A mi parecer hay ciertas cosas que los interlocutores no deben decirse hasta que hayan establecido entre ellos un vínculo de confianza inquebrantable. Como desgraciadamente esto casi nunca pasa y las más de las veces es preciso andarse con miradas que sospechan y reservas ante los otros, es preciso guardarse las cosas para uno mismo. Especialmente aquello que afecta directamente la intimidad del universo propio. Al respecto, aseguro que la pregunta “¿Qué te pareció?”, resulta igualmente incómoda, sin excepción, en estos momentos precisos: después del acto amoroso, luego de haber leído un poema ajeno a petición del escritor inseguro y con especial reparo –ya que estas notas van dirigido a ello- luego de haber estado como espectador, inmerso en un convivio teatral.
Una vez que termina la función, el director, actor y dramaturgo deberían evitar a toda costa lanzar la pregunta indiscreta. Sabemos que se han exhibido tal cual (en “cuerpo y alma”) y que la exposición hace necesario el consuelo, la comprensión, la cercanía, el abrazo solidario. Sin sanar las heridas y en el punto álgido de su conmoción se han presentado frente a nosotros con la posibilidad de ser juzgados y mal comprendidos. Digan lo que digan el aplauso no basta. Este cada vez es más gratuito, se ha desgastado entre palmadas. Ya nadie cree en él ni lo respeta.
Con fe ciega en las palabras, los creadores buscan de la boca del espectador una respuesta que los satisfaga. Nadie se atreverá a decir las cosas cara a cara. Lo sabemos y aprovechamos la ocasión para lisonjear y recibir halagos. Algunas veces el espectador (como el amante y el lector insatisfechos) mentirá. Fingirá emoción para complacer al interrogador. Le dirá que le ha parecido una función fantástica, cuando menos, dirá que ha sido de lo más interesante que ha visto en los últimos tiempos. Acaso se servirá de la intelectualización –divino mecanismo de defensa- de lo que ha visto, reparará en la importancia del tema o en la ejecución de la técnica o la emotividad, dirá que no ha entendido pero que ha conectado con el alma. Está en todo su derecho ¿Para qué granjearse la enemistad de un artista? ¿Por qué temer perder una amistad?
En algún otro texto[1] hemos reflexionado sobre el temor de la crítica justa, especialmente en su acepción negativa. Cuando los artistas preguntan ¿Qué te pareció? No esperan recibir más que mimos, generalmente lo consiguen ¿Y luego qué? ¿Por qué buscar en respuestas mecánicas la tranquilidad del espíritu? ¿Y para qué, si la creación surge en efervescencia y vacío? Si una de las imágenes más potentes del creador ha sido reflejado en la figura de Tántalo el eterno insaciable.[2] No sé qué ganan los teatristas preguntando pareceres. Esperando escuchar las respuestas de siempre ¿Y si por una vez evitamos la hipocresía en lugar de fomentarla? ¿Y si rechazamos en definitiva la complacencia? ¿Si dejamos de buscar que alguien más nos ponga estrellas en la frente? Pasaría entonces que crearíamos con libertad, que no esperaríamos nada de nadie, ni siquiera de nosotros mismos y fluiríamos y sentiríamos con todos los poros del cuerpo.
¿Y si intentamos no preguntarlo más? Propongo y que disponga cada cual.
Notas
[1] “El rencor hacia la crítica”
[2] “Tántalo, el eterno deseante, el condenado a tocar la manzana con la punta de los labios y, sin embargo, no poder devorarla” según palabras de Ana Clavel en Las violetas son flores del deseo.
Tántalo representa así, el arquetipo de la tentación insatisfecha, los dioses castigaron su mala conducta colocándolo en un lago con el agua a la altura de la barbilla bajo un árbol de ramas repletas de frutas. Y cada que intentaba morder una fruta o beber un poco de agua, éstos se retiraban de su alcance.