar Aroko 

1

En el libro El arte del presente, la directora Ariane Mnouchkine cuenta que hay funciones en la que les dice a su equipo de trabajo que ese puede ser el primer día que alguien de la audiencia va al teatro, pero también el último. Recuerdo la vez en sentí que ambas situaciones confluían en un mismo espectáculo. Como muchos de mis ejercicios de reflexión, no mencionaré a la obra en específico porque considero que la problemática devela cuestiones sistémicas que la trascienden.

Estábamos en la fila para entrar a la sala de una función, a unos breves minutos de que dieran acceso. Me llamó la atención que había una madre que iba con dos pequeños, una niña y un niño, ambos tenían entre diez y doce años. La niña estaba eufórica y compartía a su hermano y a su madre el entusiasmo que sentía de asistir al teatro por primera vez; lo hacía de una forma tan franca que seguramente varias de las personas que estábamos ahí también nos sentimos movidas por la emoción de sus palabras y el brillo de sus ojos (al menos mi acompañante y yo sí) “¡Vamos a ver una obra, vamos a ver una obra!”

Algo que siempre me ha fascinado del teatro es que todo cuanto se vive en él es parte de la experiencia: ver, no solo lo que sucede en el escenario sino lo que pasa en la sala con las demás personas de la audiencia. Esta función tenía planteada esa doble mirada de forma contundente, era tan importante lo que fuera a ocurrir dentro de la escena como lo que fuera a ocurrirle a aquella niña que iba por primera vez al teatro, que, como dice la directora del Teatro del Sol, podría haber sido la última. Para mí esta situación agregaba una ligera tensión en la atmósfera. ¡Qué responsabilidad!

Hay algo que debo aclarar antes de continuar: la función estaba en horario familiar, y se supone que era para público infantil, así que lo que sucedió más adelante no fue responsabilidad de la mamá y mucho menos de aquella niña.

Todo empezó bien. Aunque recuerdo que alguien dijo alguna vez que supuestamente Meyerhold pensaba que la generosidad de la audiencia dura quince minutos, pues es el tiempo que le regalan al espectáculo para que les atrape. Lo haya dicho quien lo haya dicho, sin duda es cierto que el público debe poner de su parte -y generalmente lo hace con gusto- para que todo funcione, esa es quizá una de las disposiciones fundamentales para que pueda suceder el fenómeno teatral. Según el director Héctor Mendoza  (parafrasearé su reflexión lo mejor que pueda), cuando la gente entra al teatro, basta con observar el gesto de las espectadoras y espectadores para reconocer el género de la obra que se va a llevar a cabo: si se representa una comedia, la gente ya tiene dispuesta una ligera sonrisa a punto de transformarse en risa; por otro lado,  si se representa una tragedia, ya hay personas con un semblante solemne ocupando sus localidades. Entonces, posiblemente todavía no era un logro que la primera obra que veía esa niña empezara bien, además, tomemos en cuenta que gran parte de la audiencia iba a poner más de su parte que de costumbre para que todo saliera maravilloso en la primera función de aquella niña.

A la mitad de la obra la función de pronto se me hizo insoportable, me perdí con la historia (no entendía a dónde iba), se suponía que varios momentos eran cómicos, pero nada me causaba gracia y todo lo que pasaba comenzó a aburrirme hasta el hartazgo.  Me consolé pensando que, si era una obra para las infancias, no tenía por qué conectar conmigo (cabría problematizar sobre teatro infantil o familiar, pero eso será motivo de otro texto algún día). Miré a la niña, esperando que al menos ella se la pasara bien, pues eso le daría sentido a todo (fue una función con aproximadamente 10 espectadores o menos). Pero mi sorpresa fue que la descubrí extendida sobre su lugar, con la espalda sobre su asiento y las piernas estiradas, callada, mirando con una cara que no alcanzaba a descifrar pero que sin duda contrastaba con la alegría con que había entrado al teatro.

Nadie puede penetrar en la experiencia ajena. Quise imaginar que aquella era la forma que esa niña encontró para disfrutar la función. Pensar eso era mucho más soportable que la realidad. Al salir del teatro la madre hablaba a la niña que respondía con frases cortas, desilusión y una mirada que se dirigía hacia ningún lado, algo en sus ojos se había apagado para siempre.

2

Y si esa vez fue la última en que aquella niña asistió al teatro, ¿quién es responsable? ¿La compañía teatral? Sí, pero no es la única compañía que ha ocasionado esto. Antes de continuar quiero dejar claro que asisto al teatro familiar porque he encontrado muchas obras entrañables para niñas, niños y gente adulta, en donde todas las personas, pese a las diferencias de edades, somos conmovidas por estas propuestas; pero este texto tiene el objetivo de problematizar esas otras obras, aquellas que en muchas ocasiones el único vínculo que generan con su público es de fastidio, principalmente porque luego son esos proyectos los que ocupan espacios que otros trabajos podrían aprovechar pero que no se divulgan porque la gente dedicada a programar prioriza darle lugar a obras fallidas ¿Por qué?

He visto varias compañías teatrales que presentan obras para las infancias que no se comunican con su audiencia ¡Y las siguen programando! Dichos grupos pasan de un teatro a otro, aburriendo niñas y niños, poniendo una gran responsabilidad en madres y padres que muchas veces ocupan el lugar de animadores tratando de hacer que sus hijas e hijos se interesen por lo que sucede en escena. “Mira, hijo, ¿ya viste?” “Qué divertido, ¿verdad, hija?” Algunas de esas compañías le echan la culpa: ¡al público! El teatro no solo se trata de ser visto sino de ver y si estas agrupaciones miran a las infancias aburridas deberían hacer algo más que culpabilizarlas, pero, quizá, como las siguen programando, ni siquiera les importe.

Por otro lado, también es responsabilidad de la gente que programa. Señoras y señores que hacen programación para infancias, sin agregar a menores de edad a su consejo de selección. Recuerdo que la crítica teatral Zavel Castro me hablaba de una reflexión que se dio en uno de sus talleres de crítica en donde se problematizaba sobre el adultocentrismo y la falta de consideración de las infancias en muchas cuestiones relacionadas con el teatro, una de ellas, la programación. Reflexión detonada, según me dijo, por una crítica escrita por Luis Santiago.

Pero no solo eso, quizá es demasiado utópico, aunque me encantan las utopías, agregar niñas y niños al consejo de programación[1], pero la programación indiscriminada de espectáculos, a veces para un público y luego, ¡las mismas obras!, para otro, es algo que me parece irresponsable. He visto obras programadas en el circuito de funciones familiares, después en otro circuito. En este sentido las personas de programación no son rigurosas, y por su parte, las compañías que hacen esto considero que son antiéticas pues lo que buscan es estar en donde sea, sin importar la pertinencia de su trabajo en los diferentes contextos. Recuerdo haber visto una obra con un interés revolucionario, sumamente discursiva, en donde al final explicaban algo de la macropolítica de manera compleja y confusa, al medio día en un encuentro de teatro para niñas y niños.

Hay una responsabilidad enorme relacionada con la formación de públicos al programar espacios o festivales. Usando una imagen muy propia de nuestros tiempos, algunas compañías de teatro y responsables de programación están vacunando a las infancias para que dejen de querer asistir al teatro. Inyecciones que borran sonrisas y apagan miradas.

 

 

[1] Zavel Castro me compartió que esto no es tan utópico, hay presencia de niñas y niños dentro del  Consejo de Programación de Espectáculos Infantiles del Consejo de las Artes de Irlanda

Reflexiones

El sexo indecible: El impacto de la misoginia sobre la crítica escénica

por Zavel Castro 8 octubre, 2020

A Isabel Margarita, Jimena, Mariana, Masu, Mónica, Nora y Paty

 

Los esfuerzos por desarmar el patriarcado y reconstruir la estructura de nuestro sistema de producción artística desde una perspectiva feminista son de primera necesidad y de extrema urgencia. La violencia sistemática ejercida en contra de las mujeres en cualquier ámbito profesional  es brutal, cruel y evidente.  Pues como dijo Marianella Villa en su  brillante participación  en las jornadas preparatorias del Congreso Nacional de Teatro: “[…]  las mujeres en el gremio teatral vivimos una realidad alarmante, padecemos una serie de violencias y por supuesto, no estamos incluidas en el libre desarrollo de nuestra profesión, la igualdad de condiciones es para nosotras una falacia y la discriminación y las diversas violencias golpean nuestro quehacer.”[1]

Desde hace tiempo buscaba articular un texto que me permitiera expresar lo que he intuido desde hace años respecto al impacto que la normalización de la misoginia ha tenido sobre la crítica escénica.[2] Especialmente ahora, cuando la abundancia de blogs escritos por críticas, dramaturgas, actrices y espectadoras pudiera servir para ocultar o desdibujar la violencia que persigue la práctica del pensamiento e interpretación de una obra artística cuando no es realizada por un hombre.

Conviene buscar en la historia indicios de la aversión de los hombres hacia la figura de la mujer como guía intelectual.  Remontándonos al año 54, nos encontramos con la Primera Epístola a los Corintios escrita por Pablo de Tarso, conocido por ser uno de los propagandistas más enérgicos del cristianismo. En la carta, el apóstol prohibe a las mujeres cualquier tipo de expresión verbal en público: “[…] porque no les está permitido hablar. Deben estar sometidas a sus esposos, como manda la ley de Dios […] Y si no lo reconoce, que tampoco se le reconozca.”[3] Justificando su prohibición en su Primera Carta a Timoteo: “La mujer debe escuchar la instrucción en silencio, con toda sumisión; y no permito que la mujer enseñe en público ni domine al hombre.”[4] Graciano insistiría en ello 1086 años después, diciendo que “ni siquiera” una mujer erudita y santa podría atreverse a instruir a los hombres en la asamblea.[5] La influencia de este mandato es incalculable porque condensa los intereses patriarcales que demandan que la mujer no hable y que de lo contrario, su atrevimiento será asociado con la insubordinación. Quiero dejar en claro que la prohibición no comenzó con Pablo y Graciano, sino que para cuando  ellos se pronunciaron públicamente en contra de la opinión de la mujer, estaban haciendo eco de una tradición y representando un deseo colectivo.

Algunos hombres querrán negar con elocuencia este punto, pero basta observar su reacción frente a las críticas, especialmente cuando no  escriben para elogiarlos, ni para señalar la grandeza de sus creaciones. Cuando una mujer utiliza la crítica para cuestionar o problematizar una obra, vislumbrando tanto los aspectos luminosos como los oscuros, (especialmente si la oscuridad se relaciona con cuestiones éticas), los hombres del medio simplemente dejan de compartir esos textos colectivamente,  un grupo de hombres dejan de seguir esos blogs,  porque entre todos han llegado al consenso que determina que esos espacios “no valen la pena”, porque no dicen lo que ellos quieren que digan, porque no les sirven para reforzar su halo de genialidad, porque no devienen en piedras que les permitan construir sus monumentos, porque no están escritos desde la idolatría y la sumisión (ellos crean-nosotras aplaudimos). Las estrategias de violencia que utilizan son el menosprecio y la invisibilización colectiva, como sucedáneo de la destrucción de los testimonios que antes podían realizar: “Para imponer la exigencia de Pablo primero debieron destruirse todos los testimonios de mujeres que habían hablado, es decir, mujeres comunicadoras en un sentido cultural, puesto que existían abundantes ejemplos de mujeres predicadoras […]”[6] Debido a que ya no pueden destruir los testimonios, toman la decisión colectiva (es necesario insistir en este punto) de dejar de compartirlos, pues en su mente, todo lo que ellos no nombran o no muestran, no existe. Porque según ellos, de ellos depende el reconocimiento y nada vale la pena sin pasar el filtro de su aprobación. No hay que olvidar la fidelidad que ellos guardan hacia el milenario pacto patriarcal, donde es mejor no compartir la opinión de una mujer que pueda comprometer a la manada.  Entre todos se cuidan las espaldas. Dirán que esto no puede ser cierto e intentarán dar fe de su apoyo a las críticas escritas por mujeres, intentando demostrar que ellos siempre han admirado a tal o cual, pero una vez más, basta mirar de cerca, leyendo los escritos que dicen respaldar (aprobar, sería más justo):  rápidamente nos daríamos cuenta que todos esos escritos son halagos hacia sus obras con tintes de sapiencia.

Las mujeres que los hombres y las policías del patriarcado[7] están dispuestxs a reconocer como autoridades en el pensamiento escénico deben ser sus aliadas antes que cualquier otra cosa.  El castigo por no hacerlo, por la insubordinación, es la exclusión de la esfera de poder en la que solo tienen cabida los grandes maestros y sus cómplices (ellos la regla, ellas la excepción). Poco pueden hacer cuando a la crítica no le interesa acceder a esas esferas, cuando no es el propósito que guía su práctica, pues estas voces aprovecharan las grietas de su sistema imperfecto para irrumpir, sin que ellos y sus cómplices femeninas puedan impedirlo. Ha pasado (lo cierto es que, a menudo, suelen ser menos poderosos y poderosas de lo que aparentan).

Cuando la fierecilla no puede ser domada y  no se conforma con el permiso que, de vez en cuando, se le otorga de romper su voto de silencio y sumisión, para engrandecer los logros de los «maestros» (siempre en masculino), aparece como una criatura amenazante a la que se le percibe simbólicamente como una vagina dentata, que, “Allí donde aparece […] amenaza al pene con convertirlo, arrancándolo de un mordisco, en aquello a lo que la mirada fálica ha degradado a la vulva, esto es, una ausencia, un agujero, un espacio en blanco.”[8]  Esta condición amenazante fue reconocida y explicada con lucidez por Virginia Woolf quién detectó en el incansable trabajo de los hombres por menospreciar la expresión femenina, guiado por un “…interesante y oscuro complejo masculino que ha tenido tanta influencia sobre el movimiento feminista; este deseo profundamente arraigado en el hombre no tanto de que ella sea inferior, sino más bien de ser él superior.” [9]

La historia de la oposición de los hombres al derecho de libre expresión pública de las mujeres tiene que ver con esta necesidad de sentirse superior, para lo cual necesitan hacer sentir a las mujeres que son inferiores. No es casualidad que las grandes autoridades de la crítica actualmente sean hombres, aunque haya innumerables investigadoras con trabajos igualmente valiosos pero menos visibles y rentables. Mantener a las mujeres en un segundo plano acaso sea una de las fuentes más importantes del poder patriarcal:

 

Por eso, tanto Napoléon como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fuesen inferiores, ellos cesarían de agrandarse. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles para los hombres. Y también así se entiende mejor por qué a los hombres les intranquilizan tanto las críticas de las mujeres; por qué las mujeres no les pueden decir este libro es malo, este cuadro es flojo o lo que sea sin causar mucho más dolor y mucha más cólera de los que causaría y provocaría un hombre que hiciera la misma crítica. Porque si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge; la robustez del hombre ante la vida disminuye.”[10]

 

La violencia misógina que solicita del agrandamiento de la figura del hombre a costa de la disminución de la figura de la mujer, se comprende a partir del reconocimiento del lugar simbólico que ocupa la vulva en nuestra cultura, supeditada al falo, símbolo máximo de poder cimentado en la Antigüedad, pues ya los griegos reconocían que el phallos era la fuente de toda actividad, mientras que los orificios eran simplemente sus receptores pasivos. El falo (o más precisamente la méntula) era el amuleto de Roma, los romanos inscribían en sus armas la frase Carior est ipsa mentula (Mi pene es más precioso que mi vida), las puertas de las casas ostentaban un amuleto itifálico conocido como tintinnabulum ,de bronce o de metal, que colocaban “para ahuyentar el mal”[11], las vestales romanas veneraban una figura que representaba el sexo de un hombre erecto,  los genitales masculinos estaban bajo la protección de un genio al que sacrificaban flores;  Genius era  quien engendraba.  De ahí, que sigamos relacionando a los hombres con la genialidad y que las mujeres genias suelan ser vistas como poco femeninas. Vaginas Dentatas.

 

Ilustración: Mar Aroko/ @EmeAroko

 

En Roma podemos situar los orígenes de la obsesión de los hombres por su falo como símbolo de poder y su correlativo temor a la impotencia.[13] ¿Sería descabellado pensar que esta obsesión ha llegado intacta hasta nuestros días? Basta observar una vez más el encono que los creadores sienten hacia las mujeres que los cuestionan, que opinan libremente y en público sin la intención de agradarles, pareciera entonces que las mujeres críticas amenazan su virilidad, provocándoles la insoportable idea de la detumescencia fálica. Pues si el falo no puede someter, entonces “no sirve”. La relación fálica con el poder explica que no exista un símbolo reconocible de la vagina y la vulva, “Y esto es porque el imaginario sólo provee una ausencia allí donde en otros casos hay un símbolo muy destacado.”[14], así lo reconoció Lacan. Dicho en una sola frase por Mithu M. Sanyal. “si no tienes pene no tienes órgano sexual verdadero.”[15]

Volviendo a los orígenes de nuestra ideología judeocristiana, nos encontramos precisamente con la prohibición de las mujeres de hablar en un púlpito, justificada simplemente porque “no tenían genital”.[16] Si bien, actualmente cualquiera se puede construir su propio púlpito virtual, abriendo su blog o usando sus redes sociales, lo cierto es que “las que no tenemos genital” nunca seremos escuchadas de la misma manera que los que “si lo tienen”. Prestemos atención a la manera en que los hombres cuestionan todo lo escrito por una mujer (especialmente si no es para adularlos), cómo se otorgan el derecho de corregir y burlarse de las opiniones femeninas en público y en privado, a las veces que practican el mansplaining a las autoras  a quienes les escriben directamente o aluden a sus textos para señalar sus fallas, fingiendo preocupación por su bienestar, ofreciéndose amablemente a reparar su ignorancia, diciéndoles lo que deberían haber escrito y dándoles la oportunidad de corregirlo, fingiéndose amistosos y benévolos (yo misma podría compartir alguna anécdota),   y cómo, por otra parte, cualquier hombre que abre un espacio de opinión es inmediatamente bienvenido y sus textos rara vez son cuestionados o corregidos. Ese pacto maldito.

Pensemos incluso en las premiaciones como ejercicio de legitimación, supuestamente sustentadas en el pensamiento crítico. No nos sorprendamos cuando en las semblanzas de los creadores y creadoras solamente aparezcan los premios otorgados por agrupaciones mayoritariamente integradas por hombres (sin reconocimiento como autoridades críticas, sin ocupar espacios de poder, sin  siquiera escribir en medios de circulación nacional),  y cómo, en cambio, el premio que otorga una sola mujer, con conocimientos del arte que califica,  con los mismos criterios de subjetividad, con el  mismo o mayor esfuerzo por ver la mayor cantidad de propuestas (pagando por verlas, a diferencia de las agrupaciones mayoritariamente masculinas), y  la misma intención de reconocer el trabajo artístico, no se menciona.  Si bien en este caso no se esfuerzan por invisibilizarla, porque ella misma ha reclamado su lugar,  y pueden decir que incluso les resulta «simpático» su ejercicio (¿por qué el de ella es simpático y el de ellos legítimo?),  lo cierto es que tampoco la toman en serio.  Detalles que delatan la violencia misógina.

Me resulta paradójico que la crítica escénica mexicana esté cimentada en nombres de grandes autoras y me pregunto si habrán sido policías patriarcales (y quién puede juzgarlas si tenían que encontrar la forma de sobrevivir rodeadas de depredadores)  o si al contrario habrán tenido que soportar estas mismas violencias. Haciendo eco de la admiración que expresó Virginia Woolf por las mujeres que «se atrevieron» a escribir en una sociedad machista, exclamó:  ¡Qué genio, qué integridad debieron de necesitar, frente a tantas críticas, en medio de aquella sociedad puramente patriarcal , para aferrarse, sin apocarse […]» (17). Para ellas, las que estuvieron antes, todo mi agradecimiento y mis disculpas si es que hace algunos años no supe valorar su quehacer.

Escuchemos con atención cómo se habla  de estas figuras críticas y alarmémonos cuando las anécdotas que se cuenten estén articuladas para ridiculizarlas, para evidenciar alguna falla o para menospreciarlas, y  pensemos en cómo, por el contrario, los errores de los grandes nombres masculinos, las imprecisiones, la falta de rigor  o la poca calidad de las críticas escritas por algunos hombres se omiten o se disculpan para no ensuciar su genialidad, para no minimizar sus esfuerzos, para no empequeñecer su imagen.  Sospechemos de las representaciones, de las parodias que circulan sobre la figura de la mujer que opina. A menudo veremos cómo la comedia excusa la misoginia  de personajes creados y, generalmente, interpretados por hombres vestidos de mujeres que «creen que saben cosas», de «críticas» que solamente abren la boca para ponerse en ridículo, porque lo chistoso para los creadores misóginos es que una mujer intelectual sea expuesta como una tonta (como lo que realmente es frente a sus ojos).  En el fondo ellos creen que su vicio es creer que sabe (como ellos o más que ellos) y su insoburdinación  hace a este tipo de mujeres merecedoras del escarnio. Los creadores podrán decir que es un homenaje, como cuando Derbez sostuvo que su parodia a Walter Mercado lo era, pero de nosotras, las receptoras, depende señalar las falacias y reconocer la profunda misoginia que soporta la creación de sus personajes y sus conductas. Esta razón también explica por qué resulta risible y por qué se ha viralizado el video de una mujer que se ha insertado en los círculos intelectuales, bailando, dando a entender que «baila mal», con el único fin de humillarla.

Es momento de cuestionar la violencia sistémica. Tomemos consciencia de la operación patriarcal en nuestro quehacer, dignifiquemos el ejercicio crítico, practicándolo como contrapeso del dominio machista de las artes escénicas. Dejemos de ser vestales y seamos diosas. Renunciemos a la idolatría al falo, desentendámonos de la obligación que nos inocularon de tener que agrandarlos con nuestros escritos. Sé que seremos capaces de dignificar nuestro ejercicio crítico, profesionalizándolo en lugar de banalizarlo, pues esto hace que importe poco y justifica que nos releguen a los márgenes. Dignificando nuestro quehacer, podremos elevar nuestras voces sin servilismos, sin modestia, con autonomía y valor para  protegernos  y difundirnos entre nosotras,  ahora que sabemos que no estamos solas, que ellos no nos hacen un favor al compartirnos, que no dependemos de su reconocimiento ni de su aprobación,   porque al momento que intenten reprimirnos nosotras también podemos señalarlos evidenciando su comportamiento.  Y cada quién elegirá a quién creerle.  Imaginémonos como una horda de Khalis, la diosa hindú de la insubordinación,  la única deidad que no se dejaba dominar por ningún dios ni atrapar por un sari de seda, y que prefería andar con los pechos desnudos, sin avergonzarse de su anatomía de mujer. Khali, la de la lengua afilada  asomada por su boca, diosa del pode de tomar la palabra.

 

 

 

ILUSTRACIÓN: MAR AROKO (@EmeAroko)

[1] “¿Cómo dignificar las condiciones del quehacer artístico para las MUJERES?” en: https://www.facebook.com/CDMXJornadasPreparacion3CNT/photos/pcb.1044579062626736/1044575582627084 (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

[2]  Recuerdo cuando Nora Huerta me preguntó en una entrevista de radio ¿Cuáles eran los mayores retos que una crítica tenía que enfrentar en el desarrollo de su profesión? Enfatizó el hecho de que era una mujer joven. Esa respuesta me acompañó durante mucho tiempo, pues en su pregunta reconocí simpatía y apoyo. Ella lo comprendía mejor que yo, su pregunta fue más bien un abrazo y una palabra de aliento. Lo que terminó por darme la fuerza y el coraje para animarme finalmente a escribir  este texto, como respuesta a la pregunta de Nora, es el haber estado a cargo de un taller de crítica teatral con un grupo con mujeres estudiantes que destacaban todas por su talento e inteligencia, que sin embargo, se expresaban con timidez, como quien se ha acostumbrado a pedir perdón y permiso antes hablar, como quien tiene que asumir de antemano que se equivoca para no ser tildada de arrogante, como quien tiene que fingir que sabe poco para que los hombres no la perciban como amenaza.

[3] Citado en Vulva. La revelación del sexo invisible. Pág. 75

[4] IBID, pág. 77

[5] IBID, pág. 76

[6] IBID, pág. 77

[7] El término “policía del patriarcado” refiere  a las personas que a través de sus acciones, represiones, escarnios y/o castigos, contribuyen a que el sistema patriarcal se mantenga y prospere. Tomo esta definición del capítulo “Las policías del patriarcado” del podcast de “Las desobedientes. Guerrilla con letra feminista” conducido por Marianella Villa y Liliana Papalótl: https://open.spotify.com/episode/4RWIy5ln5rQGGCr2EuMqtL?si=BG9p6LisRxWujX3A8m3Upg&fbclid=IwAR3qQ0gQZ4zjc9u1WUkf0Ee7QMvBHGI2QgvZgQxVAxzKK5CI89edqK1MEJQ (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

[8] Mithu M. Sanyal, Óp. Cit.  pág. 10

[9] Virginia Woolf, Una habitación propia. Pág. 77

[10] IBID, pág. 51 (las negritas son mías)

[11] Sin mencionar el arsenal de amuletos, colgantes, cinturones, collares, figuras con formas priápicas encontradas en las excavaciones arqueológicas.

[12] Pascal Quignard. El sexo y el espanto. España, Minúscula: 2017. Pág. 55

[13] Reconocer la relación de lo fálico con el poder podría darnos algunas pistas sobre las razones por las cuales el abuso de poder en el gremio teatral a menudo es ejercido en prácticas de violencia sexual.

[14] Citado en Mitu M. Sanyal, Óp. Cit. Pág. 7

[15] IBID, pág. 8

[16] IBID, pág. 76

[17] Virgina, Woolf. Óp. Cit, pág. 102

 

 

Fuentes citadas:

Mithu M. Sanyal, Vulva. La revelación del sexo invisible, España, Anagrama: 2012.

Quignard, Pascal. El sexo y el espanto. España, Minúscula: 2017

Villa, Marianella, “¿Cómo dignificar las condiciones del quehacer artístico para las MUJERES?” en: https://www.facebook.com/CDMXJornadasPreparacion3CNT/photos/pcb.1044579062626736/1044575582627084 (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

Woolf Virginia. Trad. Laura Pujol, Una habitación propia. España, Planeta: 2016.

“Las policías del patriarcado” en:  Las desobedientes. Guerrilla con letra feminista, conducido por Marianella Villa y Liliana Papalótl:https://open.spotify.com/episode/4RWIy5ln5rQGGCr2EuMqtL?si=BG9p6LisRxWujX3A8m3Upg&fbclid=IwAR3qQ0gQZ4zjc9u1WUkf0Ee7QMvBHGI2QgvZgQxVAxzKK5CI89edqK1MEJQ (consultado por última vez el 12 de septiembre de 2020).

Reflexiones

PHILOCUERPITA ESCENICUS

por Aplaudir de Pie 20 septiembre, 2020

Según antiguas  sabidurías, existen seres movedizos que no pertenecen a un solo reino. Pocas veces visibles,  se  piensa que estos  habitantes de mundos intermedios poseen cuerpos convergentes que transitan entre los  estados líquidos y los gaseosos. Algunos textos alquímicos señalan que de entre éstos, hay uno que cada cien años adquiere brevemente solidez, configurando estalagmitas vivientes que crecen en las orillas de los fiordos: nombrado -aunque con recelo- por la ciencia aristotélica como philocuerpita escenicus, se sabe que no habiendo sido dividido por las manos del ser en hembra y macho, existe materialmente como latencia pura. Dicha creatura experimenta procesos de licuefacción durante las noches en las que los efluvios estelares calientan la tierra, adquiriendo diversas configuraciones, las más de las veces la de un libro animado, cuyas hojas son sus escamas y su lomo el receptáculo de viejas escrituras. Habiendo solidificado brevemente, su piel imita las imágenes de los incunables; posee cuatro patas cuya configuración le permite desplazarse sobre cualquier cartografía. Su gran ojo central le provee de la penetración de los mundos visibles, propia del telescopio por las noches y del microscopio durante el día. Puntiagudas orejas y una sonrisa permanente, le sirven para comunicarse con otras animalidades por medio de un tañir de campanas que atraviesa los siglos, uniendo a los antiguos con los contemporáneos con el bramido que ha sido llamado por los taxónomos philosophein. Philocuerpita escenicus suele escribir cartas de su garra y letra, mismas que arroja a las corrientes de los ríos del tiempo, viajando hacia remitentes azarosos. Estas cartas reciben el nombre de traditio,  y son su forma de proliferar a través de la transmisión. Su escritura, sin embargo, no es solo aquella que es propia de la mano, pues su andar derrama tinta – propia de los enaima, porque es roja- sobre los mapas en los que se desplaza, sean éstos planos, cóncavos o convexos: la mundanidad toda forma parte de su arquitectura animal. No existe para su sistema perceptivo, por cierto,  realidad fuera de lo que  los eruditos -pero solo aquellos sujetos de herejía- llaman theatron. Es decir, el cosmos como contemplación es el ámbito propio de la philocuerpita: no hay rama, grafía, huella, edición, fruto, capítulo, elixir o brebaje que no se reconfigure en su percepción como algo digno de ser visto y ejecutado.   Este rasgo le es tan propio que se ha escuchado durante su rito de apareamiento con lo real, el  sonido emitido por sus escamas: “¡theorein!, ¡theorein!, ¡theorein!”.

Propio de su efímero estado sólido, philocuerpita escenicus construye cobertizos bajo los cuales cambiar las páginas de su piel. Cuando hay piedras, construye sobre las laderas un templo, llamado por la ciencia del doble, skene. Cuando se arrastra en los desiertos –tan cosmopolita es- teje con la cáscara de su ser efímero, telones escriturales donde la skene y el graphos se hacen uno. Pareciera entonces que la esceno-graphía es el mundo como resultado de la percepción a la que conducen sus sutiles órganos internos, entretejidos siempre, como señaló Pitágoras, con la partitura de la naturaleza.

 

Ilustración: Mar Aroko (@EmeAroko)

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Miroslava Salcido filósofa-artista

 

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