Lo simple y lo sencillo no son sinónimos. Así tampoco lo complejo y lo complicado. La simplificación es un procedimiento mediante el cual se reduce la realidad de manera esquemática para poder apropiársela, reducir —por ejemplo— un fenómeno a una fórmula para poder aprenderlo y aprehenderlo. Decimos que algo es simple cuando es fácil de usar o de entender, cuando la interacción con esa cosa no requiere esfuerzo. Decimos coloquialmente que una persona es simple cuando ríe sin ningún esfuerzo, cuando cualquier cosa le provoca gracia. Así que la simplicidad está asociada a la falta de esfuerzo, la falta de gracia, cuando algo o alguien “no tiene chiste”.
Lo complicado es precisamente el antónimo de lo simple. Algo complicado nos requiere esfuerzo; sin embargo, cuando algo es complicado, sentimos que ese esfuerzo no es proporcional al beneficio. Decimos que una situación se nos complicó porque no esperábamos que requiriera tanto esfuerzo, tiempo y/o atención. Lo complicado se puede resumir con la frase: “tanto para nada”.
Hay cosas que son simples y complicadas. Vemos obras que reducen la realidad a unas cuantas sentencias, que regularmente se acercan mucho a la denuncia, y que lo hacen desde una pretensión ya sea intelectualista o de destreza casi acrobática. Obras que, aunque crean mundos simples y esquemáticos, lo hacen desde una complicación estética que vuelve solipsista su espectáculo.
La pareja opuesta es la que propone Edgar Morin desde su teoría de la complejidad. El filósofo francés propone que nuestras observaciones de la realidad sean sencillas y complejas. La complejidad es lo contrario de la simplicidad: no se trata de reducir un fenómeno a una fórmula sino de admitir su entramado y sus niveles, y con ello admitir nuestra incapacidad para aprehenderlo. La complejidad, al contrario de la simplicidad, no pretende adueñarse del mundo sino observarlo y admirarlo desde la mayor cantidad de puntos de vista que nos sea posible. Lo sencillo es lo opuesto a lo complicado. No porque lo sencillo no requiera esfuerzo, sino que el esfuerzo que se emplea es proporcional al beneficio… o incluso mayor. Así, por ejemplo, los desarrolladores de la compañía Apple realizan complejas operaciones y entramados tanto de software como de hardware para que sus productos sean sencillos de usar. Por ello Morin insiste en que nuestras visiones de mundo y de vida (como proponía Dilthey) sean sencillas y complejas.
Así son las obras de Conchi León: sencillas y complejas. Tienen una sensibilidad que atrapa el espectador sed principio a fin, lo que hace que no se requiera tanto esfuerzo par entrar en los mundos que nos propone. El artificio teatral se reduce a lo indispensable con una economía de recursos; sin embargo, sus mundo son complejos, llenos de profundidad y de una sabiduría de la que ella misma no es consciente. Pues deja que sus mundos fluyan y no los controla en favor de una discursividad mañosa y prefabricada como pasa en los espectáculos simples y complicados que llenan las carteleras.
No es fácil ser Conchi León porque se tiene que luchar contra las envidias y la
discriminación. Mucho antes que Yalitza, Conchi sufrió burlas y denostación cuando llevó su Mestiza power a la Muestra Nacional de Teatro. Sin embargo, la calidad se impuso.
Algunos de los que la minimizaban junto con su obra ahora son sombras, ecos nada más: iconos que el tiempo colocó en su lugar. Con el éxito vienen las injurias. Ha tenido que soportar la envidia de colegas —tanto hombre como mujeres de teatro— quienes aseguran que debe su éxito a favores sexuales. Pero su ceguera no los deja ver que el “secreto” de su éxito está a la vista de todos. La gente se mete a sus talleres tratando de encontrar la fórmula, el método, la receta. Pero no se dan cuenta de que ella no enseña eso en sus talleres, ella lo enseña con el ejemplo: Disciplina: Es una artista que entrena, que practica, que reflexiona. Si bien su vida personal, sus habitaciones de hotel y sus cabellos pueden ser un desorden, sus procedimientos de creación no son aleatorios ni se basan en que llegue la inspiración. “La inspiración te debe encontrar trabajando”, decía Woody Allen, y Conchi lo sabe: no hay mejor manera de encontrar la inspiración que trabajando. Lo que conecta con la constancia.
Ser disciplinado requiere constancia. Si bien ser disciplinado y ser constante no son lo mismo, no se puede ser lo uno sin lo otro. A su constancia algunos la llaman terquedad, otros obstinación. Yo la llamo perseverancia. Y si se es constante y disciplinado, es porque hay compromiso. El artista que se compromete con un activismo siempre es un artista mediocre… aunque pueda ser un gran activista. El artista que se compromete con el arte termina adquiriendo un compromiso social, porque el arte no cambia al mundo a punta de denuncias (simples y complicadas). El arte es uno de los actores que intervienen en la evolución del mundo porque nos permite apreciarlo en su complejidad a través de la metáfora. Sólo el artista y el filósofo se pueden alzar sobre su individualidad para observar la esencia de su tiempo y su cultura, decía Dilthey, a quien estoy parafraseando de manera libérrima. Tan sencillo como que, antes de poder hacer viajes a la Luna, hubo artistas que soñaron la posibilidad. Y del sueño nació el cambio. Un verdadero artista no necesita denunciar para tener compromiso social. Un verdadero artista sabe que, si se compromete con el arte, se compromete con la humanidad.
“Yo soy una ignorante porque no estudié”, dijo alguna vez Conchi en una conferencia. E inmediatamente después la “regañé”. Le dije: “Que no hayas ido a la escuela no significa que no haya estudiado, tú estudias siempre y te sigues preparando. Ser autodidacta no es lo mismo que ser ignorante”. Preparación constante. Algunos optamos por el estudio formal y los grados académicos. Otros tienen la suficiencia autodidacta. Es lo mismo. Uno tiene que estar preparándose, actualizándose, estudiando constantemente. Ya sea con grados académicos, ya sea con talleres, ya sea de manera autónoma. Lo importante es seguir adquiriendo saberes, conocimientos y destrezas. Y para ello se requiere de autocrítica. Todos nos decimos autocríticos, pero pocos realmente lo son. Si realmente lo fuéramos, seguiríamos preparándonos constantemente. El método socrático, la mayéutica, se basa en un aforismo que resume la constancia y la autocrítica: “Yo sólo sé que no sé nada”.
Quien sea realmente autocrítico dejará de pensar en lucirse, dejará de fantasear con las frases halagadoras de los críticos encumbrados. Dejará el arte solipsista de la simplicidad complicada y comenzará a pensar en el espectador. No se trata de darle al espectador lo que quiere, no se trata de ser ni complaciente ni mucho menos condescendiente. Decía Lope de Vega
en el Arte nuevo de hacer comedias: “…pues debo / obedecer a quien mandarme puede, / que, dorando el error del vulgo, quiero / deciros de qué modo las querría…” Así, dorar el error del vulgo es la clave. Pensar en el espectador pero no para darle gusto, sino hacer algo de calidad que además le guste al espectador: sencillo pero complejo.

Foto: Darío Castro
Si se piensa en conmover al espectador podemos caer en un gran error: la condescendencia y/o la complacencia. Hay colegas que se preocupan mucho por hacer llorar al espectador porque sienten que eso es sinónimo de calidad. Si uno se centra en hacer llorar al espectador, lo más probable es que caiga en una falta ética gravísima: el chantaje emocional. De igual forma quienes se empeñan en hacer reír al espectador a base de chistes es casi seguro que cometen otra falta ética: la extorsión cómica. Se le amenaza al espectador: si no te ríes de esto es porque eres de lo que me estoy burlando. También quienes tienen este altísimo compromiso social comenten —paradójicamente— faltas éticas pues juegan, entre otras cosas, con la culpa de clase del espectador. Todas estas son formas de simplicidad porque son formas reduccionistas de la realidad y tienen consecuencias éticas: chantaje, extorsión y culpa. Y si encima le añadimos una forma estética solipsista, completamos la funesta dupla pues, además de simple, lo hacemos complicado.
No quiero decir que no se metan a sus talleres, por su puesto que van a aprender mucho de ella, pero la mejor enseñanza de Conchi es con su ejemplo, no en sus clases (que pueden ser maravillosas). No se fijen en lo que dice sino en lo que hace. Sus obras no chantajean ni extorsionan ni mucho menos juegan con la culpa. Sus obras no intentan conmover al espectador, ni divertirlo ni advertirle sobre la corrupción de las instituciones. Sus obras nos revelan cosas sobre nuestra condición humana. Y es esta revelación la que tendrá como efecto secundario la risa, el llanto o la sorpresa. Quienes trabajan para la risa, el llanto y/o la sorpresa son como aquel que confunde los síntomas con la enfermedad.
Las obras de Conchi nos revelan (desocultan, dirían los griegos) cosas porque son complejas, entienden la profundidad de la condición humana, y porque son sencillas, ya que no tenemos que esforzarnos por descifrar entelequias ni rompecabezas. Quiero aclarar que no estoy usando a Conchi como excusa para hablar de mi postura sobre el teatro… bueno, sí… un poquito. Pero es porque son cosas que yo aprendí de ella. Quizá mis obras nunca habrán pecado de simplicidad, o al menos eso quiero creer. Sin embargo hago mi mea culpa y admito que he pecado de complicado. Conchi me ayudó a ver esto; no con sus palabra: con su ejemplo. Sé que ahora está en boga el discurso feminista. Me alegra. Pero yo no encasillaría las obras de Conchi dentro de postulados o estéticas feministas, que claro que puede entrar. No obstante, no se detienen en ahí. Sus obras van hasta lo más profundo de lo humano, en esa zona abismal donde ya no importa si somos hombres, mujeres o cualquier cosa intermedia, donde no importa la edad ni la etnia ni la clase social. Las obras de Conchi son sencillas y complejas… como ella.