Todo comienza en un set de filmación. Un director excéntrico ha decidido llevar la historia de su vida a la pantalla grande. El espectador es invitado a seguir el proceso de creación de la película desde la selección del elenco hasta el estreno de la misma. La obra de Diego Beares contiene un discurso sobre la industria del entretenimiento, al que se percibe durante el desarrollo de la historia como un medio frívolo, superficial y hostil en el que reina la vanidad y en el que sólo tiene cabida la gente sin escrúpulos, aquella que se maneja bajo los valores comerciales en lugar de éticos y morales, personas dispuestas a negociar con su cuerpo a cambio de que su nombre sea colocado en la cartelera (esta ficción, por cierto no está alejada de la realidad).
Todas las características negativas del mundo del espectáculo en el que se prescinde del talento para ceder el lugar al glamour, están presentes en el personaje protagónico de la obra, “Tomás” -interpretado por el propio Beares- el director que ha construido su biografía a base de mentiras con tal de dar una imagen más conveniente de sí mismo. Él quiere ser percibido como alguien que ha llegado a la fama como si su destino estuviera predestinado a ello, debido a su inigualable visión artística y a su personalidad deslumbrante. Omitiendo que ese “ascenso” hacia el éxito ha sido realmente gracias a la explotación y maltrato que ha ejercido con todo aquel que ha formado parte de su vida. El poder despótico cercano a la inhumanidad, es su característica más acusada. Es en fin una persona ruin que no busca más que su propio beneficio, alguien vacío que desconoce y desprecia el cariño sincero.
Precisamente a diferencia de otros montajes de Beares (Tenis y Alaska) donde el caos narrativo aparente se dirige a un camino preciso, en Ego, esta historia carente de tensiones y profundidad, estructurada a partir de la concatenación de ocurrencias y sin sentidos dramáticos, el motivo del caos es hacer lucir al personaje principal, encarnación de “la perra” un arquetipo fundamental de la cultura gay. La perra, una figura idealmente descorazonada, manipuladora ejerce un extraño poder de seducción, que le facilita la obtención de todo lo que se propone, que es esencialmente alcanzar una posición social privilegiada que le permita ostentar sus bienes materiales y contar con un grupo de aduladores obedientes, que admiran su desfachatez y su lenguaje y conducta políticamente incorrectos.
“La perra” es la villana sensual, una diva que obtiene todo lo que quiere. Es ella la que todos quisiéramos ser. Reconocemos a “la perra” por doquier, forma parte de la cultura pop. Es Miranda Priestly de The Devil Wears Prada, Regina George de Mean Girls, es también Maleficent, Samantha Jones de Sex and the City, es Soraya Montenegro de María la del Barrio, “Mane” de Acapulco Shore, “Mónica” de El señor de los cielos, es Teresa, en teatro la encontramos todo el tiempo en el Cabaret de Tito Vasconcelos, en algunos montajes de Las Reinas Chulas, es la madre interpretada por Francisco Granados en Orégano y por supuesto la “perra” sublime y suprema que fue María Félix.
El personaje de “Tomás” se ha construido como si se tratase de una de ellas. La constancia de esta figura arquetípica y su interpretación en este montaje resulta valiosa para el crítico y bastante cómica para el espectador en la versión que presenta “Ego” de la zorra materialista cuyo máximo sueño es la fama y la obtención de favores sexuales por parte de jóvenes atractivos a cambio de un lugar en una película. “Tomás” es el emperador de un reino de mentiras que promete ser un éxito en taquilla, el protagónico de “Ego” una perra sin la cual no funcionaría como lo hace la industria del entretenimiento. No es de extrañar que en ninguna escena le veamos la cara (aparece siempre de espaldas frente al público), para que podamos identificarlo con el “Tomás” más cercano en nuestra vida.