El teatro, como fenómeno misterioso se articula a partir de dos características temporales que a menudo suelen comprenderse como contradictorias. Me refiero a su carácter efímero, en tanto que cada función se desvanece sin dejar un registro material del acontecimiento y a su potencial de permanecer indefinidamente en la conciencia de quien asiste, de tal suerte que podríamos definirlo también como una “obra abierta”, es decir que no concluye cuando acaba la función, si no que se extiende indefinidamente en el tiempo.
Lo anterior nos permite defender la teoría de que cierto tipo de teatro no envejece, en tanto contiene desde su creación la flexibilidad necesaria para adaptarse a distintas épocas, a partir de la adecuación de los elementos necesarios para incidir en cada una de ellas, es decir, que puede actualizarse siempre y cuando la temática resulte pertinente y, mientras el tema sea relevante (importe y tenga la capacidad de afectar al público del momento), elementos tales como la escenografía, la dramaturgia, el vestuario, la técnica de actuación, el estilo de dirección, etc., deben modificarse para adaptarse al contexto del que se trate. Ninguna obra rechaza de suyo su modificación, no existe el teatro estático; se sabe que la inmovilidad mataría el propósito fundamental del rito teatral: el entretenimiento. No hay entretenimiento sin dinamismo.
Sirva la introducción para tratar con detenimiento la pertinencia de remontar “Las Criadas” de Jean Genet. Bajo la producción de Rubén Lara y dirección de Salvador Garcini, la obra maestra del dramaturgo francés expone un mundo paralelo que contiene, sintetiza y exhibe mediante la exageración en la injusticia de la relación entre la clase alta y la clase baja, extremos de la escala social, separadas por un abismo. La exposición de la inequidad en las relaciones surgida a partir del sistema económico predominante (el capitalismo), resulta siempre conveniente para fomentar la reflexión entre los espectadores. Si todos somos seres humanos ¿Cuál es el afán de dividirnos pretextando las posesiones materiales? ¿A quién conviene este sistema despreocupado por los vínculos afectivos, interesado solamente en quién tiene más y quiénes menos? El mensaje sigue siendo necesario en nuestros tiempos.
“Las Criadas” muestra a los poseedores de los bienes como villanos que disfrutan el maltrato a quienes ellos mismos conciben como inferiores. Las actitudes de “La Señora” para con sus empleadas y la desesperación que estas sienten por estar desprotegidas ante las humillaciones, al grado de verse orilladas a la rebelión, que en este universo significa el asesinato de la patrona como única vía de escape. Para evitar caer en la simplificación de los caracteres (el rico “malo” y el pobre “bueno”), Genet se sirve de las intenciones criminales de Clara y Soledad, las criadas, para hablar un poco sobre el instinto maligno que habita en todos nosotros.
La complejidad de los personajes exige un profundo estudio por parte de los intérpretes, que, en este caso, merecen nuestra admiración y reconocimiento por conseguir esto y quizá algo todavía más difícil: el tránsito de la actuación televisiva y cinematográfica hacia la actuación teatral.
Alejandro Camacho interpretando a la Señora, Mauricio Islas, como Soledad y Alex Sirvent como Clara, en quien recaen por cierto los diálogos más contundentes que reflejan la crítica de la sociedad de Genet, demuestran tener lo necesario para desenvolverse en las tablas como si se tratara de su hábitat natural. Juzgando a partir de la naturalidad con la que se desenvuelven en escena podría inferirse un gusto auténtico por el convivio teatral, esa exhibición en vivo por arte de los actores dispuestos a reaccionar ante el estímulo de sus compañeros y de los espectadores. Lejanos de la exageración gestual de la que se sirven para interpretar los melodramas, en “Las Criadas” sus actuaciones son mucho más moderadas, acaso por haber profundizado más en ellos mismos para dar vida a los personajes de Genet, que son -sin demeritar al género melodramático- significativamente más complejos que los personajes de la televisión.
El elenco ha sabido traducir la dureza de las acusaciones del dramaturgo hacia la clase alta en personajes ambiguos de gestos delicados. El misterio envuelve la actuación de los tres. Nada hay en ellos de sobreactuación o subactuación: interpretan con gracia, sin exageración. Hacen justicia a la gran y pertinente dramaturgia. Incluso el erotismo entre las hermanas parece una cosa natural. La dirección de actores evitó el exceso a toda costa y consiguió un afortunado resultado.
Clara, Soledad y La Señora son espíritus seductores que caminan en la casona francesa exquisitamente construida por David Antón e iluminada por José Bracho. El universo creado para ellas es majestuoso en la superficie y desgarrador en el interior de los personajes. Todas ellas son, además, materializaciones de la monstruosidad. En este mundo y en aquel nada es lo que parece. La apariencia, traducida en un maquillaje espectacular a manos de Julio Arroyo y vestuario de Cristina Sauza, se desvanece cuando emergen las emociones reales. Entonces hay que temer. Es preciso alejarse antes de sufrir las consecuencias. La señora morirá a manos de sus criadas en un juego de espejos digno de representarse en todo tiempo. Sin duda, la temática de este montaje acompañado de estas acertadas actuaciones lo vuelve necesario para el público mexicano.