A Daniel Vargas Parra, quien en su cátedra de Teoría del Arte me abrió las puertas al entendimiento de la imaginación y representación a partir de la filosofía kantiana
Aún sigo pensando en el teatro a partir del sexo y en sexo a partir del teatro. Hace tiempo afirmé que todo ritual de apareamiento lleva implícito algo de teatralidad.[1] Hoy sostengo que dicho despliegue de técnicas de proyección y representación no se encuentran solamente en el cortejo previo al escarceo libidinal, sino en el acto mismo. Durante el intercambio continuo de caricias, besos y otras tantas acciones propias de la faena primordialmente corporal que –no necesariamente- conlleva a la penetración –sirva para esto cualquier orificio- y culmina en el orgasmo,[2] que conocemos (dicho con propiedad) como “relaciones sexuales”, los involucrados nos convertimos en intérpretes de aquello que consideramos “sexy”, “seductor”, “provocativo” y “deseable”.
La interpretación del personaje sexualmente atractivo contiene y manifiesta sobre todo a través de la gestualidad y el comportamiento bajo las sábanas -o superficie en cuestión- el capital cultural erótico del intérprete, aun cuando sostengamos que todo lo relacionado con el despliegue de nuestra sexualidad obedece al instinto “natural” ajeno a todo adorno o artificio. Es decir, que obedece a la ideología, y en correlación al contexto del objeto/sujeto sexual. Lo que el actor considere sexualmente atractivo hablará mucho de la cultura a la que pertenezca. Esto funciona sin excepción.
La mujer-actriz construye en su mente lo que considera adecuado para la función, asume el personaje e intenta adaptarse a la imagen mental mediante las herramientas físicas a su alcance: miradas, gestos, movimientos, ritmos, sonidos, etcétera. Es decir que si el actor o actriz eligen la interpretación de “lo dulce”, “lo inocente” “lo tierno” porque consideran que su selección (las mayoría de las veces inconsciente) es adecuada para el momento y la pareja sexual, que según nuestra analogía participaría como espectador, si quiere imitar la tergiversada y mal entendida imagen de la Lolita, o de las bobaliconas actitudes de las pin-ups, entonces optará por mostrar una mirada coqueta no demasiado frontal o directa, exhalará gemidos suaves, será pródiga en caricias y se dejará hacer antes con un toque de sumisión y cuidándose de mostrarse demasiado avezada en el tema, pues cualquier contradicción a la imagen de la sutilidad o inexperiencia rompería la convención.
Si se elige en cambio “lo bestial”, “lo atrevido”, “lo picante” a manera de Femme Fatal encarnado por ejemplo en el personaje de Samantha Jones, entonces actuará en consecuencia y no dudará en accionar de manera agresiva (con mordidas, nalgadas, rasguños, insultos, etcétera) cuidándose de cualquier expresión de ternura. Lo importante es no romper la ilusión del personaje. Respetar el planteamiento hasta las últimas consecuencias. Lo mismo ocurre en el caso del hombre-actor, que si bien obedece a otros arquetipos, reacciona con gestualidad y violencia o pasividad semejantes dependiendo el caso. Hay quien se compromete de más con el personaje y adquiere todo tipo de enseres fetichistas para complementarlo (accesorios, vestuario, lugares idóneos para el desarrollo de su papel, sitios que por su ambientación fungen como escenografías exactas).
Así pues, en la cama todos somos potenciales primerísimos actores.[3] Vamos hasta donde el personaje nos permita sin importar que algunas veces contradiga nuestro rol social o quizás lo que somos en esencia. Por usar la desgastada noción repetida hasta el hartazgo en las escuelas de actuación, diremos que en el momento previo de llevar a cabo nuestro papel, dejamos que el personaje “nos habite”, actuamos según los dictámenes del mismo. Gracias al artificio teatral también somos “espejismos”, somos una visión de aquello que el otro quiere que seamos. De lo que el otro necesita ver para experimentar placer. Jugamos a complacerlo. Somos para el otro.
Solo entonces somos capaces de dejar que nos fotografíen durante el acto con tal de sentirnos por un momento Linda Lovelace o la actriz porno que tengamos en la mente, participamos gustosos en un trío porque esa noche decidimos representar nuestra faceta desinhibida, hacemos, decimos y aceptamos que nos hagan cualquier cosa con tal de alcanzar la tan ansiada verosimilitud propia del fenómeno escénico. Nos dejamos guiar por esa imagen mental que construimos, estamos dominados por nuestra imaginación. El intercambio sexual es teatro. Teatro y sexo son primordialmente imaginarios. Bajo las sábanas nos representamos. Poco importan los aplausos.
[1] Escribí sobre esto en “Gozar y hacer gozar. La teatralidad en los clubes swinger”: http://aplaudirdepie.com/gozar-y-hacer-gozar-la-teatralidad-en-los-clubes-swinger/
[2] Según el esquema ideal de William Masters y Virginia Johnson.
[3] Directores e incluso iluminadores y diseñadores de sonido ¿no es cierto que controlamos la intensidad de la luz y la música que escucharemos al hacer el amor? Incluso somos dramaturgos. Sabemos qué decir dependiendo de lo que intentemos conseguir. El sexo es teatral, qué duda cabe.