Quienes salimos de casa para no volver más esperamos dejar en los que se quedan recuerdos que brillen cada noche cuando cierren los ojos. Queremos que piensen en nosotros y esbocen una pequeña o qué mejor una gran sonrisa. Quisiéramos dejar nuestro amor palpable por todas partes, besos entre las sábanas, abrazos por los rincones, quisiéramos también que nuestra ausencia doliera un poco, tener la certeza de que seremos inolvidables.
Para emprender el eterno viaje no podemos llevar demasiado en las maletas, acaso un puñado de canciones, porque la música viaja ligera y no hay algo que contenga mejor nuestras emociones, no hay algo que mejor las comprenda. Una melodía nos regresa de manera instantánea a aquel lugar que nos hizo felices, nos hace pensar en la gente que nos significa, nos cambia el ánimo o lo profundiza, abre viejas heridas y nos consuela. Mayormente la música sirve para momentos de añoranza. Para extrañar profundamente. Suspirar y dejar ir.
Avanzamos. Somos todos migrantes, como Angélique, quien nos cuenta que ha llegado a la Ciudad de México desde Francia. Ha llegado en la década de los sesenta. En un puerto se ha despedido para siempre de su madre, ha embarcado simplemente para irse sin buscar algo en particular. Se ha ido de casa para recuperar la capacidad de sorprenderse a cada paso en un lugar que desconoce, con una cultura ajena. Ha decidido ser una extraña. Y ha querido dejar un amor tranquilo para lanzarse hacia otros inciertos. Asegura que después de ella los hombres se vuelven guapos.
Angélique goza tanto como sufre su partida. Su peregrinar infinito. Su color de piel la expone a ser vista con la admiración que supone lo distinto, pero también con el temor que explica la intolerancia. A ser señalada por ser más oscura, como si esto en verdad marcara una diferencia. Sabe que está a la mitad de dos mundos, el que era y el que es, su lugar de origen y la ciudad donde quiere estar. Ella misma es distinta todo el tiempo, se reinventa para seguir su camino. No le da miedo decir adiós. Nos canta su historia. Nos baila. Nos cuenta chistes. Nos entretiene. Tenemos el placer de conocerla en una función de cabaret. Descubrimos en ella a una amante del placer que como tal no desconoce el hecho de que la vida es constantemente un instante irrepetible. Hoy hay. Mañana, quién sabe. Cuando sabemos que algo se va acabar disfrutamos más los últimos minutos.
Es una mujer que no se arrepiente de nada. Pertenece a la secta de los traviesos. Nos dice que es una pecadora con experiencia. En ella habita la alegría de vivir que no se apaga ya ni con el desamor, ni con el racismo que sufre en todas partes. Sabe que hay gente que tiene más prejuicios que verdades y sigue cantando para que caigamos en su hechizo, para que creamos todo lo que nos dice aunque nos advierta toda la noche que mentir es algo que le gusta y que le sale muy bien. Es una mujer coqueta que tiene dividido el corazón y comparte con música las dos partes. Angélique es una obra perfecta para los que andamos de un lado a otro para sufrir por lo que se ha dejado, para soñar lo que no se tiene. Para los que aún escribimos cartas. Para los que estamos a la mitad. Para los que no podemos acostumbrarnos. Para los que la vida es siempre ir más allá. Siempre hacia otro lado. Para los que amamos todas las noches como si fuera la última.