Las primeras veces que alguien tiene un encuentro con el teatro pueden pasar dos cosas: que lo ame o que no quiera volver a saber de él en la vida. Todo depende de ese primer acercamiento y aquel que se maravilla puede hacerlo con la obra más amateur, mientras que aquel que lo desprecia puede hacerlo con la obra más profesional.
Pasando el primer encuentro, puede suceder que haya quienes jamás vuelvan a pisar un teatro –o que si lo hacen, sea regañadientes-, pero los que quedan, esos que van con frecuencia son de quienes nos ocuparemos en esta reflexión.
Conforme se va con mayor regularidad al teatro, la mirada empieza a poner énfasis en diversas cuestiones: que si la actuación, que si la intención, que si la escena tal; en pocas palabras el espectador habitual tiende a mirar el teatro con ojos más críticos. Esto se acentúa cuando cursan algún taller de teatro o empiezan a tener amistades que se dedican a este arte –lo cual no es complejo considerando que el teatro es una actividad que implica cercanía; todos los que vamos asiduamente al teatro tenemos algún conocido que tiene o tuvo algo que ver en cuanto a la parte creativa-.
¿Y qué sucede con estos espectadores “conocedores”? Que gran parte de las obras empiezan a parecerles mal hechas y algunos de los comentarios que podemos oírles a la salida de los teatros son: que qué mal tal escena, que el equipo creativo no entendió el texto, que tal actor mejor debería dedicarse a otra cosa, que pobre del director que no tenía ni idea de lo que hacía cuando dirigió el espectáculo, etc. En este momento aquellos espectadores han dejado de amar el teatro como ese otro público que nunca volvió a ir, con la diferencia de que siguen yendo, muchos con menor regularidad -pensando que la pasaran mal- pero siempre con la esperanza de reencontrarse con esa primera sensación de plenitud, con ese amor al que pasaran la vida tratando de reencontrar –como aquel ser andrógino del que se hablaba en El banquete o como a nuestra madre, según Freud (las comparaciones en este sentido son infinitas)-.
Desafortunadamente si se sigue buscando en cada montaje lo que uno quiere ver, difícilmente se apreciará lo que sí posee. Es ahí cuando los amores se vuelven imposibles. Por eso, estimado lector, te convido a que cada vez que vayas al teatro, lo hagas como una cita a ciegas y descubras, en lo que veas, las cosas maravillosas que ese encuentro en especial –sin compararlo con ningún otro- tiene para ofrecerte.