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Reflexiones

Reflexiones

Algunas recomendaciones para que los teatreros se relacionen con el trabajo de otros teatreros

por Ricardo Ruiz Lezama 21 septiembre, 2018

Cursaba estudios en Argentina y un día un conocido me preguntó si sabía quién era X (llamado/a así para mantener su anonimato. Hay cada nombre y cada nombre artístico que por si las dudas mejor lo aclaro, no vaya a ser que exista alguien llamado o que se haga llamar X, que se dedique al teatro y se sienta aludido.)

Resulta que X le había dado una retroalimentación a mi conocido sobre una dramaturgia de una forma en la que nunca antes nadie lo había hecho en todos sus años de formación en múltiples talleres de creación literaria, utilizando adjetivos peyorativos, y aderezando su participación con frases tipo: “si me cobraran por ver algo así me sentiría ofendido” o “es un insulto hacernos perder el tiempo leyendo estas vacuidades”. Le pregunté a mi conocido por qué suponía que yo podía conocer a tal persona y me respondió que X era mexicano. Como disculpándome le dije que no todos los mexicanos éramos así, pero pasando el tiempo me descubrí reconociendo ante mí mismo que en México y en el teatro son muchas más personas las que tienden a ser de este modo que las que no.

Hablándolo con un conocido me decía que pensaba que esto no era privativo de los mexicanos, sino que se trataba de la esencia del ser humano. Pero yo reniego de cualquier justificación esencialista, como postura política no creo en un ser esencial, sino en construcciones sociopolíticas, y en este caso considero que uno de los factores fundamentales de la violencia contra el trabajo de otros teatreros se debe a la violencia ejercida en la formación de los teatreros mexicanos. Ya en otras ocasiones he hablado de las vejaciones y violencias simbólicas que reciben los estudiantes de teatro en las escuelas por parte de los maestros, pero no sé si había mencionado a los docentes como facilitadores de dinámicas nocivas entre los alumnos. En mi experiencia basta una anécdota para ejemplificarlo, pero seguro quien lea esto si estudió teatro tendrá múltiples ejemplos.

En una materia, al final de la presentación de los ejercicios los compañeros que habíamos visto teníamos que decir nuestras opiniones, esto con el objetivo de ejercitarnos en el ejercicio crítico de nuestra profesión. En una ocasión yo me mostré entusiasta con un resultado y el docente no paró de cuestionarme hasta que hablé mal del ejercicio de los compañeros, felicitándome y agregando la frase: “ya ves como si puedes ver”. Aquí entendí dos cosas, que saber ver el trabajo de mis colegas era encontrarle defectos y que no podía mostrarme emocionado. Esto solo fue el principio hasta que de pronto pareció que cada grupo se convirtió en bandos, como los Montesco y los Capuleto, pero con números, los del uno, los del tres, dependiendo el grupo al que pertenecieran. Y dentro de cada grupo también había bandos de tal forma que la percepción que tengo en mi generación era que todos hablaban mal del trabajo de todos. Ya ni qué decir de la violencia contra otras escuelas, vertida en forma de comentarios despectivos o bromas hirientes.

De este modo y en mi experiencia, nutrida por las pláticas con varios compañeros que tienen la misma percepción es que descubro que estas prácticas nocivas no eran una mera apreciación subjetiva y que tampoco eran exclusivas de mi institución. Con sus excepciones me atrevería a decir que a los teatreros en México se les forma a partir del desprecio por el trabajo de los otros para autoafirmarse. Como todo esto me parece muy triste es que decido hacer esta breve lista de recomendaciones -que yo mismo he puesto en práctica para curarme el veneno y las heridas emocionales generadas en mi formación- para volvernos una comunidad menos competitiva y más colaborativa, menos violenta y más creativa, porque estoy convencido que la verdadera creatividad, y la que merece la pena, solo puede darse en un entorno respetuoso.

1.- El otro no es mi competencia

Como cada persona es única, el artista no es la excepción. Nadie puede ser mejor o peor que uno porque solo yo puedo ser yo.

2.- Emociónate por lo que hace el otro

Recuerdo que me contaron de una docente que mandó a sus alumnos al teatro y en una sesión hablaron sobre la obra que vieron. Todos los estudiantes empezaron a hablar mal de la obra y la docente los vio, entre sorprendida y molesta, y les dijo: “a ustedes no les gusta el teatro, ¿verdad?” Si perdemos nuestra capacidad de emocionarnos, perderemos una de nuestras principales herramientas de creación. Esto no significa que todo nos tenga que gustar, pero ¿realmente nada te gusta? ¿Nada vale la pena más que tu trabajo y el de tus amigos?

3.- Cada obra es distinta

Peter Brook cuenta en uno de sus libros que hay distintos tipos de actores, lo que cantan, los que tienen un gran manejo corporal, los que se transforman, los que crean mundos solo con las palabras; del mismo modo reconoce y aprecia cada experiencia en su propia ley.

4.- No impongas tu visión

No todo el teatro tiene que ser de un modo. Si quieres enriquecer a tus colegas con tus comentarios entiende que cada creador tiene una búsqueda, así que trata de compartir tus opiniones entendiendo esto último.

5.- Nadie busca hacer obras malas

El teatro es incontrolable, pero nadie se propone hacer una obra mala. No seas tan duro con tus colegas, eso déjaselo a la crítica, tú recuerda las veces que has buscado y no has encontrado y no por eso merecías desprecio o burlas. Si quieres ayudar brinda una opinión sincera y respetuosa, aunque también recuerda que muy pocas opiniones no pedidas son bien recibidas.

6.- El otro no está ahí para complacerte

Cada obra tiene un interlocutor ideal y en muchos casos es posible que no coincidas con esa hipótesis de recepción. Que una obra no sea para ti no significa que no valga la pena. Respeta la recepción de quienes sí están siendo interpelados, durante la función y al final de esta.

7.- Aprende a reconocer las diversas poéticas 

¡Viva la diversidad! Viva el teatro posdramático, el teatro clásico, el teatro de living, el teatro realista, fársico, cómico, musical, viva el teatro cabaret, el clown, el performático, el narrado, viva el teatro para sordos, para ciegos, para bebés, niños, adolescentes y mascotas,  vivan los títeres, las máscaras, las sombras, el teatro de papel, el teatro comunitario, penitenciario y el teatro foro… sin excepción vivan todas las expresiones teatrales habidas y por haber. Reconocer el valor en cada posibilidad del teatro enriquecerá tu experiencia y te llevará a sensaciones y reflexiones insospechadas, además de que te hará dejar de ser despectivo porque en el teatro hay muchas más cosas que celebrar que las que hay por despreciar.

Foto: @DaríoCastroPH

Reflexiones

Los examenes de actuación

por Aplaudir de Pie 10 septiembre, 2018

Se habla de teatro cabaret, de comedia, de tragedia, de teatro para niños, pero nadie habla de la clasificación genérica que suponen los exámenes de las escuelas de teatro.
Hace algunos años, en una reunión familiar, se me informó que cierta sobrina mía tenía la intención de estudiar actuación, de manera que su madre juzgó prudente encomendarme la tarea de llevarla a ver una que otra obra para que “se cultivara”. Al año siguiente, cuando la susodicha sobrina pasó todas las pruebas de su escuela predilecta y quedó inscrita, me convertí en su espectador de cabecera. Así pude conocer el proceso de los actores desde sus tiernos años de escuela, cosa que, si bien me hizo más comprensivo, no me volvió transigente.

En el primer año me tocó ver el examen de canto. Los exámenes de canto son bastante disfrutables, los recomiendo ampliamente si es que un día se les presenta la oportunidad. Recuerdo que le llevé una flor a mi sobrina y luego nos fuimos a cenar. Entre rebanada y rebanada de pizza, mi hermana no dejaba de repetir que qué bonito cantaba su hija y que, por el contrario, qué mal lo hacía el muchacho huesudo de las cejotas. En el segundo año la cosa se puso un poquito más complicada. Y es que el segundo año de una escuela de teatro supone que el alumno tiene la capacidad de desarrollar una escena de diez o quince minutos, no más, y que encima debe trabajar la misma que el resto de sus compañeros. Esto para los alumnos seguramente significa un proceso riquísimo en el que pueden explorar y contrastar sus percepciones sobre un mismo personaje, pero para quienes asistimos al dichoso examen significa que nos vamos a chutar siete Noras y siete Torvaldos diciendo exactamente lo mismo.

Luego de dos horas de ver un loop de Casa de Muñecas , cuando uno bien podría subirse a improvisar y decir el texto más o menos íntegro, el examen termina y hay que aplaudirle a rabiar a la sobrina con la incómoda sospecha de que quizá ni vaya a ser buena actriz, que habrá que tener un plan B por si las dudas. Pero que no nos engañe ese segundo año, que es probablemente el momento más difícil y más amorfo en el desarrollo de un hacedor teatral. Para el tercer año aquello ya tuvo más apariencia de teatro que de gif y me tocó ver a mi sobrina en unas Preciosas Ridículas bastante divertidas, donde aplaudí sinceramente y donde mi hermana tuvo que reconocer que el huesudo de las cejotas era muy buen actor.
Quedaba el examen final. Hasta aquí los exámenes habían sido de una sola presentación, pero el último año significaba tener una temporada como Dioniso manda. Para quienes jamás hayan ido a un examen final, les explico la dinámica: la escuela convoca a un hacedor teatral con trayectoria para que dirija un montaje donde se demuestre que, tras cuatro años de usar pants, esos muchachos están listos para presentarse en cualquier teatro como profesionales. Al hacedor consagrado le toca orquestar una obra donde quince
jóvenes puedan brillar más o menos con la misma intensidad, porque tampoco se trata de usar como tramoya a los menos agraciados.

Al final, de cualquier modo, será inevitable que uno de esos quince muchachos tenga una participación más breve y que eso, ciertamente, se compense con entrar a mover la escenografía media docena de veces. Tener una sobrina estudiando teatro no solo me acercó a su examen final, sino que además, a lo largo de cuatro años me llevó a ver los de otras generaciones y otras escuelas. Vi Reyes Lear de 22 años, obras corales y fragmentadas con temas como la violencia o las nuevas tecnologías, montajes con dos elencos que se alternaban y un montón de soluciones más para darles su pedazo de escenario a esos nuevos habitantes. En mi experiencia como espectador de exámenes, puedo decir que a veces el
resultado es impresionante y uno puede pasar por alto el hecho de que son estudiantes y regresar una segunda vez, ya no por ver a la sobrina, sino por la obra en sí. Otros casos son menos afortunados, es verdad, pero ya hemos dicho que una obra siempre puede salir bien o salir mal, independientemente de si se trata de gente que no ha salido de la escuela o de gente que egresó hace 25 años.

Una vez que mi sobrina fue flamante egresada, dejé de ir a exámenes. Ahora solamente voy cuando me llega el rumor de que hay uno muy bueno, pero por lo general no los acostumbro. Son un género en sí y ese género tiene su público muy particular y sobre todo, para fortuna de los estudiantes, muy abundante. Meses después mi sobrina participó en su primer montaje profesional y me invitó al estreno. Me advirtió que salía solamente en tres escenas, pero no me importó y le llevé una flor idéntica a la que le llevé en su examen de canto de primer año. Ella se dio cuenta del detalle y se conmovió profundamente. A mí me emocionó darme cuenta de que, a partir de entonces, más allá de mi relación con el Señor Teatro, tenía otra con una actriz en particular. Hasta la fecha voy a todos sus estrenos y a todos sus cierres de temporada. Aunque al inicio pudo ser difícil asistir a sus ejercicios y a los de sus compañeros, el espectador de exámenes de teatro sabe que está invirtiendo en un hacedor en particular, y que este, si bien está demasiado hipnotizado en su proceso, también lleva la cuenta de las veces que lo hemos ido a ver, puede hablar con nosotros de su aprendizaje con una libertad que no le da cualquiera y nos aprecia por ello. La manera que estos hacedores tienen de agradecernos nuestra presencia en su camino es hablarnos por teléfono para invitarnos a su siguiente estreno. No te engañes, amigo espectador: ese hacedor al que has seguido desde la escuela no te invita por la vanidad de ver el teatro lleno, y aunque veas cómo con el paso de los años cada vez te pregunta menos tu opinión y, por el contrario, parece más interesado en el colega Fulanito que lo fue a ver, lo cierto es que te invita porque le hace muy feliz que sigas ahí, que lo acompañes y que lo observes mientras camina por el espacio vacío.

 

Augusto Blanco

Reflexiones

No todos quieren ser felices

por Aplaudir de Pie 20 agosto, 2018

Quiero que en este punto hagamos un ejercicio y que los lectores se pregunten si les gustan las siguientes cosas:
a) Los tacos de tripa
b) Los cursos de coaching
c) El box
d) La tauromaquia
e) Los libros de Murakami
f) Las pasas, los gatos
g) El reguetón
h) El helado de chicle
i) Las películas de Tarantino
j) El pozole

Difícilmente a un solo lector le gustarán todas estas cosas. Por supuesto que Murakami soñaría con estar en todos los libreros y que a la señora que vende tacos le encantaría que a todos nos gustara la tripa, pero eso lamentablemente no es posible. No a todos nos puede gustar todo por mucho que a algunos nos parezca inadmisible que alguien no sea feliz con un buen plato de pozole enfrente. Hay gente a la que no le gusta el pozole y hay gente a la que no le gusta el teatro. Es algo con lo que ustedes, queridos hacedores, tienen que aprender a vivir.  Por mucho que les conste el beneficio que el teatro causa a las almas humanas, el disfrutarlo no es una obligación biológica. Ustedes pueden llevar a rastras a alguien que jure odiar el teatro, sentarlo a la fuerza en la butaca para que vea esa obra que le gusta a todo el mundo, y comprobar que una vez ahí reirá como cualquiera y será feliz como cualquiera. Quizá esa persona deje de jurar tan categóricamente su desprecio, pero de eso a que se vuelva un espectador recurrente hay un mar de distancia. Y ustedes no son Moisés.

Su amigo,

Augusto Blanco

Reflexiones

Te vamos a extrañar. Carta a una artista

por Aplaudir de Pie 25 julio, 2018

Querida artista,

Sabes cómo nos maravilló tu arte desde la primera vez que te vimos, algo similar a aquello que llaman amor a primera vista ocurre cuando una crítica está en presencia de una creadora que logra volvernos espectadores inocentes otra vez, es decir que anula prejuicios y preceptos haciendo que nos abandonemos a la experiencia como si  del fenómeno teatral solo conociéramos la contemplación conmocionada. 

Sabes que nos deshicimos en elogios porque creíamos en cada palabra que dijimos en relación con tu trabajo. No te conocíamos, no te cobramos por nuestro escrito, no queríamos quedar bien -no había razón para ello-, solamente queríamos dar cuenta fiel de la experiencia extraordinaria que nos hiciste vivir. Y a veces, cuando la magia sucede, no queda más que valorar la experiencia e intentar que las palabras estén al nivel de lo visto, aspirando kantianamente a hacer un texto crítico que devenga en arte, pues solo en ese nivel se puede dialogar con aquellas manifestaciones artísticas fascinantes. Tal vez por eso nuestras apreciaciones se vieron traducidas en palabras bellas. Así las adjetivaste. 

Te gustó lo que dijimos, pero nos aseguraste que fundamentalmente admirabas nuestro espíritu crítico siempre en busca de llevar nuestras reflexiones lo más lejos y profundo que podemos. Dijiste valorar y agradecer nuestra honestidad pues afirmabas estar harta de las palabras huecas de tanto periodista cultural que solo sabe decir «excelente» «maravillosa» «imperdible». Y te creímos. 

Por eso fuimos tan honestos en nuestra relación artista-crítica, no sólo por nuestros principios, además lo hicimos porque pensamos que podíamos generar diálogo contigo, pero llegó el día que tuvimos desacuerdos. Te dijimos con la mejor intención nuestras apreciaciones sobre otro trabajo tuyo y te molestaste. Los que nos conocen saben que nuestro interés siempre es generar pensamiento, nunca destrozar los trabajos de los creadores. Entendemos el amor que le imprimen y lo valoramos, pero hay cosas que tienen que decirse para no quedarnos en la superficie, y te lo dijimos, de la mejor manera que encontramos, pero no fue suficiente para que no lo consideraras una agresión. Si querías que dijéramos «excelente» «maravillosa» «imperdible» nos hubieras explicado desde el principio las reglas del juego y te hubieras ahorrado el discurso de que te interesaba nuestra opinión sincera. Por nuestra parte nos hubiéramos negado a representar tales roles, eso es deshonesto y nosotros nos debemos a todos nuestros seguidores que creen en nosotros. De haber sido claros desde el principio, todo hubiera sido más genuino entre nosotros, aunque más breve.  

Es una lástima que nuestro diálogo haya terminado así, tajantemente, y que incluso no te interese ya saber nuestra opinión sobre nada más y omitas las menciones que seguimos haciendo a tu trabajo. Lo dejaste claro, no te interesa nada que tengamos que decir. 

Querida artista, extrañaremos nuestro diálogo contigo, aunque solo haya sido una ilusión. 

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La “narraturgia” o el culto a la forma

por Aplaudir de Pie 25 julio, 2018

Esta reflexión está acotada a un lector muy específico: el teatral. Y dentro del teatral a los que se preguntan sobre la dramaturgia, sobre por qué y cómo escribimos. El objetivo de este escrito no es continuar ninguna polémica, ni responder a nadie en específico. La escribo pensando en mi generación. En mis compañeros que, como yo, recién estamos egresando de las escuelas de teatro y nos enfrentamos a ese extraño mundo profesional. Espero pueda abrir nuevas vías de reflexión y orientar nuestra energía a algo que construya antes que mordernos la cola. Y es que pareciera que, como dice la novela, “en México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta”. Afrenta si se declara desierto un premio, afrenta si se otorga uno, afrenta porque la obra es narratúrgica, afrenta porque no es narratúrgica, afrenta porque pedimos la bebida con popote, afrenta porque se nos derramó el refresco, en cualquier caso, pareciera que la enunciación nos ofende y nos cala en lo más profundo de nuestro ser.

Polemizar está de moda, más ahora que Facebook y Twitter están tan al alcance de los dedos. Recientemente salió una nota llamada Se está abusando de la narraturgia (Cf. Universal Querétaro 19/07/18) y luego En defensa de la narraturgia (Cf. Aplaudir de pie 23/07/18) una reflexión de Ricardo Ruiz Lezama que me pareció afortunada. Afortunada no porque se esté a favor o en contra de un concepto, sino porque la nota le otorgaba la dimensión precisa a todo el lavadero: un pleito aburguesado que nace de prejuicios y de una arbitrariedad crítica que sorprende.

Lo que me hace preguntar: qué pasa si el mal «endémico» del teatro no es conceptual. ¿De qué nos sirve convertir a la dramaturgia en una máquina de conceptos? ¿Realmente importa, para nuestro teatro, si esto es aquello u otra cosa? Pareciera que ahora concentramos mucho de nuestro tiempo en la forma, en las maneras al estilo Manual de Carreño. Quizá sea nuestra herencia colonial por la que aún peleamos con la aspiración al formalismo, a defender que la creación debe nacer de lo geométrico, de la fórmula, como si fuera un parto de la inteligencia.

Hay un adagio que dice: «México es un país tan formalista que, si la gente no encuentra el asa, no podría levantar una taza».

La crisis de la dramaturgia tiene la característica, me parece, que en el afán de renovarse a sí misma, de demostrar (¿a quién?) que sí sabemos hacerla, se ha descuidado uno de sus aspectos más valiosos: cuenta historias, nuestras historias. Necesitamos historias. Cada país necesita de sus propias historias y narraciones. Necesita confrontarse a sí mismo. Responder ante los estímulos internos y globales, ante las pulsiones de los centros y la periferia, observar nuestra realidad social, y sabemos que la literatura puede construir los puentes necesarios.

Una anécdota: Rodolfo Usigli cuenta que cuando escribió su primera obra (El apóstol, 1931) sometió la obra a una lectura privada a la que asistieron Xavier Villaurrutia, Carlos Barrera y Alfonso Gutiérrez Hermosillo. Una vez que concluyó la lectura los antes enunciados le hicieron observaciones que iban desde su habilidad para crear retratos psicológicos y morales a su dolencia dramática al escribir una obra con exceso de literatura, ausencia de emoción y teatralidad. Dice Usigli:

«Ni Villaurrutia, ni Barrera, ni Gutiérrez Hermosillo ─cuyas opiniones retengo en la memoria─ dieron en el clavo a pesar de su interés y de su actividad dentro del teatro. Elogiaron el diálogo y la caracterización, pero se abstuvieron de comentar lo demás, que era, por ejemplo, la lucha entre la clase media de México y los snobs afrancesados, entre la clase media y el capitalismo […] el teatro no es una simple forma de arte ni un lugar para escupir frases brillantes: es un oficio que sólo puede desenvolverse con el conocimiento del mundo y de las pasiones del hombre dentro de él»

Toda proporción guardada, la anécdota de Usigli, me parece, ejemplifica (80 años después) lo que aún nos sucede. Gastamos mucha energía en querellas estilísticas, en tuitazos, en demostrar que hemos dado “el paso hacia adelante” y poco en profundizar en nuestros entornos: nuestras calles, nuestras rutas, nuestras protestas, nuestras experiencias, nuestra mexicanidad, nuestro lugar en el mundo. ¿La dramaturgia es un mero laboratorio de experimentación formal, de dislocamiento conceptual, de producción? La inmediatez, la polémica, el arribismo y el conformismo temático son los principales responsables de nuestra cojera dramática, no la narraturgia.

El estudio es importante, la crítica, la teoría, la difusión, el análisis de las obras que se escriben y de las que nos llegan, pero no lo es todo, hay que llenar esas herramientas con nosotros, con nuestro ser (latinoamericano) en el mundo, escribir con la ventana abierta, que las reflexiones no se queden en lo superficial, ni en la controversia, sino en la creación de diversas identidades.

Con todo lo anterior no estoy sugiriendo que escribamos de mariachis, nopales y figuras nacionalistas, somos culturas híbridas, somos sujetos de un espacio cada vez más y más virtual, pero no ajeno a nuestra tierra, personajes que no habitan una sola forma de teatralidad, sino una cantidad enorme de expresiones, el umbral es basto en lo formal, pero hay que tener la sensibilidad del contenido, reconocernos como algo que va más allá de un término del léxico teatral.

José Manuel

José Manuel Hidalgo. Dramaturgo

Reflexiones

En defensa de la narraturgia. Respuesta a Esteban Echegaray.

por Ricardo Ruiz Lezama 23 julio, 2018

Estimado Esteban,

leí lo que escribiste sobre la narraturgia y más que un comentario por redes sociales, que responde a lo inmediato, preferí tomarme el tiempo para contestarte mediante este escrito de mayor extensión, considerando que plasmar tus reflexiones te llevó tiempo, así que, valorando el esfuerzo que te tomó escribir es que hago esta respuesta.

Queda claro por la lectura de tu texto que la obra a la que haces referencia no te gustó, debido a los argumentos que utilizas, incluso a la utilización de la ironía que haces en un momento en que dices que la obra es “original y poética”. No tengo conocimiento de dicha obra así que no hablo por ella, sino por las generalidades en torno a la creación que dejas manifiestas.

En un primer momento empiezas con lo temático, te preguntas si no existirá algún dramaturgo mexicano que aborde otros temas que no sean narcotráfico y violencia y que no muestren una sociedad decadente. No sé si en el texto en particular al que haces referencia, dichas temáticas sean utilizadas de forma sensacionalista solo con fines morbosos o para generar apología de la narcocultura, que en ese caso simplemente se estaría valiendo del dolor de una sociedad para generar entretenimiento vacío que idealice la crueldad. Pero hablar de la decadencia de la sociedad para reflexionar en torno a la condición humana, las relaciones de poder, o la desigualdad no me parece nada menor. Desde tiempos inmemorables el teatro es el lugar ideal para reflexionar sobre estas cuestiones, desde los griegos cuyos mitos bien podrían encabezar las más pintorescas notas rojas: “Hijo tiene sexo con su madre y mata a su padre” “Mujer mata a sus hijos”, etc.

Pero no yendo lejos tenemos en México, por nombrar unos cuantos ejemplos, a Sergio Magaña con Los motivos del lobo, a Víctor Hugo Rascón Banda con La fiera del Ajusco, a Humberto Robles con Mujeres de arena, etc. Grandes autores mexicanos han dedicado su arte a la finalidad de intentar desentrañar los misterios de tanta violencia. En un contexto como el nuestro, es necesario repensar la decadencia para hallar un poco de luz.

Ahora bien, entiendo que a veces la utilización de la violencia puede generar políticamente las mismas repercusiones que una noticia, ser un medio del poder dominante para controlar a la población, como menciona Zizek en sus reflexiones sobre la violencia. En ese sentido considero que el problema no son los temas sino desde qué punto de vista se abordan políticamente y con qué finalidad. Que se siga hablando de la decadencia, pero para pensarla y buscar respuestas y caminos, no como entretenimiento vano.

Más adelante hablas de otra cuestión: la forma. Quizá en la obra que haces referencia y desde tu apreciación, la estructura es poco funcional o artística. Pero por ello decir que la narraturgia en general toca terrenos que no competen al teatro me parece un poco excesivo. La narraturgia podrá no ser drama pero es teatro, en tanto que dialoga con la tradición, en tanto que los autores de estas formas como gesto estético y político deciden que su obra es teatro y no prosa o lírica.

Mencionas que se está abusando de la narraturgia, pero ¿cuántos siglos no se ha abusado del drama? A comparación la narraturgia es una forma joven. Y me parece que tanto nacional como internacionalmente hay muchas creaciones narratúrgicas que artísticamente han aportado mucho al panorama teatral. Tenemos textos de Angélica Lidell, Rodrigo García, Jan Fabre, Sergio Blanco, Arístides Vargas, César Brie, Mariano Tenconi Blanco, Lautaro Vilo, Roland Schimmelpfennig, Conchi León, Jaime Chabaud, LEGOM, etcétera.

Por último, mencionas que la narraturgia no permite que el actor actúe y que evita que el espectador entienda una historia. Ante la primera afirmación basta decir que las nuevas formas textuales ponen en crisis los preceptos hasta entonces acuñados de representación, aportando nuevas posibilidades, tanto al acercamiento actoral como al abordaje desde la dirección escénica. Quizá una lectura dramatizada no fuera la mejor opción para dar a conocer esa narraturgia en específico, quizá habría que crear una lectura narratizada, o de plano hacer la puesta en escena porque el texto en sí mismo desde segunda mitad del siglo XX en muchos casos es solo un aspecto más del fenómeno teatral, no el más importante como muchos siglos antes; quizá esa obra era de esas características y la mera lectura haya dejado una sensación de incompleto.

Para la segunda afirmación no todo autor busca dejar clara una historia. No por eso es menos teatro, cada propuesta pide distintas cosas al espectador. Qué triste sería que no existieran todas aquellas obras que no entendemos nada pero que nos seducen y conmueven.

Los premios son muy extraños y no siempre nos dejan satisfechos, pero por una obra no podemos intentar hablar de todas las demás que comparten estilo o temática, porque en ese caso estaríamos tomando la postura de todas aquellas personas que denostan todo el teatro por haber visto una obra que no les gustó.

Foto: @DaríoCastroPH

Foto: @DaríoCastroPH

Reflexiones

¿Soy o me parezco? La dramaturga repartida en sus personajes

por Aplaudir de Pie 21 julio, 2018

Hubo personas que vieron Antes y me dijeron que yo era Lisa.

Otras vieron Me sale bien estar triste y dijeron que yo era Elizabeth.

Un par salieron de Piel de mariposa comparándome con Elisa. Una espectadora fue más lejos todavía y me leyó en ese personaje y también en el de Guillermo.

Ninguna de esas personas mintió.

El asunto es que esas tres podrán tener nombres muy iguales, pero entre ellas se parecen bien poco. Estoy segura de que ni siquiera se caerían bien si se conocieran. Que todas tienen frases mías, lo reconozco; que con las tres resolví una serie de razonamientos que tenían trastocada mi realidad, también lo reconozco. Hace poco escuché a un dramaturgo decir que él no ponía su vida en las obras porque eso le parecía una práctica “masturbatoria”. No dudo de su capacidad se hacer ficciones ajenas a su persona, ni pretendo discutir aquí si es o no posible, solamente lo cito porque, cuando lo escuché usar ese término, pensé: “En la madre, entonces me debo tener unos siete orgasmos por cada obra que escribo, muy bien”.

Yo, si no me uso a mí, no escribo. Nunca he tratado de evitarlo, nunca lo he negado. Lo cierto es que cada vez tengo una paleta de colores más grande para maquillarme. Tanto, que me he abierto en canal para darle voz a algunos personajes, y nadie se ha dado cuenta.

A Lisa, la de Antes, la escribí cuando tenía 23 años. Lisa tenía 26, era periodista y tenía un iPad. Yo jamás he tenido un iPad. Algo que nos unía era la roomie encajosa a la que tratamos de resolverle la vida; con la diferencia de que yo terminé cambiándome de casa y Lisa no pudo porque desapareció en alguna carretera de Guerrero. Lisa está desaparecida, yo no.

Con Elizabeth no me cuidé tanto porque iba a hablar de amor y de ese tema no tengo una voz tan particular. Por si las dudas, la hice de treinta años, le pedí que fuera diseñadora gráfica, que creyera en el amor romántico y que tuviera un exnovio con el que duró cuatro años. Yo tenía 25, era dramaturga, creía bien poquito en el amor romántico y no he durado más de dos años con un novio. Le cambié cuatro datos duros para arrancar, y eso provocó que, al vivir la historia de amor equivalente a la que le presté de mi realidad, lo que ella contaba muchas veces fuera lo opuesto a lo que podía contar yo.

Elisa fue bien fácil: yo no tengo piel de mariposa. Ajustar el micrófono a su fragilidad me permitió decir un montón de cosas que yo quería sacar, pero que dichas desde un cuerpo como el mío sonaban exageradas. Yo, la intensa; Elisa, la justa. Y ya que estábamos ahí, pues vamos a subirle más de intensidad y vamos a ponerla a hablar de un dolor que no conozco y no quiero conocer. Si me echo encima un montón de vendas, unos padres muertos, un romance por internet y la incapacidad literal de tocar el mundo sin lastimarme, es imposible que mis palabras sean las mismas a las que pueden escuchar si nos tomamos un helado en Coyoacán.

Si soy un Cocker, no soy yo; si hago la revolución, podré plantar ahí todas mis dudas, pero nunca seré yo, porque yo no soy de las que hacen la revolución; nunca me he llevado bien con mis exnovios, pero jamás me vengaría de uno como en Aquello que parecemos. Y así me puedo seguir.

A los personajes no les cabe una persona entera, es imposible. El personaje más complejo de la literatura es nada junto a la persona con la vida más sencilla. Yo no puedo tratar a mis amigos como si fueran personajes, como si pudiera adivinar cómo van a reaccionar. Un personaje está hecho para funcionar en un entorno específico y demostrar cierta serie de cosas con sus acciones: una persona no tiene que demostrar nada, no está obligada a funcionar. Pones pedazos de la vida real en las historias pero, por cuestiones de extensión, la vida siempre será menos pragmática que una historia. En una pelea, una persona normal difícilmente va a sacar, una tras otra, las frases lapidarias para llevar a su interlocutor del punto A al punto B. La vida tiene más interferencia.

Que puede haber momentos “teatrales” en la vida, es cierto. Yo he tratado de trasladar un par de esos momentos a las obras y he descubierto que siempre hay que pasarlos por un filtro porque la vida, tal y como es, resulta mucho menos dramática de lo que creo. Hay que quitar información, agregar datos falsos, ser más cruel, acaso más tonta.

Cuando me hago personaje, me maquillo a través de los datos duros: suelo usar una edad mayor a la real para perder referentes y generalmente empiezo por modificar cuatro o cinco cosas: de ahí, el personaje se apropia solito y empieza a seleccionar lo que le sirve y lo que no le sirve. Puede agarrar cosas que yo odio y amarlas. Y en cualquier momento puede dejar de utilizarme a mí, por supuesto. Porque él sabe muy bien para dónde va, no es como yo, que tengo una personalidad con un arsenal inmenso para cada ocasión. Y de tanto maquillaje, se forma la máscara y entonces yo me puedo quitar de abajo. Así, como por arte de magia, ya estamos la máscara, por un lado, y yo por el otro. Como siameses separados.

Yo no soy Lisa, no soy Elizabeth, tampoco soy Elisa. Para conocerlas a ellas basta una hora, para conocerme a mí hace falta un poco más. Por eso juego, casi de manera masoquista, a ponerme a mí en las obras, porque confío en que no quepo. Ni yo y tampoco ninguna de las personas en las que me inspiro. Si de persona a persona ya es bastante difícil conocerlas, ya parece que voy a ser capaz de volverlas un personaje exacto. Les tomo un par de cosas para que se distinga el homenaje, pero hasta ahí. Estamos a salvo. Porque, además, nosotros tenemos toda una vida para irnos por donde sea y hacer las cosas diferentes: los personajes están condenados a repetirse.

 

Jimena Eme Uve / @jimenaemeuve 

Dramaturga

Reflexiones

Uno siempre regresa al lugar que fue feliz. Carta de un espectador (segunda entrega)

por Aplaudir de Pie 10 julio, 2018

A excepción de aquellos que son hijos de hacedores de teatro y que seguramente abordan las primeras experiencias de una manera muy distinta, el grueso de la población llega a la butaca como quien visita otro planeta. ¿Por qué será que el homo sapiens es tan afecto a la ficción? Quizá hay algo en la capacidad desmesurada de su cerebro que provoca que la realidad sea insuficiente, y entonces empieza a agrandar los caminos con otras realidades que no vive, pero que existen. El teatro es uno de esos caminos. Jugar a ser otro es algo que sucede muy temprano en la vida de un ser humano, de manera que cuando llegamos a la butaca podemos entender, sin demasiada dificultad, que aquel señor en el escenario que se rasca la barbilla y respira por la boca con la lengua de fuera está jugando a ser un perro. Esto puede ocurrir de manera menos evidente en el cine, por ejemplo, donde a una persona exageradamente crédula e inocente le puede sorprender que haya dos tipos igualitos a Pedro Infante, que también sean actores y que además canten.

El juego de ser otros, que desde los años de infancia incluye muñecos de peluche que hablan o pedazos de pollo que ruegan por ser devorados, cobra una formalidad distinta cuando el individuo se enfrenta a lo que antes llamamos Señor Teatro y que se entiende como el entramado de códigos que definen el Arte Teatral (así, con mayúsculas y con todas las ceremonias del mundo). Porque una cosa es jugar a ser un dinosaurio en la sala de la casa y otra muy distinta jugar a serlo sobre el escenario. Así sea el mismo dinosaurio, moviéndose exactamente igual, por motivos que no sé muy bien cómo explicar, en el escenario será más dinosaurio que en la sala. Es probable que un primer acercamiento al Señor Teatro se dé un domingo al mediodía en alguna plaza pública o en un Centro Cultural interesado en proveer al público joven de espectáculos de alta calidad. Pero también puede ocurrir que el niño sea llevado a un show bobo y francamente dañino para la pupila, donde los actores hablan a gritos y van maquillados hasta los dientes. Algunos podremos pensar que una obra semejante, donde al final todos los niños enloquecen porque se les compre una espada luminosa, de ninguna manera creará al público que años más tarde llenará las salas del teatro serio y profesional. Pero si al niño le gustó la espada luminosa y ese asunto de aplaudir como loco cuando el espectáculo se acaba, es posible que, contra todo pronóstico intelectual, el teatro le cause buena impresión y aprenda a quererlo.

La cosa se puede complicar años más tarde, cuando las escuelas secundarias, convencidas de que hay que echar mano de todas las estrategias para evitar las drogas y los embarazos adolescentes, contraten una obra moralina y mal actuada que terminará con la protagonista bañada en sangre desde la cadera hasta la punta de los pies. Toda la buena impresión que las espadas luminosas pudieron haber causado se va al traste cuando el teatro es presentado como una herramienta para evitar que la cocaína llegue a las manos de los muchachos. La mala noticia para las escuelas es que quizá una ficción como esa no bastará para alejar a los adolescentes de las drogas. La buena noticia para el Señor Teatro es que, con suerte, tampoco bastará una obra como esa para alejarlos del teatro.

Las obras para adultos no están exentas de estos clichés y prejuicios que hacen de teatro un lugar poco deseable. Basta ver cómo las series de televisión caricaturizan al teatro independiente para que uno prefiera seguir viendo el programa a aventurarse con un espectáculo semejante. Una serie mexicana de hace unos años, por ejemplo, tenía entre sus personajes a una actriz de teatro que presentaba una obra de tema prehispánico, donde había textos poéticos recitados con una voz solemne y mucho copal. Por supuesto que la serie hacía burla de lo incomprensible y aburrido que era aquello, y aunque es cierto que esa clase de obras existen, sería bueno ver alguna vez en la televisión cómo los personajes asisten a una obra de teatro independiente donde el gag no sea ver cómo se quedan dormidos en cuatro segundos.

Muchos de los libros de teatro que he leído suelen incluir una apología del teatro frente al cine o la televisión, y este no podía ser la excepción. El teatro tiene muchos clichés en su contra, es cierto. Algunos más injustos que otros, también es cierto. Para alguien que desde sus primeros acercamientos al Señor Teatro ha decidido que su deseo es estar en el escenario, todo este peregrinar será mucho más sencillo, pues el amor incondicional le hará ver belleza ahí donde no es tan fácil encontrarla. Para los que, por el contrario, somos seres de butaquería, este camino nos llenará de dudas y nos hará cuestionarnos seriamente si queremos gastar parte de nuestro dinero en estos sufrimientos durante toda la vida.

Si yo me hubiera tomado como una afrenta personal todas las malas obras que he visto, hace mucho que habría desertado. Pero al final hay un gusto en el fenómeno vivo que nos hace regresar. Y es que es eso: nos gusta el fenómeno y estamos plenamente conscientes de que puede salir mal. Como espectadores aceptamos y queremos al teatro así como es: por algo hemos superado las obras que nos trataban como niños idiotas, como adolescentes idiotas, y seguiremos aguantando las que nos tratan como adultos idiotas. Hay algo en este juego de ser otros que nos encanta de manera irracional, y nos basta con haber sido felices una vez para regresar todas las veces que sea necesario en busca de una felicidad semejante.

Atentamente,

Augusto Blanco

Reflexiones

La inevitable extinción del teatro

por Aplaudir de Pie 27 junio, 2018

Los dinosaurios también se creyeron invencibles. Yo, por principio y casi por deber, me resisto a creer que una cosa como el teatro puede desaparecer. Pero luego pienso en los dinosaurios. Tan grandotes ellos, tan dueños de todo, y un día llega el meteorito, les llena el cielo de polvo y los mata. La historia del planeta documenta cinco extinciones masivas desde que existe la vida. Extinguirse es una cosa de lo más normal.

¿Qué le va a pasar al teatro? Hay que reconocer que es correoso, que todos pensaron que el cine lo mataría, y no lo mató; que la tele lo mataría, y no lo mató; que el internet, que los toques de queda, que la falta de presupuesto… El teatro nomás no se muere y motivos no le faltan. A mí un historiador me preguntó en mis tiernos años de estudiante que por qué estaba en esa carrera si el teatro estaba muerto.

Llevo cuatro años haciendo zombis.

Ya se vio que, si la televisión y todos esos depredadores no consiguieron aniquilarlo, la del teatro no será una extinción repentina. Más bien le pasa lo que a los pandas. Y ahí es donde entramos quienes seguimos dedicándole nuestra vida a esto: nosotros pusimos en cautiverio a los teatro-pandas que quedaban, les planamos el bambú enfrente y los invitamos a que se reprodujeran. Nos resulta muy importante rescatar a la especie, aunque sea la más inútil del mundo, como los pandas.

El teatro se extingue por varios frentes, de a poco: desde el estudiante que sale, no encuentra nada y se dedica a otra cosa, hasta el espectador que tiene una mala experiencia y no regresa nunca. Y sí, a veces da la sensación de que nos estamos quedando muy poquitos, que nos contamos como quienes cuentan vaquitas marinas y que el más ligero cambio en el ecosistema (y aquí pienso en la cuenta regresiva del Foro Shakespeare) puede hacer que nos reduzcamos a la mitad. Qué miedo.

Pero aligeremos el asunto. Porque si pensamos desde nuestros ojos de humanos que hacen teatro o consumen teatro, el vértigo de la extinción nos pega fuerte, pero podemos pensarlo desde otro lugar: el del Teatro. Creo que si yo fuera el Teatro estaría mucho menos angustiada. Él está perfectamente acostumbrado a morirse. Se muere todo el tiempo, cada vez que la gente aplaude, cada vez que la actriz está arreglando el coche en lugar de repasar su texto. A él seguramente no le pesa tanto.

El Teatro está muy tranquilo porque sabe que, por mucho que le caiga un meteorito, como a los dinosaurios, 65 millones de años después vagará por el mundo una gallina que nos demostrará que hay cosas que nunca se extinguen del todo.

 

Jimena Eme Vázquez

Reflexiones

Nassim

por Ricardo Ruiz Lezama 20 junio, 2018

Uno de los carteles publicitarios de la película Psicosis decía: «No revelen el final, no tengo otro». Este secretismo que Hitchcock llevó incluso al rodaje, grabando la película a escondidas según se cuenta, tenía una razón fundamental, gran parte de la potencia de la película radica en la sorpresa que suscita en la audiencia. Como parte de un mecanismo similar, Nassim Soleimanpour, dramaturgo iraní que alcanzó reconocimiento internacional con su novedosa propuesta experimental Conejo Blanco, Conejo Rojo -la cual ha sido traducida a más de 20 idiomas y ha sido puesta en escena en múltiples países- propone nuevamente un espectáculo donde uno de los principales elementos es la sorpresa, ya que no solamente los espectadores no sabemos lo que pasará, ni siquiera la actriz o actor en turno lo sabe: Nassim, dramaturgia experimental estrenada en el Edinburgh Festival Fringe 2017.

No puedo hablar de qué trata la obra en sí, ni de nada en específico que haya acontecido en la función, de hecho como representante de un medio te hacen firmar un acuerdo de privacidad en donde me comprometí a no hablar de lo antes mencionado, pero se entiende, sería como revelar el funcionamiento de un truco de magia y por lo tanto arruinaría la experiencia de futuros espectadores. Lo que sí está permitido contar es mi experiencia. Así que aquí va, sin spoilers.

Desde que inicia la función la forma en que lo que sucede se muestra a los espectadores es sorpresiva, de algún modo el público también somos parte activa de la experiencia. Esto último  podría definir bien Nassim: una experiencia sensible que conduce a los espectadores por diversas emociones y reflexiones, oscilando entre lo cómico y lo conmovedor. 

Para Soleimanpour el teatro tiene que ser algo único e irrepetible, por eso actores y actrices que interpretan sus obras solo pueden hacerlo una vez en la vida. Nassim es una forma muy particular de vivir la experiencia teatral. El autor cumplió nuevamente sus propósitos como creador, nos condujo a vivir algo único e irrepetible. Cualquier obra de este dramaturgo es sin duda una visita indispensable como espectador de teatro al menos una vez en la vida. No por nada es uno de los autores más interesantes e influyentes de nuestros tiempos. Y quisiera decir más, pero de sus obras no hay que  hablar, hay que vivirlas. 

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