Ha llegado el año 2030, Hillary Clinton ha llegado a la presidencia de los Estados Unidos y ha puesto en marcha el “Plan Ártico”, un proyecto para poblar Alaska, para lo cual convoca a las familias de mexicanos inmigrantes a que envíen una solicitud para poder ser seleccionados. El montaje escrito y dirigido por Diego Beares comienza con una propuesta atrevida, característica que irá en aumento en el transcurso de la obra, hasta el punto en que la tensión es tan fuerte que el espectador termina por angustiarse.
Una de las familias elegidas para la población del ártico es una familia que hasta ese momento residía en Acapulco. El cambio de climas extremos (de uno de los sitios más calurosos de México hasta uno de los sitios más fríos del globo terrestre) será significativo cuando veamos que se traduce al clima emocional de los personajes principales: los dos hermanos, “Rómulo” y “Remo”, hijos de un matrimonio disfuncional (de madre ausente, sustituida por una atractiva mujer y un padre sumamente irresponsable) que mantienen una relación amorosa a la vista de su padre.
Más que la homosexualidad de los hermanos –que sin duda alguna colabora bastante en la generación de tensión dramática-, la relación incestuosa es la que se torna realmente peligrosa; entre Rómulo y Remo, resulta bastante clara la dinámica de poder que se ha establecido desde que en su temprana juventud comenzaron sus escarceos libidinales. La dominación y sumisión alcanza muchas veces al sadomasoquismo (tanto sexual, remarcado por los roles sexuales, como en el plano cotidiano, donde la debilidad de uno fomenta y soporta los abusos del otro).
El dispositivo escénico que soporta el elenco en bastante sencillo (debido a las propias posibilidades técnicas del Cine Tonalá, espacio donde tiene lugar esta primera temporada): una pantalla, una mesa con sillas donde ocurren las reuniones familiares, especialmente la hora de la comida y una escalera en la que el narrador, que hará las veces de anfitrión, utilizara para agilizar su discurso en el punto álgido de la trama. En este punto, conviene decir que, por lo menos en la función que presenciamos, este personaje interpretado por Mauro Navarro Sánchez, es quien en todas sus apariciones mantiene la atención del espectador al máximo nivel.
El elemento fundamental del montaje es la sexualidad entre los hermanos, esta pulsión anormal que los atraviesa, esa pasión que siente el uno por el otro sin importar el estrecho vínculo que tienen por compartir la misma sangre. Vemos sus cuerpos estremecerse de placer unas cuantas veces en escena. Estos pasajes eróticos aumentan la sensación de que aquello “no está bien” al mismo tiempo que resultan excitantes. Se compone así un “teatro-fetiche” capaz de atraer y repeler a quien observa.
Sexo. Drama. Poder. La vida “normal” se resquebraja indiscretamente. El deseo es doloroso y a veces, es imposible escapar de él. Nos dejamos llevar y sufrimos las consecuencias. Habrá sangre. Uno de los hermanos no soportará que su amante se aleje de él para estar con otro hombre. Ganarán los celos. Se forzará la fidelidad. El ambiente general del montaje, así como en desenlace que evidentemente no revelaremos acá es siniestro. La obra de Beares nos ha dejado un dolor en el pecho.
¿Qué hubiera pasado si esta familia se hubiera quedado en Acapulco?