I wasn’t aware of any other option
but to question everything
-Noam Chomsky
Cuando tenía quince años, en un intento desesperado por seguir ocultando mi homosexualidad, me uní a un grupo de jóvenes misioneros católicos que se reunían los martes y jueves en la catedral de Veracruz. Por supuesto la novatada a este peculiar club incluyó un retiro espiritual con el propósito de encontrarme a mí mismo, y si de paso me encontraba menos gay, mejor. Pertenecí a ese grupo por casi cuatro años, y para las últimas fechas acudía a la catedral de miércoles a lunes; así de grande era mi necesidad de negar quien era. Obviamente en aquel retiro no me encontré a mi mismo; y al final la razón por la que dejé de ir fue porque empecé a tomar un taller de Teatro, el primero que tomé en la vida, ese taller implicaba que los domingos me tenía que ausentar de la misa “juvenil” (la de las once de la mañana) pero seguiría asistiendo a la misa de seis y media. A la coordinadora del grupo no le pareció mi “falta de compromiso”, por lo que me dio un ultimátum: o vienes a la misa de once o no vienes a nada -me dijo- y así de un día para otro la iglesia católica perdió a uno de sus más fervientes (y maricones) agremiados; uno de tantos.
Y aunque no me encontré a mi mismo en aquel retiro, ni en muchos después -en los que además yo formé parte del equipo que coordinaba- sí se me incrustaron muchas lecciones católicas con las que ahora lucho cada día. Y he de admitir que instintivamente me resulta muy sencillo adaptarme a estructuras de ese tipo, asunto que trabajo en el cotidiano y que quiero modificar día a día.
Mi paso por la iglesia católica no fue en balde, aquellos años generaron en mi cierto olfato para detectar espacios de control, de dogma, cada que me encuentro en lugares donde la jerarquización es lo más importante, donde la estructura se divide de manera vertical, donde quien coordina es el amo y señor de la verdad por lo que quién está debajo sólo debe obedecer, acatar, a sabiendas de que quien decide es una persona preparada, capaz e inteligente, tan inteligente que yo no necesito tener mi propio criterio y opinión, ¿para qué? ya lo dijo el señor obispo y si él lo dice, así debe de ser.
Sin cuestionamientos. No sólo soy bueno detectándolos, que no es cosa difícil, si no que aquellos años lograron que cuando me encuentro en esos espacios, me sobreviene una sensación muy peculiar que me provoca ganas de salir corriendo al cabaret más cercano, ponerme tacones y bailar al ritmo del can can.
Entré al teatro por la puerta chica: haciendo pastorelas. El paso natural para alguien con tanta formación católica como yo, y me encontré con un maestro y director, que a ratos era una persona amorosa y a ratos se dedicaba a destruir la confianza y poca autoestima de sus alumnos, alguien con quién no se podía dialogar, él era el sacerdote de aquella capilla teatral, el interpretaba los designios de Dios y sólo él podía acercarnos a la verdad. El cambio fue -ahora lo sé- natural, y hasta un poco obvio, venía de haber vivido en un espacio en donde la obediencia es una de las cualidades mejor valoradas. “Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8)
Entendí perfectamente la figura del señor Director, y como mi papel -aunque pequeño- era esencial en el desarrollo de la sagrada eucaristía teatral. Había pasado, sin proponérmelo de una estructura a la otra, cumpliendo papeles bastante similares, y sometiéndome a los designios de un Dios, por otro, de un obispo por otro, de un sacerdote por otro. No juzgo esta parte, después de todo como dice la maestra Nora Huerta: “todxs buscamos ser parte del rito, porque el rito nos identifica, nos ayuda a crear colectividad”. En mi juventud e inexperiencia soporté infinidad de desplantes de aquel sacerdote teatral, quien en su minúscula capilla, daba las homilías más violentas que mi persona había escuchado, yo era responsable de que las misas teatrales funcionaran a la perfección, sin paga, dicho sea de paso. Era su acólito.
Me encontré entonces con un texto de Mario Cantú, “El hombre sin adjetivos” y me pareció el texto más subversivo que yo había leído a mis dieciocho años. Pero yo, siendo la pedera que siempre he sido, sabía que el señor sacerdote teatral no iba a montar semejante texto, lleno de improperios y blasfemias, con tres personajes que parecían salidos de un sitcom gringa, “no, no, no, no, ¡sobre mi cadáver!, montemos mejor las mejores obras cortas de Carballido” seguramente me diría y yo no estaba dispuesto a dejar pasar aquella joya, convencí a mi mejor amiga -y a su novio- de hacer nuestra propia compañía, una dónde no le tendríamos que pedir opinión al señor sacerdote, ni darle explicaciones a nadie. Tuvimos una temporada medianamente exitosa, un par o dos de señoras copetonas se salieron a la mitad de la función, y yo portaba esos desplantes como medallas al mérito; actuaba un texto que me encantaba, con mis amigos y sin tener que explicarle nada a nadie. Comencé a pensar que aquello era lo más parecido, que yo conociese, a la vida profesional de un actor.
Pero como con nada estoy a gusto -dijera mi santa madre- decidí que era momento de irme a la gran ciudá a probar suerte, había escuchado hablar muy mal de la facultad de Xalapa por uno de sus docentes y para ese entonces yo ya estaba muy decepcionado del nivel educativo de la Universidad Veracruzana en general. Al llegar a la Ciudad de México me encontré de frente con el CUT, la ENAT y Filos, escuelas de las que jamás había escuchado hablar en mi provinciana vida, vi todo el teatro que pude, vi teatro que me parecía fantástico, el nivel era otro, esta era gente que se dedicaba al teatro y de eso vivía. Pero no sabía que estaba a punto de conocer a los más grandes sacerdotes teatrales, a obispos, cardenales y por supuesto al arzobispo primado de méxico de la teatralidad, alguien que dirigía la cúpula más importante de los designios del Dios del teatro.
Llegué a vivir con dos amigas que estudiaban en la Casa del Teatro, y empecé a adentrarme en el movimiento teatral de la ciudad, poco a poco conocí a los dramaturgos, directores, escenógrafos y teatristas en general que integraban esta institución, y entre más entendía la realidad del teatro mexicano más reconocía mi olfato la presencia estructural hegemónica, similar a la de la iglesia a la que dediqué tanto tiempo. Reconocía la similitud en personajes y discursos; donde las jerarquías predominaban: los sagrados textos dramatúrgicos, la sagradas tablas-escenario/altar, la función/evangelización debe continuar a toda costa, la omnipresencia del director, todo para que la verdad predomine. “El que tenga oídos, que oiga” (Mateo 13:9).
También veía como las escuelas de teatro forman predicadores del teatro y como nos compramos la idea de que el teatro iba a cambiar al mundo, en el mejor de los casos iba a salvar a la audiencia del oscurantismo, de la ignominia, brindaría (al público) la luz, los salvaría de no haber visto nunca teatro, de no haber experimentado por lo menos una vez en su vida ese maravilloso encuentro con la experiencia teatral, que era -en el mejor de los casos- algo prácticamente religioso. Bienaventurados los que nunca han visto teatro, pues a ellos les llegará la obra del señor. “Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mateo 5:12)
Por azares del destino –misteriosos son los caminos del señor– conocí el cabaret, me fui a lo más blasfemo de lo blasfemo, con los parientes pobres de los parientes pobres, y aunque durante mi adolescencia conocí a Jesusa Rodríguez y a Liliana Felipe, quienes en 2007 ya andaban rondando en el incipiente YouTube, no tenía claro qué era aquello del cabaret. “Son una parateatralidad bastante interesante, falta de rigor, pero comprometida con otras causas -me dijo una amiga que estudiaba en Casa del Teatro- Las Reinas Chulas son dueñas de un changarro aquí a unas cuadras” culminó. Fui a ese changarro que me quedaba a unas cuadras y para mi sorpresa me encontré a Conchi León dando función de Las Puruxonas de Dzemul, en lo que años después supe fue el noveno Festival Internacional de Cabaret; me quedé pues había conocido a Conchi unos meses antes en el Joven Dramaturgia en Querétaro, dónde juntas vimos Cuerdas, una obra escrita por Bárbara Colio, dirigida por Richard Viqueira y con Felipe Cervera, Artús Chávez, Álvaro Flores y el mismo Viqueira como elenco. No encontré a ninguna de Las Reinas, pero descubrí que al costado de su changarro de perdición se encontraba una capilla, literalmente una capilla dedicada al teatro. Ya para ese entonces no me sorprendió descubrir la figura católica entrelazada en con el teatro.
Unos meses después me enteré de la creación de un centro de formación llamado la UVA (Unidad de Vinculación Artística), en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. La coordinación educativa estaba a cargo de Felipe Cervera. Artús Chávez, Richard Viqueira y Bárbara Colio, entre otros, integrarían la planta de docentes. Los había visto triunfar en Cuerdas y quería ser alumno de todes. Así que me inscribí a todos los talleres que pude. Sin saberlo comencé dos procesos educativos que serían claves en mi desarrollo como creador, uno con Artús y otro con Richard los dos procesos educativos más distintos del mundo, uno me hacía muy feliz, me iluminaba, mientras el otro me invitaba a escarbar las partes más oscuras de mi persona, todo en nombre del teatro. Recuerdo que aquel proceso fue muy duro, no sólo para mi, conocí ahí a compañeras y compañeros que confesaron experiencias de vida que ahora sé no cualquiera confiesa en una clase. Aún cuando fue un proceso duro, habían comenzado a salir cosas interesantes, éramos un grupo de jóvenes (muy jóvenes) creadores quienes estaban entregando partes claves de su personalidad, de su proceso de vida, con la finalidad de integrar y realizar este proyecto guiado por uno de los sacerdotes del teatro.
Por supuesto, como suele suceder, un día el señor sacerdote se desvaneció en el aire, dejado incompleto un proceso que involucraba a muchas personas de maneras muy profundas. Esto es de lo que nadie habla, una estructura hegemónica, en donde todo se pone en manos del señor sacerdote, la confianza ciega de un proceso en alguien que un día de buenas a primeras puede entorpecer, violentar, sacudir y en el mejor de los casos: desaparecer. Y aun cuando este no es el caso más grave y atípico de los procesos teatrales, no hemos sido capaces como comunidad de proteger estos espacios, estos procesos. Somos nosotros quienes damos autoridad ciega -como la fe- a individuos e instituciones para velar procesos muy delicados, y dejamos a su suerte a personas que tienen el deseo de pertenecer a esta comunidad, de transformar su realidad a través del arte, del arte teatral.
El cabaret tampoco se escapa del dogma, y ¿cómo podría? si algunos de quienes ahora son les maestres/sacerdotes cabareteres también fueron alumnes de los obispos del teatro, es lógico pues muchas cosas se aprenden con el ejemplo y no con el discurso, y aún cuando el discurso sea uno, el dogma puede ser otro.
No estoy con ello condenando al Teatro, ni al Cabaret, simplemente me parece que hay que ser excesivamente vigilantes de los procesos que la componen. La religión (católica, que es la que conozco) no admite crítica, todo es por designio divino, todo es un misterio religioso, todo es la obra misteriosa de la mano del señor. El teatro no debería ser eso, no debería buscar sacralizar procesos, espacios, instituciones y mucho menos individuos.
Convertir el teatro en un dogma, en algo sagrado e incuestionable, pensar que el teatro debe estar por encima de todo nos pone en riesgo de convertirnos en algo muy parecido a una religión, a una religión arcaica y rancia, y con ello habilitar los espacios para que se instalen y perpetúen toda clase de vicios, toda clase de depredadores en sotana teatral, que cometan todo tipo de delitos en pos de la experimentación y la búsqueda de la verdad del teatro. Si de verdad estamos en la exploración de ser una comunidad, debemos ser responsables de todo lo malo, como de lo bueno, que pasa dentro de nuestros círculos. “Todo árbol que no da buen fruto se corta y se echa al fuego. De modo que ustedes los reconocerán por sus acciones” (Mateo 7:19-20)
Debemos ser vigilantes de nuestro quehacer y de nuestra comunidad, así como críticos de las situaciones y espacios que la componen. Ya no podemos continuar sin ser críticos de nosotres mismes. No podemos hacernos de la vista gorda cuando vemos actos de infinita violencia ocurriendo en nuestros centros de formación, no podemos ser testigos silenciosos de vejaciones que ocurren en procesos a puerta cerrada y que más tarde se comparten en pasillos, conversaciones y trasnoches; no podemos ser distantes y ajenos a espacios de diálogo y reflexión que parten del cuestionamiento de lo establecido. El cabaret ha reforzado mi concepción de la crítica, algo que se había cimentado varios años atrás gracias a leer a Noam Chomsky mientras estudiaba periodismo en Veracruz: “I wasn’t aware of any other option but to question everything” decía don Chomsky.
Celebro que existan espacios como Aplaudir de Pie, que expresan cotidianamente que la crítica no significa confrontación, ni falta de respeto, ni disrupción ciega de lo construido, la crítica no es ciega, ni busca necesariamente romper una estructura, si no abrir diálogos, una “critica constructiva” busca en el mejor de los casos imponer otra verdad, cuando una crítica sólo debería buscar lanzar una pregunta al aire e intentar abrir un espacio en donde existan cientos de opiniones, donde podamos dialogar y dónde más de dos verdades pueden convivir, y no cancelarse.
Porque ¿Cómo nos reconocemos si no es en el/la otre? ¿Cómo podemos prevenir la violación a la integridad, y de los procesos de jóvenes en la búsqueda de integrar nuestra comunidad? ¿Cómo nos aseguramos de crear espacios seguros para la experimentación sin la presencia de depredadores sexuales? ¿En quién puedo confiar si no es en mis pares para poder reflexionar sobre nuestro quehacer y nuestra cotidianidad? ¿Cómo puedo entender a mis maestres si no es cuestionándoles? ¿Cómo nos aseguramos de no repetir errores de instituciones arcaicas que se erigen alejando de sí mismas la crítica y la reflexión de quienes la integran? ¿De qué otra forma podemos crear comunidad si no es cuestionandonos les unes a les otres?